Luis Torrijo
(Primer premio de cuentos de navidad El Comarcal del Jiloca 2000)
Aquella mañana el camión que invadió nuestro carril a la salida de la autovía iba demasiado rápido para circular sobre un asfalto con hielo dentro de una curva. Mi tío tuvo que girar de forma muy violenta el volante y el coche en el que viajabamos, se salió inevitablemente de la calzada, cayendo de costado en la profunda cuneta después de recorrer, resbalando y dando numerosas vueltas, ciento cincuenta metros de arcén.
La historia de mi vida comenzó al otro lado del estrecho, o por lo menos esto es lo primero que recuerdo de ella. Mi nombre es Mohamed Yasir. Mi primer hermano, Hassan, nació aquel mismo 13 de Junio pocas horas antes de que desembarcáramos en una apacible y dorada playa malagueña. Nació desnudo como todos, pero él, flotando sobre las tranquilas aguas de aquel Mar Mediterráneo. Mi padre bajó apresurado nada más tocar la costa, se arrodilló en la playa, y cogiendo sendos puñados de arena con las dos manos, los elevó hacia el cielo besándolos, glorificando el momento, como un pontífice a la llegada de un aeropuerto de la Tierra Prometida, de la tan ansiada y anhelada Europa. Mientras, mi madre, seguía embelesada con el recién nacido arrimado a su pecho, y yo sujetaba la balsa para que pudieran bajar despacio. Poco después nos pusimos en camino.
Por aquel entonces todavía no tenía muy claro lo que significaba la palabra libertad, pero oía a mi padre hablar de ella con mucha alegría y esperanza en sus ojos.
Trabajaron casi medio año en Almería, en los nuevos invernaderos de El Ejido. Yo cuidaba a mi hermano durante el día, dentro en el refugio que nuestro propio padre había levantado con chapas y láminas de plásticos, junto al de otros inmigrantes. No salíamos de allí hasta ver llegar a nuestros padres al mediodía y por la noche, que era cuando mi madre aprovechaba para amamantar a Hassan. Era aburrido, pero me decían que lo hiciera así por seguridad. Al menos no pasábamos demasiada hambre, siempre había frutas y hortalizas abundantes para comer: fresas, lechugas, tomates picados, ..... en fin todo lo que nuestros padres y otros hombres y mujeres que allí trabajaban podían traernos bajo sus ropas.
Aquel mismo otoño hubo fuertes inspecciones policiales en la zona y varios conocidos fueron arrestados para llevarlos de nuevo a Marruecos.
A mi padre no le gustaba la palabra repatriado, puesto que él no creía que aquella fuese su verdadera patria y por supuesto no estaba dispuesto a que le pagasen el billete de vuelta, había arriesgado mucho para venir a España con toda su familia. Gastó todo lo que tenía para poder salir de allí.
Decidimos pues mudarnos y emprendimos rumbo hacia el norte, con un primo de mi madre, que poseía un Renault 12 color azul, cargado de alfombras. Decía, mi tío, que en Aragón las cosas eran diferentes, se pasaba algo más de frío en invierno, pero la policía era más transigente.
Aquella fría mañana de diciembre, segundos después del accidente, mi padre intentó sacarnos rápido del coche para poder escapar, pero mi madre tenía un fuerte golpe en la cabeza y aunque permanecía consciente, estaba aturdida y perdía mucha sangre. Mi padre se echó las manos a la cabeza, pero no podía perder la serenidad tenía que solucionar la problemática situación.: -"¡Abduh!-, gritó mi padre dirigiéndose a mi tío -"coge a los niños y corre hacia la arboleda".
Yo me quedé observando fijamente su mirada y también mi hermano al cual yo sostenía en brazos envuelto en un manta. Nunca olvidaré la expresión de su rostro en aquel momento, miedo, confusión, esperanza, ojos brillantes y labios temblorosos. Se arrodilló y nos abrazó fuertemente, y entre sollozos logró decir: -"Confiad en mí nos veremos pronto"- y salimos corriendo tras mi tío Abduh a escondernos lo más rápido posible.
Desde la chopera vimos como la policía esposaba a mi padre y como montaban a mi madre en la camilla blanca de un coche que gritaba haciendo parpadear sus alarmantes ojos anaranjados.
El invierno vino duro y temprano aquel año. La nieve se apoderó de nosotros y en la caseta que el tío Abduh eligió como refugio se nos había acabado la leña y, lo que era peor, la comida y la leche para Hassan.
Mi tío nos bajo al pueblo, llamó en la primera casa de humeante chimenea y desapareció corriendo dejándonos ante aquel extraño y esperanzador portal. Paradójicamente aquel Poyo de un Cid, que siglos atrás expulsará a nuestros antepasados nos acogía hoy con mucha hospitalidad y cariño.
Nunca olvidaré el calor maternal y acogedor de la tía Bernarda, sus sabrosas y calientes sopas vertidas sobre los cazuelos de barro a los que nos agarrábamos con las dos manos; su especial y sublime chocolate con tostadas, el crujir de las brasas entre las llamaradas azul-rojizas del fogón y sobre todo su grandiosa paz.
Todavía recuerdo todo aquello con la ternura que ofrecen las escenas navideñas del nacimiento del rey de los judíos.
La tía Bernarda fue para mí siempre una madre, una muy buena madre, y aunque en el pueblo todo el mundo lo sabía, nadie quiso ir contra su voluntad de hacer el bien.
Hoy mi hermano y yo puede que seamos algo más o menos morenos que otros, pero nadie se atrevería a afirmar, entre los estudiantes de la facultad de derecho, que seamos descendientes de magrebíes si no fuera por nuestros nombres y apellidos. Apellidos que mi padre nos dejó en herencia junto a algo nada material pero sí muy valioso: su fuerza, su valentía, ese afán de salir adelante,....., el ejemplo.
A él que dio y arriesgó todo por nosotros le dedico esta historia. Al él, al increíble Ali-Ben-Yasir.
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