jueves, 24 de marzo de 2011

EL ESTRECHO

(2º premio del VII concurso de relato corto  Cuencas Mineras)              
                 La noche del 21 de julio de 2009 Wilmar y Sara dormían tranquilos en su nueva casa de turismo activo “El Estrecho”. Sara, llena de plenitud, cansancio y gozo, se había quedado profundamente dormida, abrazada a su pecho, después de haberse amado. Willy, sin embargo, todavía permanecía despierto. Tenía los ojos muy abiertos y la mirada clavada en el techo. Se sentía pletórico saboreando esos bellos momentos de la vida en que la culminación de un gran proyecto sabe al triunfo de la victoria.
Miró amorosamente la cara angelical de Sara y le susurró un “te quiero” besándola suavemente en los labios. Luego, volvió su mirada al techo abuhardillado de madera y con la nuca apoyada en sus manos empezó a repasar los intensos acontecimientos de los últimos meses.

La masada de “El Estrecho” había sido una de esas grandes casas de campo con una extensión de terreno lo suficientemente extensa, como para constituir una unidad económico-familiar sólida, fuerte e independiente. El éxodo rural de la segunda mitad del siglo XX y las noticias de que en las ciudades las condiciones de vida eran aparentemente más favorables, había propiciado que otras masadas cercanas se fuesen abandonando poco a poco, pero “El Estrecho” siguió habitado hasta bien entrados los años ochenta. El tío Custodio, su anterior dueño, vivió allí hasta el final de sus días.
 En los primeros años del siglo XXI la finca fue absorbida por la ampliación de un polígono ganadero promovido por el ayuntamiento de la localidad, pero desde entonces ya nadie se había hecho cargo del mantenimiento de la casa y el estado de conservación, conducente hacia la ruina, era sólo cuestión de tiempo.
Aquel maravilloso entorno había fascinado a Wilmar desde niño. La masada estaba rodeada por un magnífico paisaje de fondo flanqueado de montañas con extensos pinares, fuentes y un bonito tramo del río Guadalope que bañaba sus linderos. Las laderas del Galabardal, mágica montaña con silueta de volcán, se levantaban al sur coronadas de altos acantilados de roca desde los que se dejaban caer los buitres para surcar, durante horas, los nítidos cielos azules planeando majestuosamente sin apenas mover sus alas. Hacia poniente el Guadalope se asomaba por las puertas del barranco de La Tosca tras haber atravesado montañas rocosas en las que había conseguido esculpir un gran cañón, a través del cual, las aguas se precipitaban por cascadas para luego reposar en largas badinas y profundas pozas abrigadas por paredes y pasillos estrechos de más de doscientos metros de altura. Hacia el Norte, la Muela Cerra poblada de extensos y frondosos pinares, había servido años atrás para que Willy aprendiera de su abuelo cómo recolectar rebollones, setas y otros preciados hongos de los otoños lluviosos. El valle, aguas abajo, se cerraba hacia el Este perdiéndose al atravesar los altos estratos verticales de Bocainfierno, frontera natural infranqueable para el paso humano.

Willy no soportaba ver el abandono y la destrucción de la que, desde niño, había considerado una masada-paraíso.
Él y Sara fueron los que forzaron al Ayuntamiento para que sacasen la casa a la venta, denunciando un estado ruinoso que avanzaba sin parar, presionando para que alguien se pudiese encargar de la recuperación y la restauración del edificio, emblema e insignia de las masadas maestracenses, solucionando así también el peligro que comportaba, para los viandantes curiosos, el fácil acceso que tenía desde la misma carretera.
Una vez adquirida, tras la puja del proceso de subasta, habían hecho todo lo posible por que su proyecto saliese adelante. Un año ajetreado de permisos, reformas, petición de subvenciones y solicitudes los había dejado agotados, pero satisfechos de haber podido terminar antes del verano.
Hijo de apicultores y ganaderos, Willy amaba los animales y la naturaleza y consideraba que con la adquisición de aquella masada podría ver su gran sueño cumplido. Por fin se había hecho realidad y lo más importante era que podía compartirlo con Sara, el gran amor de su vida, que ahora permanecía a su lado abrazándole. Ambos se conocieron como alumnos en la Escuela de Guías de Montaña y disfrutaban mostrando a los demás los tesoros ocultos de paisajes perdidos, agrestes, escarpados…. lugares mágicos, rincones que ellos denominaban “paraísos naturales”.  
Hacía muy pocos días que habían inaugurado el Centro de turismo activo. Los componentes del primer grupo de alemanes habían quedado ampliamente satisfechos a pesar de los calores aterradores del verano y del bochorno de aquella tarde porque en las frías aguas del cañón de La Tosca todos se habían refrescado contemplando un maravilloso paisaje de primera magnitud. Observaba de reojo el rostro dormido de Sara y se sentía feliz. Estaba muy orgulloso de ella. Se emocionaba al recordar como había conseguido animar y convencer a todos para saltar en la última cascada. Él en cambio, aunque había realizado decenas de veces este recorrido, todavía seguía sintiendo esa eufórica y contradictoria sensación de nerviosismo seguido de relajación al emerger de la estrepitosa zambullida tras el imponente salto.
Sara siempre iba delante con los más atrevidos y Willy se quedaba atrás para animar a los rezagados y cerrar el grupo. Le gustaba llevar allí a cualquiera que lo desconociera, todos salían impresionados de aquel maravilloso lugar.
La agenda de esa semana estaba repleta, por la mañana partirían a caballo con una familia madrileña hacia la muela del Galabardal y por la tarde visitarían las gorgas de Bocainfierno.
Mientras pensaba en todo esto, soñando e imaginando despierto como atender y por donde llevar a los siguientes grupos, su respiración se aceleraba profunda y su corazón palpitaba de emoción, puesto que en tan sólo una semana habían desaparecido los temores ante la falta de aceptación a este tipo de actividades en una zona tan apartada y solitaria, pero ahora el debut estaba siendo muy exitoso y se auguraba un futuro muy esperanzador. Se habían metido de lleno con este proyecto, habían empeñando todos sus recursos, pero por suerte el tremendo esfuerzo estaba mereciendo la pena y se podría decir que todo marchaba a la perfección.

A punto de empezar a delirar con sus pensamientos, mezclados ya con las primeras extravagancias del sueño y la pérdida paulatina de consciencia que trae consigo, oyó un fuerte trueno que lo volvió a desvelar. Antes de que pasara un minuto un nuevo gran relámpago iluminó toda la habitación y casi al mismo tiempo otro gran trueno consiguió despertar también a Sara.
-¿Qué ha sido eso?- preguntó asustada.
-Se está acercando una tormenta, duerme tranquila voy a consultar la meteorología-
Willy se levantó hasta el escritorio para abrir su ordenador portátil. Conectó su módem y pulsó al botón de encendido. De repente todo volvió a iluminarse y de nuevo otro gran estruendo cercano se escuchó.
Willy se acercó al balcón y observó la oscura noche a través de los cristales, parecía que no llovía, pero se dejaba oír el fuerte batir de las hojas y las ramas de los árboles zarandeados por el viento.
Volvió preocupado hacia su ordenador para ver las previsiones de la agencia estatal de meteorología, no deseaba tener que suspender la actividad del día siguiente y a pesar del mal tiempo que se avecinaba por el norte, la web daba, para el miércoles veintidós, altas temperaturas y fuertes vientos del sur.
                Orgulloso volvió a visitar la página de “El Estrecho” que hacía tan solo una semana había colgado. Observó de nuevo las numerosas fotos que tanto les costó elegir de entre los lugares más bonitos y emblemáticos de la zona, leyó todos los textos y comprobó todos los enlaces buscando posibles errores no detectados anteriormente. Todo estaba perfecto. Apagó el ordenador y bajo a la nevera para beber agua fresca. Salió al porche de la entrada y se tomó un refresco de hidromiel con hielo sentado en la hamaca. Mientras recordaba con ternura el hogar materno a través del dulce sabor del licor que su padre fermentaba mezclando con esmero y en proporciones exactas agua y rica miel en barricas de castaño, se dejaba mecer por el viento racheado y cálido que venía de la tormenta. Algunos rayos iluminaban las nubes como si por un instante se hiciese de día, otros caían al suelo dejando su estela astillada como si  se rasgase una fotografía.
                Al punto de abandonar el porche, dejando atrás una desapacible pero espectacular noche de ramificaciones eléctricas, observó un leve resplandor anaranjado al otro lado de la colina. Se quedó mirando fijamente y vio centellear aquella extraña luz. Subió rápidamente a la buhardilla para ampliar su campo de visión y con la ayuda de la luz de otro relámpago comprobó que era humo lo que rodeaba aquel foco.
                Entró en la habitación para coger su teléfono móvil.
-¿Qué ocurre Willy?- preguntó Sara somnolienta.
-Creo que se ha originado un incendio en la Muela Cerra voy a avisar a emergencias-
Sara se incorporó asustada y esperó a que terminara la comunicación telefónica.
Plantado frente al mapa topográfico, que de la pared tenía colgado, Willy intentaba describir con precisión el lugar exacto de donde había visto salir el resplandor.
-Enseguida pasamos el aviso a Medio Ambiente -se oyó a través del auricular.
-¿Qué te han dicho Willy?-
-Van a enviar una patrulla del retén forestal, ven a la puerta, verás donde está el incendio-.
En aquel momento el fuego había alcanzado mayores proporciones avivado por los vientos racheados de la tormenta seca y ya se veían altas llamas inclinadas avanzando sobre las copas de los pinos más altos.
Volvieron a llamar de nuevo a emergencias para informar sobre la rapidez de las llamas. Avisaron también a la Guardia Civil, la cual había sido ya alertada e inmediatamente partía hacia allí desde el cuartel de Aliaga con un coche patrulla.
Apresuradamente comenzaron a preparar mangueras, cubos, azadas y cualquier herramienta que pudiera servir para sofocar el fuego, pero a cada momento que volvían su mirada hacia el resplandor, éste había aumentado de tamaño. El foco crecía en varias direcciones como un gran abanico que comienza a abrirse lentamente.
Cincuenta minutos más tarde la patrulla de la Guardia Civil bajaba por la carretera, y aunque las llamas se habían propagado por gran parte del pinar que tenían enfrente, Wilmar y Sara, nerviosos y asustados como estaban, respiraron aliviados.
-Ya empiezan a llegar. Pronto tendremos camiones autobomba y los retenes forestales sofocándolo- auguró Willy intentando tranquilizar la situación.
Las primeras palabras del Sargento al bajar del coche fueron:
-Buenas noches, tienen que desalojar la casa, van a ser evacuados-
La cara de desconcierto de Willy y Sara no les permitía reaccionar.
-No podemos abandonar la casa. ¿Y si se quema? -replicó Sara en forma de protesta.
-Preferimos quedarnos a ayudar y defender nuestro terreno, podemos ser más útiles aquí-.
El Sargento de la Guardia Civil no dio tregua a su insistencia e hizo un llamamiento a la autoridad:
-Traemos orden de evacuarlos, no podemos dejar que se queden, las personas son más importantes que los bienes, no podemos arriesgar ninguna vida-.
-No me parece buena idea - espetó Willy.
-Les repito que no pueden quedarse aquí, tenemos orden de evacuarlos-.
-No nos vamos a ir, tenemos que defender nuestra casa-.
-Deben venir, será mejor por las buenas-.
-¿Por qué no han traído medios para sofocar el incendio? Mientras discutimos el fuego avanza y se hace más grande, ya podríamos estar controlando su avance-.
-La extinción del incendio corresponde a los profesionales, no a la población civil. Ellos están preparados-.
-Ellos están preparados, pero no vienen- contestó Willy airado.
Permanecieron los cuatro mirándose plantados, sin dar el brazo a torcer, mientras el fuego avanzaba peligrosamente hacia allí.
Los guardias volvieron a insistir en que debían irse, pero Willy y Sara no hacían sino señalar su casa y al fuego con ánimo de retroceder hacia ella y ponerse manos a la obra para atacarlo.
El Sargento empezó a perder la paciencia y antes de que la discusión pasara a mayores decidió poner fin al asunto. Dio un paso hacia Willy y cogiéndole de un brazo intentó conducirlo hacia el coche patrulla:
-¡Venga no podemos perder más tiempo hagan el favor de subir al coche!-
Al mismo tiempo, el Cabo que acompañaba al Sargento también cogió del brazo a Sara.
Los forcejeos y los gritos de la tensa situación se incrementaban a cada segundo.
Los dos jóvenes intentaban zafarse ante la fuerza de los fornidos agentes. Por fin, Willy empujó hacia delante al guardia y en un fuerte tirón se deshizo del él.
-¡Suelte a Sara, cobarde! ¡Déjenos defender lo nuestro!- gritó después al otro agente.
El sargento ayudó al Cabo, ya que éste tenía serias dificultades para meter en el coche a Sara. Willy, que veía como no atendían a sus amenazas e insultos, se lanzó a la carga contra ellos, pero el Sargento, que lo vio de reojo, le empujó con tal violencia al llegar a su altura, que dio con él en suelo cayendo de espaldas.
Mientras se reponía para volver a la carga, los agentes ya habían metido en el coche a Sara que gritaba malhumorada a través de los cristales, y ahora se disponían a atrapar y llevarse por la fuerza también a Willy. Él intentó llegar al coche por el otro lado, para rescatar a Sara, pero los guardias la custodiaban bien y además intentaban darle caza, si lo cogían estaba perdido, así que en el primer lance del Cabo, Willy, más ágil que él, dio un salto hacia atrás y corrió hacia la casa. No podían cogerlo y él no podía rescatar a Sara. Así que a una distancia prudencial intentó negociar para que entraran en razón y comenzó a pedir que la soltaran, a suplicar que pidieran refuerzos por la radio mientras todos ellos intentaban detener el fuego.
Más de media hora estuvieron discutiendo a diez metros de distancia. A cada paso que avanzaban los guardias, Willy retrocedía otro, pero no se apartaban de ella que intentaba por todos los medios y sin éxito escaparse del coche patrulla.
Mientras tanto, las llamas no habían parado en su avance y estaban alcanzando el rastrojo que separaba la carretera del pinar, el viento era muy fuerte y soplaba en dirección a la casa. En pocos minutos atravesaría la hierba seca y llegaría hasta los linderos  y cunetas de la carretera.
Los Guardias empezaron a dar por imposible la evacuación de Willy que no cesaba en sus súplicas ni tenía la menor intención de entregarse. Así que decidieron salir de allí antes de quedarse atrapados.
Mientras subían al coche, Sara gritaba desconsolada exigiendo que la liberasen y suplicaba que por nada del mundo dejasen solo a Willy.
El coche arrancó. Willy, desesperado, corrió tras él para intentar detenerlo y conseguir liberar a Sara. Cuando comprendió que se le escapaba, intentó obligarles a detenerse lanzando una piedra con rabia para que impactase en los cristales, pero el imparable vehículo policial al que apuntaba se perdió, instantes después, tras un flanco de llamas que tapaba ya, media carretera.
Desconsolado y nervioso comenzó a sacar los caballos del establo y los soltó en los yermos de abajo camino del río. Acto seguido, extendió una larga manguera alrededor de la casa, la conectó a la toma más cercana y comenzó a regar los alrededores del edificio. El humo empezaba a ser intenso y las laderas colindantes parecían un infierno. El frente principal avanzaba con rapidez, las altísimas llamas corrían por encima de las copas de los pinos enganchándose unas a otras. Por detrás quedaban focos incandescentes en lo que ya se había quemado. Willy se colocó un gran pañuelo mojado alrededor del cuello que le tapaba la nariz y la boca y siguió regando intensamente creando un cerco de no menos de cinco metros alrededor de la casa. Cuando las llamas superficiales que consumían la hierba seca llegaron a lo mojado se detuvieron y Willy presintió que podría salvarla.
Seguía regando y apagando los límites del cerco cuando empezó a escuchar pequeñas explosiones. Se volvió atrás y pudo comprobar como las piñas estallaban y salían volando incandescentes desde las copas de las coníferas hasta el suelo a varias decenas de metros, algunas llegaban incluso a chocar contra las paredes de la casa. El cielo estaba lleno de pavesas que caían incesantes empujadas por el viento como en un castillo de fuegos de artificio. Willy corría de un lado a otro, intentando desaforadamente echarles agua a todas y apagar los múltiples focos que se iniciaban en la hierba seca. Pero por desgracia hubo algunas que saltaron por encima de la casa hasta el corral y él solo no podía extinguir todos los focos ni atender todos los frentes, uno de los cuales por desgracia había prendido la pila de paja en los establos. Willy aterrado vio el resplandor de las llamas detrás del muro y bajó corriendo. Mientras desplegaba de nuevo la manguera para dirigirla a sus establos el fuego se había extendido por toda la paja y comenzaba a prender la madera de las vigas y los travesaños del cobertizo, que él mismo había barnizado, semanas atrás, con aceite de linaza.


En el cuartel, Sara había dejado de forcejear e insultar a los agentes y ahora lloraba sentada en un rincón del sofá dentro del cuarto donde la tenían encerrada. Al fondo de la sala un viejo televisor emitía una antigua película en blanco y negro con interminables intermedios sobre tele-promociones de aparatos para cuidar la línea.
A las siete de la mañana comenzaron las noticias de la cadena autonómica y Sara, al escuchar -“Declarado un incendio en el término municipal de Aliaga”-, salió del sopor en el que había entrado durante las últimas horas de la noche. Retiró la manta que la cubría y se incorporó para permanecer muy atenta a cualquier dato que pudiesen facilitar sobre Willy o El Estrecho, pero cuando dieron las primeras imágenes en directo, sólo se pudo ver al Director General de Gestión Forestal, con un paisaje de fondo humeante, diciendo que hasta el día siguiente, del incendio de Aliaga no se podría ni hablar, debido a la gran cantidad de focos declarados aquella noche en la provincia y a la ausencia de medios suficientes para intentar sofocarlos todos.
Sara se sumió de nuevo en la más absoluta tristeza. Desconsolada por la impotencia, dejó de mirar las noticias cuando pasaron a hablar de la ocupación de las playas españolas. Mientras lloraba, tapándose los ojos con las palmas de las manos, la puerta del cuarto se abrió y aparecieron otros dos guardias, más jóvenes que los de la noche anterior, portando el desayuno en una bandeja. Sara se quedó mirándolos con cara de rabia y dolor, y señalando la pantalla les preguntó amargamente: -¿Es que no vais a hacer nada?- los guardias se miraron entre sí sin saber que decir: -¡Pues dejen que vaya yo sola a ayudar a Willy!- exigió dejando un tiempo de silencio para que contestaran.
-Señorita le traemos el desayuno, le vendrá bien comer un poco-.
-¡No quiero desayunar, quiero que me dejen salir!-.
-No podemos, son órdenes del gobernador, la población civil debe quedar a salvo-.
-¿Y qué pasa con Willy? ¿Y con nuestros caballos? ¿Qué pasa con nuestra casa? ¿Quién los va a poner a salvo? ¡Vayan a ayudarles y no me vengan con desayunos ni zarandajas!- espetó.
Los guardias volvieron sobre sus pasos cerrando de nuevo la puerta con llave.
Sara se quedó pensando en Willy intentando imaginar que habría conseguido detener el fuego que acechaba la casa y luego se habría unido a alguna cuadrilla de voluntarios para ir a sofocar otras zonas. Imaginó su cara llena de manchas de hollín y recordó la fiesta del primer curso en la Escuela de Guías de Montaña.

Se habían disfrazado de trogloditas para participar en las actividades de animación que todos los alumnos debían organizar por grupos, cada uno con una temática diferente. Ella estaba pintando la cara y los brazos de Willy. Todavía no estaban saliendo juntos, pero ambos se gustaban o por lo menos eso intuía Sara, que intentaba no aparentar el nerviosismo y el estupor que ruborizan a cualquiera que se acerca a la persona deseada. Mientras sus dedos se deslizaban sobre la piel de Willy, extendiendo el betún que dibujaba las líneas y tatuajes propios de un cazador prehistórico mimetizado en la noche, deseaba que aquella velada mágica fuera inolvidable. Pasaban muchos momentos juntos pero ninguno de los dos se había atrevido a dar el paso. En el aire quedaba la duda, cada vez más empequeñecida por la agitación del contacto físico, de si Willy se sentiría tan atraído como ella y por eso esperaba una señal. La fiesta de aquella noche podía ser una oportunidad única. Ambos se reían y parecían divertirse con los tatuajes. Willy entre risas protestaba por algunas líneas demasiado gruesas y largas que no iba a poder quitarse después. Cuando le tocó su turno, se tomo la revancha y le llenó su mejilla y la oreja izquierda con una enorme mancha que las unía. Ella soltó un grito de asombro y cogió más betún con sus dedos para manchar toda la frente de Willy. A carcajadas comenzaron a pelear por ver quien podía manchar más al otro. Willy se levantó deprisa para salir corriendo y esconderse en el interior del túnel de cartón que habían construido a modo de cueva, Sara corrió tras él, pero a punto de alcanzarlo tropezó y cayeron los dos al suelo, ella sobre él, que intentaba sujetar sus manos para que no siguiera pintando su cara y su pelo. Habían derramado todo el betún sobre el disfraz de Willy. Cuando dejaron de forcejear, sus miradas se cruzaron y sus brillantes ojos gritaron: ¡Ámame!,  desencadenando el largo beso inevitable que el mutuo deseo venía buscando semanas atrás.

Volvió a la realidad y comprobó amargamente que Willy no estaba allí y que nadie traía noticias fiables de él, del incendio ni de los medios de extinción que se estaban utilizando. Deseaba con todas sus fuerzas que todos los retenes forestales y cuadrillas de bomberos hubiesen puesto tanto empeño como Willy en sofocar semejante incendio, poniendo a disposición de la lucha contra las llamas su esfuerzo y sus máquinas creando cortafuegos para impedir el avance, atacando los frentes para lograr extinguirlo.

En el exterior, la realidad le quitaba la razón a los deseos de Sara, nadie se hizo cargo de aquella zona el primer día del incendio, excepto algunos grupos de voluntarios rurales que, saltándose los controles policiales por caminos poco transitados y desoyendo las advertencias de los retenes forestales, se afanaron en contener las llamas en los alrededores de las aldeas, para intentar evitar que se calcinasen las casas de sus vecinos. El frente principal avanzaba sin resistencia hacia donde lo empujaba el viento y las zonas deshabitadas quedaron de nuevo sumidas en el olvido, sin ayuda, y totalmente desprotegidas. Pastores solitarios protegían sus rebaños esquivando el fuego en terreno abierto con grave peligro de ser atrapados por las llamas, mientras se consumían los tejados de las parideras y masadas que les servían de aprisco. El fuego cruzaba veloz de un lado a otro por angostos caminos y estrechas carreteras rodeadas de pinos. Atravesaba cortafuegos que no estaban suficientemente restaurados y protegidos.

Cuando por fin decidieron entrar hacia El Estrecho todo estaba calcinado. El incendio hacía dos noches que había pasado por allí y el frente principal avanzaba ya muy lejos. Por los alrededores de la masada solo quedaba algún pequeño rescoldo y una desoladora imagen de troncos negros erguidos sobre un funesto manto oscuro. Sara les acompañaba, esta vez escoltada, no detenida.
Encontraron la casa destrozada y humeante, el tejado estaba completamente hundido. Las paredes de piedra ennegrecidas se mantenían erguidas pero solitarias. Sara bajó del coche nerviosa y la dantesca imagen hizo que se llevara las manos a la cabeza, quedando boquiabierta durante unos instantes, pues no daba crédito a tan horrible pesadilla. Comenzó a llamar a Willy, al principio solo a gritos, pero cuando hubieron dado una vuelta completa a la casa y vieron las cuadras también hundidas, sus llamadas se convirtieron en alaridos apagados de terror. La manguera que había tendido la noche anterior se perdía bajo la techumbre caída del cobertizo.
Varios hombres que acompañaban a la brigada comenzaron retirar los escombros, para ver si encontraban el cuerpo de Willy. A Sara las piernas le flojeaban, sentía desmayarse y llantos entrecortados de dolor la ahogaban. Buscó con la mirada por todos los rincones de la masada, ahora llena de escombros y madera chamuscada. De repente, y mientras los hombres se afanaban en el desescombro de los establos caídos, creyó oír un relincho que la llamaba. Salió corriendo al exterior y a lo lejos vio venir a sus caballos. Su mirada intentaba adivinar entre ellos la silueta de Willy, pero volvían solos, probablemente al escuchar su voz. Cuando llegaron a su altura, acarició la cara y el cuello de Carina, la yegua que ella solía montar, pero a través de sus grandes ojos no pudo adivinar ningún indicio de buenas noticias sobre aquel devastador desastre.
Encontraron el cuerpo de Willy, bajo una viga del cobertizo que al parecer le atrapó una pierna quedando inmovilizado sin poder zafarse de ella.
 El incendio se apagó, una semana más tarde, cuando el viento decidió que ya era hora de parar y darse la vuelta. La tardanza y descoordinación de los medios humanos y materiales que se expusieron en los últimos días solo consiguió apagar los agonizantes focos que ya no tenían fuerza ni combustible vegetal que quemar. El noventa por ciento de la superficie quemada fue calcinada los dos primeros días por un fuego infernal, empujado y alimentado por un viento huracanado y por la falta de resistencia y medios que no llegaron a tiempo, desde el primer momento.
Desapareció un monte mágico y muy poco humanizado, una maravillosa zona olvidada y descuidada desde hacía décadas. Desapareció la precaria forma de vida de los últimos pobladores autóctonos dedicados a la ganadería, y desapareció también el sueño de una joven pareja con ganas de vivir inmersos en la plena naturaleza que tanto amaban. Willy murió con ellos.
Sara volvió a Soria, al pueblo de sus padres, en la austera Castilla de Machado.
Hoy, casi veinte años después de aquella tragedia, he venido por primera vez al Estrecho, a la casa que un día fue el hogar de mis padres. Me ha costado mucho convencer a Sara para que viniese conmigo. Es una madre muy testaruda. Cuatro horas de coche, que nos hemos repartido mano a mano, han sido tan largas para ella como emocionantes para mí. Hemos bajado del vehículo en la misma puerta de las ruinas de la masada.
Al parecer nada es lo que fue. Los extensos bosques, de los que me hablaba desde la niñez, se han convertido hoy en un romeral lleno de matojos y espinos. En todo caso siguen vigentes el olvido y el abandono de antaño. Los pueblos vacíos, casi desiertos; decenas de construcciones en ruinas pueblan los aledaños de carreteras y caminos; los escombros y las cenizas de la antigua central todavía visten las laderas que ocultan sus ruinas; los desmontes de las antiguas minas abandonadas no han sido restaurados todavía; y ahora el río está más contaminado que nunca, lleno de represas colmatadas pertenecientes a fábricas e industrias que ya no funcionan. Lo que sí ha quedado es un fantasmal legado de edificios vacíos colosales que jamás se integrarán en el paisaje.
Desde aquí se ve la interminable hilera de aerogeneradores que visten hoy la cumbre de Majalinos, máquinas ruidosas que sustituyeron a los pinos chamuscados a los pocos meses después del incendio. Aprovecharon la tala de troncos secos que se vendían a las madereras por un ridículo precio y la diafanidad esteparia que dejaban tras de sí en las laderas de aquellas montañas.

Todavía creo respirar el aire puro de los recuerdos que he ido construyendo a través de la memoria de mi padre, contada paso a paso por la ternura y el amor que siempre he absorbido de ella. Me gusta oírla hablar y contar, algo que me ha hecho querer estar siempre unido a ella, con ese grado de complicidad madre-hijo que nos permite comunicarnos con una sola mirada y saber que es lo que estamos pensando sin necesidad de mediar palabra. Ahora, ella permanece plantada, de espaldas a mí, absorta, mirando el paisaje desde el descampado que ampara la entrada de la masada.
Ojalá este viaje le ayude a curar los fantasmas del pasado y pueda quedar en paz consigo misma.

Masada El Estrecho (Aliaga), 20 de mayo de 2029
Fdo.: Pelusán.



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