domingo, 4 de febrero de 2018

CABOS SUELTOS

Cuando llamó a la puerta, hacía poco rato que se había hecho de noche. En el mes de diciembre Fabián encerraba el ganado antes de las seis y se quedaba en casa, tirado en el sofá, al lado de la estufa para calentarse los pies y el resto del cuerpo, frente al televisor, hasta la hora de la cena. Después de todo un día de invierno por el monte, solo le apetecía descansar.
Generalmente veía las noticias y el tiempo, pero aquella tarde había sucedido algo tan inusual, en esta parte de Teruel donde nunca ocurría nada, que ocupaba todo el espacio del informativo.  
En estos pueblos no se acostumbra a tener mirilla detrás de la puerta, ni cadena de retención, incluso hasta hace poco las casas solían estar abiertas, sin llave, con lo que no era necesario tocar el timbre ni esperar a que te abrieran, sino que se empujaba la puerta y una vez dentro se llamaba al anfitrión a voz en alto.
Pero desde que se generalizaron algunos robos por el Maestrazgo la gente estaba más intranquila. El vaso lo colmó la gota aquella noche que ataron a Matilde en Tronchón para robarle siete mil euros a las tres de la madrugada. Semejante canallada, a una mujer tan amable que se entregaba por completo en contentar a su clientes con sus exquisitas y copiosas recetas al más estilo casero y con ingredientes de pueblo, había alarmado tanto a toda la contornada, que los vecinos de todos aquellos pueblos y masadas habían quedado perturbados con una sensación de indefensión absoluta, solitarios y aislados en medio de una región de terreno tan despoblada como extensa, una comarca en la que nunca se imaginaron que pudiera pasar nada malo. Cualquiera pensaba que con los cuatro gatos que quedaban no se podía ya liar ningún altercado de aquella magnitud. La tranquilidad era una seña de identidad propia de la zona.
Fabián y Rosa habían invitado en varias ocasiones a comer a algunos amigos en casa Matilde y la conocían bien.
En aquel altiplano, noticias como esta resuenan mucho y perduran en el tiempo, aunque al final la gente acaba haciendo vida normal ¿qué otra cosa podrían hacer?
Oyó los ladridos de Marcelo desde el corral y al poco, dos fuertes golpes en la aldaba de la puerta, esa que les hizo Paco el Herrero forjada a martillo en la fragua con forma de cabeza de cabra montés y a la que agregó dos pequeñas puntas de cuerno pegadas para decorarla.
Retiró los pies descalzos del cojín donde los tenía apoyados mirando con sus plantas hacia la lumbre tras el cristal ennegrecido de la estufa. Se calzó en ellos las pantuflas y se dirigió a la entrada diciendo “Ya va, ya va”.
Creía que sería algún vecino suyo que venía para charlar un rato, o Juan Chanaca que deseaba arreglar el alquiler de la hierba de sus campos para la próxima temporada, a fin de que pudiesen pastar las ovejas una vez recogida la cosecha.
Ni por asomo se le pasó por la cabeza pensar que quien tocaba a la puerta pudiera estar relacionado con aquello que estaban emitiendo en el telediario. Acababan de decir, que el perseguido estaba atrincherado en un Bar de la ciudad y con rehenes.
Nada más abrir el pestillo, el visitante empujó la puerta violentamente y antes de darse cuenta tenía el negro cañón de una pistola apuntándole directamente a la cara a no más de dos palmos. Fabián solo pudo levantar sus dos manos en solicitud de calma. No daba crédito a lo que estaba ocurriendo en su propia casa. La mirada penetrante del asaltante no dejaba lugar a dudas y Fabián se rindió a la evidencia suplicando con un gesto más de tranquilidad que de clemencia. Ni siquiera le paso por la cabeza abalanzarse sobre él. Su mujer y su hija habían salido al recibidor y a Rosa se le escapó un entrecortado grito tapando acto seguido la boca de la menor que tenía delante abrazándola hacia sí.
En el pueblo nadie sospecharía que estaba allí. La ciudad entera estaba aterrorizada. Las calles estaban desiertas pensado que el tiroteador estaba escondido escurriéndose entre los coches aparcados, pero aquí en lo más profundo de la sierra todos creían que huiría hacia otro lado, camino de la costa o hacia el norte donde poder encontrar más gente y más carreteras para camuflarse mejor.
Fabián y Rosa habían decidido construir su casa en las afueras del pueblo, junto a la carretera con una mejor salida hacía cualquier lugar y en contacto directo con el sol y el campo. El extraño hombre de gris había aparcado el coche en el cobertizo por lo que no se vería desde la carretera, aunque pasase la patrulla de la Guardia Civil.
El pistolero obligó a Fabián a colocarse una anilla de las esposas que llevaba ancladas en su muñeca izquierda en cuya mano portaba una botella de vodka.
Apestaba a alcohol pero no le temblaba el pulso. Su semblante parecía firme y decidido a no titubear, si notaba algo raro no dudaría en disparar.
“Necesito cama, dormir”, dijo el intruso en un intento por pronunciar bien el castellano.
De modo que Fabián miró a Rosa que estaba aterrorizada también y con un gesto ocular casi imperceptible dirigió su mirada hacia el dormitorio y condujo a su opresor hasta allí.
Se tumbaron juntos en la cama, esposados y en silencio, antes de apagar la luz pulsando la tecla del interruptor con la punta de la Beretta.

Con lo que Fabián había sido… Nunca tuvo miedo a nada ni a nadie. Una persona grande y fuerte como él podía con todo, pero en ese preciso instante no se atrevió a contradecir al intruso. Naturalmente Fabián no podía dormir. El asaltante había dejado su botella de vodka en la mesita e intentaba dormitar resoplando.
Con lo fácil que sería echarse encima de él y estrangularlo hasta que no pudiera respirar. Lo cogería como a un conejo y duraría muy pocos minutos. Su agonía sería rápida aunque llevara pistola.
Fabián no se creía su propia inmovilidad, él estaba acostumbrado a matar sus propios animales para comer. El matacerdo quizá fuese la más escandalosa de todas las matanzas, por los gritos que profería el pobre animal apresado por varias personas y un gancho que tiraba de su mandíbula inferior, pero lo había hecho tantas veces que cada vez le parecía más natural.
Quizá no fuese tan diferente matar a hombres como aquel, sobretodo un peligroso asesino que aquella tarde ya se había llevado a tres por delante. Solo era cuestión de aguantar con sangre fría el momento de hacerlo. Recordó cuando su tío Jesús tuvo el altercado con el Jefe del Servicio Nacional del trigo. Se lo tiró a la cara con un puñado en señal de desprecio, toda la cosecha iba a ser tasada como de mala calidad. Jesús cogió semejante sofoco por la humillación que creyó se moría de disgusto. Así que una tarde pidió al taxista que lo llevase al bar donde el Jefe del Servicio echaba la partida con sus amigos. Sin mediar palabra le descargó tres tiros en el pecho que lo dejaron destrozado. Al principio todos los del bar se echaron al suelo, bajo las mesas, pero Jesús había terminado su trabajo para unos cuantos años que pasó en el calabozo previa paliza que recibió de los del bar tras tirar la pistola al suelo.
Fabián no tenía tantas agallas como su tío y aunque en este caso sabía que se convertiría en un héroe, era muy arriesgado intentarlo.
Si al menos hubiera tenido allí alguna de sus herramientas a mano…

Sabía que no iba a venir nadie a rescatarlos. “Quizá algún día se pueda perseguir a los delincuentes con un minidrone hasta su captura definitiva”- pensó, pero lo cierto es que hoy la poca Guardia Civil que se acerca por aquellos pueblos no es ni mucho menos suficiente para cubrir la seguridad de todo el territorio. Además hay mucha rotación de agentes. Cada vez que llegan nuevos al cuartel, las multas vuelan y hasta que se acostumbran a la forma de vida de los lugareños hay que andar con ojo. Como aquella vez que lo denunciaron por llevar a Marcelo en el asiento del copiloto. “Pero si siempre había ido ahí, es donde más le gusta ir a mi perro”, Marcelo se plantaba sobre el asiento delantero e iba observando la carretera o el camino cada vez que cogían el coche.
El intruso no tardó ni tres cuartos de hora en levantarse, no podía conciliar el sueño, se le había notado intranquilo durante todo momento. Cerró los ojos pero no había soltado la pistola ni un solo segundo. Fabián tenía la mirada clavada en el techo, solo lo observó algún breve instante y de reojo.

Volvió a apuntar a Fabián y le obligo a levantarse despacio. Salieron al pasillo de nuevo y el extraño hurgó en sus bolsillos hasta que encontró la llave de las esposas. Después se llevó la pistola hacia los labios, sugiriendo silencio,  “No pulicia o yo mato a ti”- dijo.
Se fue por donde había venido, Fabián se escurrió rendido pared abajo con la espalda deslizándola hacia el rodapié. Al instante llegaron su mujer y su hija corriendo para abrazarlo.
A las pocas horas se supo que había sido encontrado tirado a 200m de la furgoneta tumbado en el suelo tras sufrir un accidente. La guardia civil lo había detenido.

Fabián, Rosa y su hija, aunque todavía perturbados, respiraron por fin aliviados.

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