(Una historia de maquis, trufas, barrancos y pantanos)
Luis Torrijo
Preseleccionado en el concurso de relatos cortos Miguel Artigas 2009 (Publicado en la serie j 2010)
El padre de mi padre se llamaba Nicolás, por eso escogí el sobrenombre de Nicolai cuando ingresé en la guerrilla. Siempre supe que era un apodo poco discreto por coincidir con mi ascendencia paterna, pero me gustaba su sonoridad y me recordaba la ternura y el aprecio que me transmitía mi abuelo. Después de tantos años empleándolo como mi verdadera identidad he llegado a olvidar, casi por completo, cuál es mi nombre de pila original. Bucardo, Fructuoso y Fabrice también habrán olvidado seguramente su verdadero nombre.
Aquella mañana de mayo de 1967, la luz del sol atravesaba el verdor de las ramas que acariciaban la cascada penetrando en haces multicolores hasta las sombrías angosturas del cañón. El intenso fluir del agua invitaba a relajarse mirando el desfiladero encajado en la montaña. Desde la sombra de nuestro refugio en las gargantas del Guatizalema, esperábamos noticias nuevas y a pesar de todo estábamos intranquilos. Bucardo había bajado a Huesca, para comprar provisiones y pasar la noche con una antigua amiga suya. De repente la campanilla del extremo inferior de la maroma, que unía a modo de pasamanos la parte superior de la cascada con la entrada del refugio, empezó a tintinear y todos permanecimos alerta, oímos los dos silbidos de señal y al poco vimos brillar su pañuelo verde. Por fin había llegado.
-Ya creíamos que no venías.-
-No hay por que preocuparse, todo ha ido bien.-
Portaba en su macuto de cuero, raído por el intenso uso, todo lo necesario para pasar unos días. Se descargó lentamente y comenzó a lanzarnos algunas cosas de las que traía: tabaco, dos botas llenas de vino, pan recién hecho, algunas latas de conserva, algo de fruta…. a mí me lanzó un periódico.
-Lee Nicolai, el mes que viene comienzan las obras-.
-¿Las obras de qué, Bucardo?-.
-¿De qué va a ser? De la presa de Vadiello, no nos pudieron matar a tiros y ahora quieren ahogarnos como a ratas-.
En efecto, los titulares del “Nueva España” anunciaban el comienzo de la construcción de tres nuevos pantanos en el pirineo oscense, entre ellos el nuestro, el que nos iba a expulsar de nuestro refugio de invierno en la Cueva de la Rallera , el que acabaría por ocultar una de las mayores maravillas de la Sierra de Guara, el asombroso cañón de las gargantas del Guatizalema, un singular conjunto de gorgas y a pasillos estrechos flanqueados por afiladas agujas y altos acantilados, un laberinto fluvial de pozas, marmitas y cascadas que componían un mágico mundo de contrastes y recovecos llenos de sombras y luces de diferente tonalidad, ofreciendo un espectacular refugio a todos los seres que por su naturaleza y circunstancias éramos más vulnerables que nuestros depredadores en terreno abierto.
-Este periódico dice muchas mentiras, pero me temo que en esto no se equivoca, llevamos cuatro años oyendo rumores. – concluyó Bucardo.
La acelerada carrera de construcción de embalses españoles en la última década había llevado por toda la geografía al generalísimo, apodado ahora “Paco el Rana”, practicando una de sus tareas favoritas, inaugurar pantanos, y ahora le tocaba a este río, el que nos dio la vida desde nuestra huida.
Recuerdo perfectamente el comienzo de nuestro viaje. El final de nuestra utopía, llegó la noche del 21 de diciembre de 1947 con el asalto al Campamento Escuela de Montes Universales. Ya sabíamos que había llegado a Teruel un despiadado General, convertido ahora en Gobernador Civil y mano derecha del dictador, que sin ninguna clase de miramientos ni compasión atemorizaba a la población civil ante cualquier mínima sospecha de apoyar o encubrir a la guerrilla. Con su sistema de contrapartidas, guardias civiles disfrazados de maquis, estaba desmantelando toda la red de enlaces y puntos de apoyo, que en terribles interrogatorios con torturas y amenazas de muerte conseguían información privilegiada sobre los movimientos de los guerrilleros y la ubicación de sus partidas. Así, habían conseguido desmantelar entre marzo y agosto del 47 varios campamentos del Maestrazgo y hacía tan sólo dos días que había caído el del Monte Camarracho en Cabra de Mora, del cuál acababan de llegar algunos camaradas que consiguieron huir.
Nuestro campamento, al completo, estaba intranquilo, pero “Grande” nos había enseñado que ante una emboscada, no había que desperdiciar la calma ni la munición. Se trataba de actuar con cautela y picardía, disparando una ráfaga de naranjero al divisar a los asaltantes, entonces las fuerzas de la Guardia Civil se tendrían que comunicar para reorganizar el asalto y en ese momento teníamos que aprovechar la mejor oportunidad para escapar por el lugar de donde no venía el enemigo.
Lo teníamos muy bien calculado, pero yo nunca había tenido un enfrentamiento directo con la Guardia Civil y aunque estábamos alerta, el tardío amanecer de aquella fría mañana de diciembre nos sorprendió con agitación y desconcierto. Yo dormía en la tienda con mis tres compañeros actuales. Cuando oí la primera ráfaga abrí un ojo con el cuerpo acurrucado entre las mantas y se empezó a notar un revuelo intenso pero silencioso por todo el campamento. Mis tres camaradas también se habían despertado, nos miramos un instante y sin mediar palabra cogimos nuestros macutos y los fusiles y salimos deprisa. Había confusión. Todos miramos hacia la parte superior de las rocas que flanqueaban el campamento esperando una señal de los centinelas para saber por dónde debíamos huir, pero de repente una ráfaga de balas se estrelló contra el rodeno a dos metros escasos sobre nuestras cabezas y comenzamos a correr en dirección contraria. El campamento era un laberinto de pasillos y huecos entre rocas que comunicaban una parte con otra y la gente cruzaba de un lado a otro como buscando la mejor salida o a un grupo de compañeros al que unirse en estampida, pero al subir a La Península , que era una pequeña plaza abierta en la parte oriental más elevada, vimos a varios miembros del somatén que con gran alboroto comenzaron a gritar y a disparar contra nosotros y cada uno nos tiramos detrás de la piedra más grande que pudimos encontrar para iniciar un tiroteo que pudiera dispersarlos. Al parecer estábamos rodeados. El resto de los camaradas quedaron hacia el lado suroeste de La Península , que era el que daba paso a más vías de evacuación. Nosotros cuatro nos agazapamos en las rocas del lado norte, más cerca todavía de los asaltantes. A nuestro lado izquierdo una grieta descendente se abría camino entre la arenisca durante al menos veinte metros. Al cabo de un tiempo, cuanto cesó la intensidad de los disparos nos colamos por ella a la espera de poder contactar con el resto dando la vuelta al campamento. La grieta, llena de gayuberas cubiertas de acículas de pino, era muy empinada y nunca la habíamos probado como salida de emergencia. Me colé en ella de cabeza y puesto que era muy estrecha y resbaladiza empecé a deslizarme deprisa. Perdí el control y mientras caía solté el mauser, aterrizando de golpe en un montón de hoja seca. Encima de mí cayeron mis otros tres compañeros que habían seguido mis pasos a la desesperada. Ante el estrépito, los asaltantes dirigieron sus disparos contra nosotros y tuvimos que empezar a correr desaforadamente pinar abajo. Corrimos cinco o seis kilómetros sin descanso, hasta llegar a un paraje al borde de la Laguna de Bezas, donde caímos exhaustos al suelo en una espesa pinada.
Tras recuperar el resuello, tuvimos que elegir un rumbo y aunque nos alejábamos del resto de nuestros compañeros, lo hicimos en dirección contraria a los disparos.
Cruzaríamos, al caer la noche, la carretera de Valdecuenca y pusimos rumbo a Sierra Carbonera donde al amanecer paramos a descansar en las inmediaciones de una casa de resineros. Estábamos confusos y no podíamos permitirnos el lujo de esperar a contactar con los demás a riesgo de ser descubiertos por la Guardia Civil , el ejército o los miserables somatenistas. Entonces tomamos una determinación crucial que condicionaría, el resto de nuestra existencia. Decidimos enlazar con el valle del Jiloca, para intentar fugarnos. Ésta era una ruta que yo conocía muy bien, y aunque no era la más habitual ni la más aconsejable, era la más cercana, ahora que andábamos en las afueras de Gea de Albarracín con toda Sierra por detrás llena de enemigos franco-falangistas. Habíamos perdido el contacto y casi toda posibilidad de seguir hacia otros campamentos del Levante desde donde, con más facilidad, se podía llegar a la costa y tomar rumbo a Barcelona para intentar atravesar la Junquera , en caso recibir la orden de abandono de la lucha y la evacuación a Francia.
Cuando tuvimos claro que la mejor solución era huir a Francia, planeamos nuestras etapas sobre un mapa de carreteras que guardaba Fabrice y pensamos que en quince o veinte días estaríamos en la frontera. ¡Tardamos dos meses en llegar a Huesca! Cruzamos el amplio valle del Ebro demasiado lentos, en ocasiones permanecíamos días e incluso una semana en el mismo refugio. Una caseta de monte, una paridera de invierno o cualquier entrada de cueva nos servía de pensión eventual. Caminábamos sin un rumbo claramente fijo, casi siempre de noche, aunque sin bajar la guardia, evitando los contactos con personas que pudiesen denunciar nuestro avance y, en un territorio tan abierto y llano, fueran capaces de darnos caza fácilmente. Buscábamos fuentes, huertas cercanas y algún corral donde los pastores encerraran ovejas. Intentábamos requisar sólo lo imprescindible para nuestra supervivencia, dejando el mínimo rastro de nuestra presencia. Fructuoso conocía muy bien el campo, las plantas silvestres que se pueden y no se pueden comer, él siempre había sido pastor, sabía poner lazos en las conejeras, escoger las camarrojas y los husillos en los rastrojos, degollar y despellejar una oveja sin derramar una sola gota de sangre al suelo, no desperdiciaba nada más que los despojos, era capaz de encender un fuego sin que provocase prácticamente nada de humo. Con él estábamos bien camuflados.
En un principio pensamos avanzar paralelos al ferrocarril “Central de Aragón”, pero al llegar a Calamocha observamos que desde el amanecer había mucho movimiento de camiones militares, tanto en la carretera como en la estación, y dedujimos que todo aquello era parte del aparato que se había puesto en marcha para la operación de aniquilamiento contra el Maquis. Desde cierta distancia comprendimos que era demasiado arriesgado cruzar aquella carretera y seguir paralelos al ferrocarril que llevaba a Canfranc, por lo que decidimos cambiar de rumbo y continuar pegados a los sotos fluviales del Jiloca, pasando por las cercanías de Daroca para enlazar con el valle del Jalón cuando nos acercásemos a Calatayud.
A los cuarenta días de marcha el cansancio y la desesperanza empezaban a hacer mella en los cuatro miembros que formábamos esta partida de huidos, pero tres semanas más tarde al conseguir rebasar la ciudad de Huesca los ánimos empezaron a cambiar. Estábamos mucho más cerca de la frontera, nos quedaba algo menos de la cuarta parte de lo que habíamos recorrido, y aunque correspondía a las etapas más duras en cuanto desnivel y a las características agrestes del terreno, bien era cierto que se trataba de una de las zonas más despobladas y que mayor refugio visual nos ofrecía. Pero para entonces ocurrió un hecho extraordinario, algo no corriente en este tipo de huidas.
Una mañana soleada de febrero mientras nos disponíamos a descansar y reponer fuerzas después de una larga noche caminando sin descanso desde Cuarte y tras haber conseguido un delicioso pan recién hecho en el Horno de Santa Eulalia La Mayor , Fabrice, que adoptó el apodo de un camarada belga muerto en la batalla de Belchite, se disponía a tumbarse al sol bajo una carrasca cuando me dijo sin apartar la vista del suelo:
-Mira Nicolai, ya hay moscas y todavía estamos en febrero-
Me acerqué con sigilo para comprobar lo que decía y evitar que emprendieran vuelo aquellos insectos.
-Son de color rojizo y más alargadas que las del verano- continuó –fíjate, hay por lo menos siete u ocho subidas en esas tres piedras y no se espantan-.
Fructuoso se acercó también muy despacio y al cabo del rato murmuró: -Son moscas truferas-.
Todos lo miramos con asombro por lo que se vio presionado a explicar lo que se sabía sobre el tema. Su padre había pasado toda la vida en el Maestrazgo turolense hasta que lo fusilaron unos falangistas allá por el verano del 1936 por haber sido alcalde cenetista de la república.
-Mi padre siempre contaba que en los días soleados de invierno las moscas volaban sobre la tierra pelada de los truferos cuando había una trufa madura debajo. Decía que tenían mejor olfato que los perros. Pero luego, en la batalla de Teruel, tuve ocasión de comprobarlo yo mismo cuando cavábamos las trincheras bajo unas carrascas del Puerto Escandón, pues encontramos algunas al comenzar la zanja, Pierre, un brigadista francés del sur me contó que esos hongos, las trufas o truffe como decía él, en Francia se cotizaban muchísimo-.
- Fructuoso ¿Quieres decir que si yo ahora me pongo aquí a excavar voy a encontrar una de esas trufas?, dijo Fabrice con tono de escepticismo-.
Fructuoso se arrodilló frente a las moscas y comenzó a olisquear el suelo como si fuese un sabueso. Ante el gran asombro del resto, se detuvo y dijo -Aquí está- señalando con el dedo índice en un punto concreto de círculo quemado. -Déjame un machete o tu cuchara Fabrice, da igual una herramienta que otra-.
Fabrice sacó del bolsillo lateral de su macuto una cuchara sopera y se la entregó con recelo a Fructuoso, sin comprender muy bien en qué iba a consistir aquel extraño experimento.
Comenzó entonces a escarbar la tierra con la cuchara haciendo un pequeño pozo en el trufero, de tal forma, que de vez en cuando parte de la tierra que extraía la llevaba hasta su nariz, para seguir ahondando por el sitio donde más intenso era el olor. Al poco se detuvo, puesto que aparecieron otro tipo de insectos diminutos, pero también rojizos y con forma de escarabajo, entonces le dio la vuelta a la cuchara y empezó a rodear, con el extremo opuesto del mango, un bulto negruzco que estaba empezando a vislumbrarse en el fondo del pocillo. En efecto, sacó de la tierra un tubérculo muy aromático del tamaño de un huevo de gallina, cosa que todos atribuimos a un truco de magia y brujería. Desprendió parte de la tierra que tenía adherida y nos la dio a oler a todos.
–Esto es una trufa- .
Su olor era intenso y dulce, penetrante como la tierra húmeda.
Por la cara de satisfacción que puso, parecía que fuese la primera que encontraba en su vida. Por supuesto que ninguno nos conformamos con encontrar solamente aquella. Aquel solano estaba repleto de carrascas y en muchas de ellas había un círculo quemado bajo sus ramas. Al poco Fabrice dijo, -Aquí hay más moscas. ¡Pásame la cuchara!-
-Y aquí- gritó Bucardo.
Yo fui el más tardío en encontrarlas, pero aquella mañana se nos olvidó el sueño y la necesidad de descansar. Capturamos un saquillo de no menos de cinco kilos de aquellos preciados hongos.
A los cuatro días estábamos en Gavarnie. Elegimos la ruta del puerto de Bujaruelo porque Bucardo, altoaragonés de nacimiento, sabía que era uno de los valles menos transitados y vigilados del pirineo. Y lo cierto es que en las frías noches estrelladas de febrero no se veía ni un alma por aquel sendero nevado.
En la primera taberna que paramos preguntamos por alguien que comprase trufas, y el propio tabernero se interesó en verlas. No ofreció dos mil quinientos francos antiguos por kilo, y aunque probablemente era un precio mucho más bajo del de mercado, a nosotros nos pareció una fortuna, acostumbrados a la miseria franquista y a sus cartillas de racionamiento, tanto fue así que no nos atrevimos ni siquiera a regatear. La suma, recuerdo perfectamente, ascendió a trece mil setecientos cincuenta francos que al cambio hubieran correspondido a unas dos mil pesetas. Tanto el garçon como nosotros quedamos plenamente satisfechos. Nos tomamos una semana de descanso a todo lujo, pero al noveno día ya estábamos pensando el volver. A pesar del peligro que podía entrañar dicha aventura, no queríamos dejar escapar aquel tesoro y que cayera en manos de otros o que se desperdiciara.
Pensamos en cambiarnos nuestros nombres por miedo a que nuevos chivatazos pudiesen relacionarnos con nuestra pertenencia a la guerrilla o a que nuestros antiguos camaradas contactasen con nosotros y nos acusaran de desertores. Ya teníamos un comprador de trufas y una patrona en el primer pueblo al otro lado de la frontera y no iba a ser fácil estar utilizando dos identidades diferentes sin equivocarnos.
Así que a primeros de marzo de 1948 desandamos los pasos de nuestro exilio para introducirnos de nuevo en la provincia de Huesca. A partir de entonces, cada mes desde noviembre hasta junio hicimos un viaje de ida y vuelta a “nuestra” España cargados con sacos de trufas que vendíamos en el país vecino. Nocito por el cuello de Baíl, La Guarguera , Arruaba, Ceresola, Orús, Fanlillo, Bergua, Broto, Torla, el puente sobre la Garganta de los Navarros, San Nicolás de Bujaruelo y Garvarnie formaron parte de nuestro repetido recorrido. Al tercer viaje decidimos esconder las armas en un refugio que habíamos localizado al pie de un acantilado en los estrechos del río, aquel viaje la carga era tan pesada que el armamento solo nos iba a traer problemas. Los veranos los pasábamos generalmente en el lado francés trabajando en la madera, pero pronto nos dimos cuenta de que no era necesario tanto dinero para sobrevivir. Todos nos llamaban los truferos o truffière, tanto en Nocito, como en Gavarnie y se empezaban a disipar las dudas sobre nuestra condición de guerrilleros, pero aunque sólo tomamos ligero contacto con la población oscense no podíamos despistarnos, si la Guardia Civil hubiera sospechado de nosotros habríamos sucumbido ante las fauces del franquismo, los fusilamientos de guerrilleros o huidos capturados fueron inapelables hasta 1965, no querían dejar rastro sobre nosotros, por eso tuvimos siempre muy presente que nuestras entradas a España fueron en todo momento operaciones de alto riesgo.
Lo bueno era que ya no vivíamos asaltando corrales ni huertas. Bucardo bajaba a Santa Eulalia La Mayor a comprar el pan y la sal y en Nocito un amble pastor nos vendía huevos, carne y hortalizas.
Pero como siempre el dictador volvió a truncarnos las intenciones de llevar una vida tranquila, lo hizo aplastando nuestra república, expulsándonos del monte en la posguerra y ahora quería inundar nuestro pequeño paraíso.
-Quizá venga él mismo a inaugurarlo-.
-Quizá haga lo mismo que hace ocho años en Yesa. Sin estar terminada la instalación, pulsó el botón de apertura de compuertas del canal de Bardenas y para hacerle creer que todo funcionaba correctamente cuatro obreros tuvieron que abrirlas a mano.
La idea de que Franco pudiese venir en persona a inaugurar esta presa no paraba de rondarnos la cabeza. Todo se iba a llenar de guardias civiles meses antes de su llegada. Los asesinos acostumbran a no fiarse nunca porque conocen el refrán “el que a hierro mata a hierro termina” y el dictador montaba siempre una protección desmesurada en todos los lugares a los que viajaba, con un despliegue de fuerzas que multiplica por mil al del número de enemigos potenciales activos que tenía.
Se barajó la idea de volarlo con dinamita el día de la inauguración. ¡Ya lo creo que todos soñamos con hacerlo estallar en mil pedazos reventando la presa! Pero conseguir dinamita suficiente para eso era muy complicado, después de que hace años desmantelaran y apresarán en las minas de Teruel a todos nuestros enlaces.
Lo cierto era que las excusas las teníamos antes pensadas que cualquier idea de atentado. Le teníamos mucho miedo, nos había estado persiguiendo y masacrando durante demasiado tiempo. Pero teníamos una oportunidad única para cambiar el curso de la historia, para vengarnos de tanto sufrimiento causado, de tanto exilio, de tanta miseria provocada.
-Nicolai, tú fuiste francotirador durante la toma de París-
-No empieces por ahí Bucardo, no tengo el rifle, ni la mira, ni unas ruinas desde donde no me vean sus merodeadores-.
Pero en realidad esta parte de la sierra de Guara reunía unas condiciones inmejorables para esconderse sobre el estrecho donde iba proyectada la presa. La rodeaban altos peñones de roca con muchas panzas y oquedades, y aunque la fuga no fuese fácil conocíamos como nadie todas las chimeneas y pasillos ocultos que conducían a la cima de los mallos de Ligüerre y su conexión con el sendero de Nocito.
Puse muchas pegas al plan de Bucardo, pero aquella noche no pude dormir, maquinando como podría ser el golpe. Es cierto que Franco, por su avanzada edad ya tenía designados a sus sucesores. Tenía todo muy bien atado para que su régimen no muriera con él, pero si matábamos al perro, aunque la rabia no muriese por completo, se quedaría acorralada en su entorno y el resto pediría un cambio. Bucardo no hacía nada más que recordármelo.
-Te convertirás en un héroe Nicolai-.
La temporada de 1967 se terminó como casi todos los años con la de la trufa de verano. A finales de junio nos instalábamos en Francia, hasta el otoño siguiente, pero esta vez teníamos un mal presentimiento, cuando regresáramos las máquinas ya habrían empezado a construir las carreteras de acceso y nuestra libertad estaría condicionada por la posible vigilancia de la construcción. Bucardo, antes de marchar, pasaba dos o tres días en Huesca comprando provisiones para el viaje, todos sospechábamos que tenía algo con Isabel, la panadera de Santa Eulalia La Mayor.
El 2 de febrero de 1971 cerraban el túnel de desviación del río y a partir de aquel momento el Guatizalema dejaba de ser un curso libre y salvaje. Las aguas tardarían unos meses en volver a correr presa abajo hasta que se abriese por primera vez la compuerta. La retención del agua había comenzado y la inundación solo era cuestión de tiempo.
Nosotros seguíamos con nuestro negocio aunque hubiese obreros en la construcción de la enorme muralla que obstruía el curso fluvial. Salíamos al monte con más cautela que hasta entonces, pero no llegamos a tener ningún percance.
Bucardo se había encargado personalmente de conseguirme un Dragunov ruso de 1963 con mira telescópica PSO, una joya armamentística capaz de quitarle la gorra a un general a más de trescientos metros de distancia. Un moderno fusil que ya me hubiera gustado tener en aquel Paris de agosto del 44 contra los alemanes nazis.
Me lo trajo en su funda original, nunca me dijo como lo consiguió, pero estaba empeñado en que lo hiciese y convencido de que yo conservaba todavía el mismo pulso que en mi juventud.
Las primeras truferas se perdieron en cuestión de semanas, el agua en su lento ascender absorbía todo lo que encontraba a su paso, las copas de los árboles se despedían lentamente mientras nosotros mirábamos pasmados y entristecidos aquella catástrofe provocada por el hombre. Los mejores pozos de trucha habían sido engullidos por las fauces del abismo acuoso que crecía imparable.
El 25 de abril el agua llegó a nuestro campamento, ya teníamos todo evacuado pero nos dio mucha rabia ver con impotencia como desaparecía el que había sido nuestro hogar de invierno durante veintitrés años.
Lleno de irá juré que le mataría y a Bucardo le tornó la tristeza en una sonrisa de esperanza. Fabrice y Fructuoso también me apoyaron calurosamente.
En pocos días encontramos el lugar perfecto. Un pequeño abrigo colgado, cobijado entre arbustos a 60 metros sobre la barrera de hormigón que serviría de tribuna para que Franco repitiera con languidez –Queda inaugurado este pantano-.
El acceso era muy complicado. Varias repisas estrechas expuestas al vacío conducían a este apostadero desde la parte posterior de las, ya abandonadas, casas de los obreros.
Bucardo seguía bajando a Huesca y nosotros ya no cazábamos trufas puesto que el carrascal se había reducido a menos de un tercio y seguía menguando. Nos traía noticias de cuándo iba a ser la inauguración, pero en los periódicos no se decía la fecha concreta, sólo que las obras estaban terminadas y la puesta en marcha era inminente. El caudillo ocultaba sus movimientos a la prensa por miedo a los posibles atentados, aunque después hiciera amplió eco de sus intervenciones y no dejara de repetirlo en todos los cines españoles a través del NO-DO.
-Lo cazaremos aunque se esconda, ¡aquí no tiene escapatoria!- era la consigna que nos repetíamos constantemente.
Todo estuvo preparado para el día 15 de junio y estaba previsto que el miércoles 16 se realizase la puesta en marcha de la presa. Yo había estado practicando el tiro durante más de veinte amaneceres contra trozos de tela colocados en lo alto de las sabinas y contra latas vacías posadas encima de los peñascos. La verdad es que no vimos excesivo movimiento de fuerzas en los días anteriores, excepto varias parejas de Guardia Civil que venían a inspeccionar la zona. No podían verme, ya que la espesura de boj me camuflaba por completo. Varias veces los tuve a tiro, pero me reservaba para el dictador, toda mi ira era para él.
La tarde anterior al día de la inauguración hubo varios obreros revisando todos los dispositivos, realizando inspecciones y ajustes de última hora, no podían volver a fallar delante del caudillo.
Yo tenía mi rifle perfectamente calibrado. El trípode había sido amarrado a la roca con pernos de hierro y en los últimos veinticinco disparos no había fallado ni uno. El amanecer del fatídico día fue el más acelerado de toda mi vida, sobre mi pesaba una de las mayores responsabilidades de la Historia de España y poníamos en peligro todas nuestras vidas de nuevo. Si no conseguíamos fugarnos en un tiempo mínimo evitando los numerosos controles policiales que iban a colocarse en los todos los pasos pirenaicos, jamás saldríamos con vida de allí.
Bucardo, Fabrice y Fructuoso partieron al despuntar el alba, era más fácil así. A punto de despedirme de ellos, apareció por la carretera de la presa una mujer de mediana edad, yo ya estaba apostado en mi nicho con todo lo necesario para no fallar. Observé por el visor del fusil su decidido caminar hacia la presa buscando con la mirada en las rocas de los mallos que le rodeaban. Yo la seguía, no para dispararle claro, si no para ver quién era y que quería encontrar en nuestro pantano. Se plantó en el centro de la presa. Era Isabel la panadera de Santa Eulalia. Bucardo asombrado se dio la vuelta en medio de la repisa, pero Fabrice y Fructuoso le sujetaron del brazo indicándole que guardara silencio. Había venido a buscarle para que no se fuera, pero Bucardo tenía el destino encaminado a seguir huyendo.
Le ví mirar fíjamente a Isabel y por sus mejillas comenzaron a resbalar lágrimas de amor. Isabel se sentó con la espalda apoyada en una pared de la presa y puso su cabeza entre las rodillas para llorar en silencio. Estuvo así por espacio de media hora. Algo en el rostro de esa mujer presagiaba que todo nos iba a salir mal y que Bucardo acabaría muerto. Pero habíamos tomado una firme decisión.
Isabel se incorporó y con paso lento se fue por donde había venido, Bucardo cada veinte pasos se detenía a observarla desde las alturas y Fabrice le tiraba del brazo para que avanzara.
Los primeros coches llegaron a eso de las 9:30 minutos de la mañana, los escoltaban un Land Rover de la Guardia Civil y dos motos. Descendieron de ellos unos operarios con mono azul y de otro coche un hombre trajeado. Rápidamente enfoqué el visor hacia él para ver si lo reconocía. Era el comisario de aguas de la Confederación Hidrográfica del Ebro, que días atrás había salido en la portada del Nueva España anunciando la puesta en marcha del abastecimiento de agua potable de la ciudad de Huesca. En cualquier momento iba a llegar toda la comitiva de Franco para organizar el protocolo. Cuando llegase el coche presidencial, yo tenía que esperar todo lo relajado que pudiese, pues estaba casi temblando, no podía precipitarme, era preciso conseguir que el objetivo se colocase a tiro sin ningún escolta de por medio, a ser posible en el centro de la presa donde el dictador nunca culminaría el acto oficial sin un tiro en la frente.
Tardaban mucho y cambié de postura. Me senté con la espalda apoyada en el acantilado, sin dejar de observar al personal que se movía de un lado a otro abriendo puertas y bajando por las escaleras de caracol que conducían hacia las compuertas de la tubería de abastecimiento. A eso de las doce de mediodía todavía no había aparecido nadie más y los operarios ya estaban abriendo las compuertas. Salieron por las escaleras y uno a uno fueron dando un fuerte apretón de manos al comisario de aguas, cerraron con llave todas las puertas y subiendo a sus coches se alejaron. Un tremendo silencio se hizo eco en todo el valle. Tan solo el suave bramar del agua río abajo llegaba hasta mí. Yo no cabía en mi asombro, el sol me daba de lleno y quise desmayarme. La presa estaba en marcha y únicamente había venido a inaugurarla un triste comisario de aguas, con un invitado especial que era yo, preparado como si fuese a matar al mismísimo diablo. Cuando caí en la cuenta de que Franco no iba a venir, mi cólera fue mayúscula, me levanté y grité con fuerza maldiciendo a su madre y a las de todos sus secuaces. Efectué tres disparos contra las nuevas farolas que recientemente habían plantado y me senté a llorar abatido.
Por enésima vez habíamos perdido la guerra, antes, durante y después de cada batalla.
De vez en cuando vuelvo a subir a la frontera, a asomarme a mirar a este país que nos robaron y que no sabemos si un día nos devolverán, nadie sabe lo que pasará ni lo que hubiera ocurrido si hubiésemos ganado, pero lo cierto es que no deja de asombrarme la capacidad humana para desear con tanta saña la muerte de otros y el ansia por perseguirlos hasta la extenuación. Quizá la solución estuvo en no odiar a los que nos odiaron y aún no hemos aprendido a tragar con esto. Mi mirada melancólica hacia el sur me trae sentimientos contrapuestos, nostalgia, rabia mezclada quizá, pero también un amor no correspondido a la que un día fue mi patria, a la que mató al maestro de mi escuela que también era mi padre.
Bucardo ha vuelto con Isabel a Santa Eulalia, de vez en cuando escribe, dice que están muy felices aunque tenga que permanecer oculto en la panadería.
Fabrice, Fructuoso y yo ya no hemos vuelto a esta extraña España a la que no sabemos si pertenecemos siquiera. Estamos ya, cansados de huir.
Puerto de Bujaruelo, 29 de mayo de 1972
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