No debería contarlo pero ha pasado demasiado
tiempo, demasiados años sin atreverme a transmitir a nadie los minuciosos
detalles que pude sentir y presenciar sobre el caso Icaria, cuya investigación
formó un enorme revuelo en los medios de comunicación de aquel verano del año
2000, cuando el Juzgado de instrucción nº3 de Teruel decidió archivarlo, dando
por sobreseída la causa por falta de pruebas.
Aún tengo miedo, sí. Creo que mis declaraciones
todavía pueden levantar ampollas, pero necesito sacar de dentro de mí estos
recuerdos y compartirlos con alguien ajeno a todo lo que en realidad ocurrió,
para no seguir asfixiándome con este pesado secreto que no ha dejado de
oprimirme hasta hoy.
I
Anochecía bajo
las faldas de Peña Palomera. Me disponía a subir al coche para volver a casa
extasiado, tras haber presenciado uno de esos mágicos atardeceres que solo se
pueden contemplar sobre los amplios horizontes anaranjados del alto Jiloca. Nunca
suelo contestar a la primera a un número desconocido a no ser que espere algo
importante. Si el teléfono móvil me hubiese sonado mientras conducía, quién
sabe, igual lo hubiese cogido sin mirar aunque fuese al volante, pero me lo
dejé en la mochila y por eso ni lo oí ni lo pude descolgar. Así que fue al
llegar a casa cuando vi que la llamada perdida era de un número que no estaba
en mi agenda. Lo miré de nuevo con desinterés y lo dejé sobre la mesa junto a
las llaves. No me apetecía volver a marcar para preguntar: “Hola soy Jesús ¿me
has llamado antes?”. No quería preguntarle quién era, aunque en el fondo me
picara la curiosidad. Para nada deseaba hablar de nuevo con ningún comercial de
otro seguro o con una alocución automática de una compañía telefónica
ofreciéndome magníficas ofertas y regalos. Me había pasado en varias ocasiones
y aunque tenía la agenda tan incompleta que podría ser cualquier conocido aunque
no fuese amigo íntimo, decidí quedarme con la duda.
Acababa de estar
aquella tarde con Juan el pastor, tan solo una hora antes de marcharme. Con él,
solía verme cuando me acercaba a aquella pared de pendiente exponencial por la
que nos encaramábamos a menudo escalando y en la que utilizábamos sus canales y
senderos verticales para ascender rápidamente a su vértice geodésico desde
donde se contempla una maravillosa estampa del Teruel oriental y su frontera
castellano-aragonesa con San Ginés y el Castillo de Peracense al fondo sobre el
conjunto de crestas de Rodenas. Podría haber sido él quien me llamara,
avisándome de haberme dejado algo olvidado o quizá queriéndome contar alguna
confidencia controvertida, últimamente lo había notado algo más inquieto y
pensativo que otras veces.
Cuando salí de
la ducha, un mensaje de texto me confirmó que quién me había llamado me buscaba
de verdad por algo importante.
“Hola Jesús,
perdona que te moleste. Soy Tomás Galiú. Mi hermano Gabriel lleva dos semanas
sin aparecer por casa y no nos coge el teléfono, hemos pensado que quizá
estuviese contigo, si sabes algo de él por favor comunícanoslo. Dile que nos
llame, nuestros padres, mis hermanos y yo estamos muy preocupados”.
Inmediatamente
lo llamé y le dije que no tenía ni idea de que hubiese venido por Calamocha. La
última vez que lo había visto fue cuando vino a contarme, por cierto bastante
enojado, lo de la ferrata que se encontró recién instalada cruzando una de sus
habituales vías de escalada libre aquí en Palomera. Recuerdo que Gabriel me
preguntaba insistentemente por quién habría podido cometer semejante atrocidad
y lo cierto es que yo no tenía ni la más mínima idea de su existencia. Para
despedirme le dije a Tomás que intentaría localizarlo y le aseguré que en cuanto
diese con él le diría que llamase a su casa porque le estaban buscando. Me dio
las gracias y nos despedimos.
Gabriel era un
tipo extraordinario, una persona totalmente independiente y libre. Había sido el
mejor en su terreno y a sus 42 años todavía era muy bueno. Yo le había conocido
tardíamente, a pesar de que veraneaba a pocos kilómetros de donde yo vivo, una
zona en la que por aquel entonces los escaladores no abundaban demasiado, pero desde que le vi enfrentarse sin titubear
a la vía “El hombre de cristal” que tanto me había costado encadenar, aun
sacándome casi veinte años de edad, supe que era un gran escalador.
Acostumbraba a desaparecer varios días para realizar alguna de sus locas
aventuras, en las que a menudo iba solo y sin cuerda, pero siempre salía airoso
de cualquier reto que se proponía. Gabriel era inmortal.
Pero… a quién no
se le ha soltado una piedra y se ha quedado colgando del arnés tras un resbalón
mirando con cara de pasmado sin saber lo que ha pasado. Para eso se inventaron
las cuerdas ¿no?, por si acaso fallas o falla la piedra. Incluso en la escalada
en bloque de poco más de 4 metros todo el mundo utiliza colchoneta para evitar
riesgos innecesarios.
Aunque Gabriel
era diferente, decía que la verdadera escalada, lo más puro de nuestra
actividad era no dejar rastro alguno de tu paso por la ruta, ningún anclaje, ni
siquiera clavar en las grietas tacos o pitones que aunque pudiesen recuperarse
después marcaban la roca. De hecho, él aseguraba que lo más auténtico era subir
descalzo y sin cuerda. Aseguraba además que un verdadero escalador puro, jamás
alardearía de sus logros ante otros humanos menos hábiles en ese terreno, por
lo que admiraba muchísimo a aquellos que no hacían públicas sus ascensiones
fuera del círculo más íntimo de sus amigos. Y lo cierto es que resultaba muy
difícil adivinar por donde había pasado él escalando. Parecía una salamanquesa
aprovechando las más mínimas asperezas de la roca y las minúsculas grietas
grabadas en ella e intentaba hacerlo sin modificar lo más mínimo el lienzo
donde dibujaba sus coreografías trepadoras.
Él había sido
uno de los principales precursores de los famosos manifiestos contra el uso del
taladro y los anclajes expansivos. Se vertieron acusaciones contra él
intentando implicarlo en la muerte de un equipador, cuando restaurando una vía
que supuestamente había sido saboteada ya por segunda vez con el robo de los
anclajes, cayó hasta el suelo, pero nunca se esclarecieron las causas.
La fuerte
controversia de escaladores defensores de la autoprotección, entre los que se
encontraba Gabriel, con los equipadores deportivos hizo que estos últimos
acusaran a los primeros de haber dejado a medio romper los anclajes sobre los
que se descolgaba el equipador, pero en realidad nadie pudo demostrar que esta
fuese la causa de su caída. Lo cierto es que Gabriel reconocía orgulloso haber
arrancado en varias ocasiones anclajes que habían sido colocados sobre alguna
ruta abierta por él.
“Nadie tiene
derecho a modificar una vía abierta por otro, ¿o es que la montaña es suya?”
argumentaba Gabriel, “la aparición de taladros ligeros está haciendo mucho daño
cayendo en manos de cualquiera, porque
los utilizan sin piedad”.
Mientras tanto
los escaladores deportivos, afines a la seguridad y a colocar anclajes fijos en
la pared justificaban sus montajes diciendo que nadie podía apropiarse de una
pared por el mero hecho de creer que había subido el primero, porque que ellos
deseaban escalar pero sin jugarse la vida.
El tema estaba
muy candente incluso se llegaron a desequipar itinerarios enteros, a fin de que
nadie pudiese repetirlos si no era en las mismas condiciones que el
aperturista. Incluso, con mala saña, se quitaron anclajes alternos a cierta
altura que habían provocado algún que otro accidente a escaladores confiados de
que la ruta estaba bien protegida.
Gabriel era una
persona de fuertes convicciones sobre la ética, la ecología y el respeto a la
naturaleza, su marcada ideología se manifestaba en todas sus conversaciones en
las que a menudo tenía cierta tendencia a pintar un mundo apocalíptico. Estaba
convencido de que el comportamiento del ser humano actual, tan alejado de la
naturaleza y sin el más mínimo respeto hacia ella nos iba a llevar a todos
juntos abocados hacia la extinción.
-“De todos
modos”- concluía, “el tiempo, lo arreglará todo”.
Pero los buitres
no entienden de ideologías, ética ni moral y no miran de quién es el cuerpo sin
vida que van a comerse mientras se pelean por empezar a picotear. En Palomera
abundan muchísimos y algunos de ellos incluso instalan sus nidos en las repisas.
Vuelan hambrientos debido a la absurda y sospechosa normativa que obliga a los
ganaderos, bajo cuantiosas multas, a no abandonar sus reses muertas en los
antiguos muladares, sino que deben meterlas en un contenedor verde de plástico
hasta que llega, casi siempre con demora de varios días, un camión
perteneciente a una empresa creada a la sombra de los gobiernos, cuyos gerentes
son amigos íntimos e incluso familiares de los políticos de turno, que cobran
grandes sumas de dinero cada vez que son avisados para recoger una res muerta, ya
putrefacta, dejando una hedionda estela allá por donde pasan.
Con Gabriel
habíamos hablado más de alguna vez de este tema, él prefería ser inmolado ya
sin vida en el estómago de un buitre que ser sometido a un clásico y teatral
funeral cristiano donde te meten en una caja, que luego entierran bajo el suelo
o se quema emitiendo sustancias contaminantes a la atmósfera. Desde luego si le
hubieran dejado él hubiera elegido esto, lo más natural para su testamento, lo
más limpio. Que sus despojos sirvieran por lo menos para alimentar a los
famélicos buitres, que a la fuerza se estaban viendo obligados a atacar a reses
enfermas y por ello los ganaderos estaban empezando a culparlos como
depredadores, cuando realmente, el buitre es una de las pocas especies
necrófagas, es decir se alimentan de lo inerte, de lo que ya no sirve a las
almas de cuerpos ya fallecidos. “-¡Tengámoslo en cuenta! Los demás robamos la
vida de otros para alimentarnos”.- afirmaba Gabriel.
Escalando se
veía como un guerrero celtíbero, cuya tradición funeraria, en caso de caer en
el campo de batalla, consistía en ofrecer el cuerpo a los dioses, sin retirarlo
del lugar del deceso, para que las aves carroñeras elevasen su alma al cielo.
Claro, todo esto
imaginado mientras charlábamos quedaba muy exótico y revolucionario, pero de
ahí a sufrirlo tan de cerca va un trecho.
Cuando
aparecieron sus roídos restos junto a sus últimas pertenencias al pie de una
pared de más de 100 metros de altura, nadie de los que habíamos escalado con él
podíamos creernos que Gabriel se hubiera caído.
Sólo se
encontraron su calavera y algunos huesos entremezclados con la ropa a unos
metros de su mochila en la que por cierto había una carta.
II
II
Jaime era un
tipo entusiasta y soñador. Contagiaba al resto con sus ganas de emprender
nuevas aventuras, sabía muy bien transmitir su pasión por lo que le apetecía
probar y sin notarlo te empujaba a acompañarlo y a participar de su experiencia. Con Gabriel también habían hecho algunas escaladas pero no
compartían el mismo estilo. Decidí llamarlo también para contarle lo ocurrido. Ambos eran amigos míos y de Laura, que en un tiempo fue íntima de ambos. Por este y otros motivos entre ellos había surgido una acidez extraña que los había separado por completo hasta el punto de no llegar a llamarse ni siquiera por teléfono y claro todas las críticas y las quejas hacia el otro recaían sobre mí cada vez que salíamos al monte.
-Jesús yo no
puedo ir al funeral. Creo que no debo estar allí. Ya sabes cómo acabó nuestra
relación. No me apetece verle la cara a sus hermanos a los que seguro les hablo
muy mal de mí, ni a Laura. Últimamente me ponía a parir delante de todo el
mundo, lo notaba cuando me cruzaba con conocidos por sus insinuaciones y sus
miradas, los había puesto en contra mía. Así que pienso que mañana, el
cementerio no va ser un lugar adecuado para mí, me voy a sentir observado y
apartado por todo el mundo. Me duele que sea así, pero he decidido evitar una
situación que puede convertirse en algo muy incómodo para todos. Además él
tampoco acudió al funeral de Luis y ambos se conocían. Gabriel no respetaba a
nada ¿y si fue él quien rompió los anclajes? ¡Ya le vale…!
- Eso nunca se
probó Jaime.
-¡A mí me
destrozó los anclajes de Skalibur! Por poco me mato intentando destrepar.
Cuando me di cuenta estaba a más de quince metros del suelo. La caída allí nos
es nada fácil, se sale de una repisa muy aérea. Si lo llego a pillar
martillando los tensores químicos que solo pudo doblar contra la piedra, no sé
lo que le hago… igual le ahorro el trámite de mañana. Mira Jesús esta gente
cree que las montañas son suyas y que solo pueden escalar ellos. Esto es
equivalente a que si Colón levantase la cabeza y pretendiera que todos los
viajes a América se realizasen solamente con Carabela, porque fue con lo que
viajaron ellos en 1492, sin darse cuenta de que los vikingos ya habían pisado
ese continente en la actual Canadá quinientos años antes y también los chinos y
los fenicios llegando a las costas del Brasil en el siglo I antes de cristo, e
incluso los pobladores autóctonos de las indias que creyó encontrar Colón eran
descendientes de los asiáticos. Como para que ahora me vengan estos
cantamañanas a decirme que han subido ellos primero una pared y solo se puede
repetir a su estilo, ¡Qué los jodan! Sobre la antigua vía Augusta del Imperio
Romano se construyó la nacional II y ahora hay una autovía, si no nos queda
sitio para los que estamos ahora, no podemos dejar intactas las obras y las
hazañas del pasado, los tiempos cambian y la evolución debe seguir. Los muertos
ya no pintan nada aquí.
-Esto ha sido un
golpe muy duro para todos los que le conocíamos, el funeral es mañana a las cuatro
de la tarde, lo van incinerar, eres libre de ir o no, pero…
-Pero nada
Jesús, acuérdate de lo que yo te decía, cualquier día le tenía que ocurrir algo
así. En cierto modo se lo ha buscado, no se puede ir de “sobrao” por la vida, yo
intuía que no podía durar mucho. No le tenía miedo a nada, parecía que no le
importara la muerte, pero al final, ¡Toma! Ves, ocurre lo que tiene que
ocurrir. Cántaro que mucho va a la fuente una vez u otra se rompe. Y luego
Laura se me va con él, eso ya fue el colmo. ¡Cómo quieres que me entristezca su
muerte si he llegado a desearles lo peor millones de veces! Aún no había pasado
medio año de romper conmigo y se lía con él. Estoy convencido de que lo
hicieron por joderme. ¡Pero si hacen una pésima pareja! Él no hacía nada más
que putearla constantemente, la metía en rutas peligrosísimas, un día me
contaron que estuvo a punto de matarse, se le soltó un bolo y tuvo una caída de
veinte metros en una vía de conglomerado. La detuvo de milagro un triste
cordino requemado por el sol, abrazado a un puente de roca. Ella estuvo a punto
de abandonarlo entonces y él empezó de nuevo a escalar solo y sin cuerda hasta que
ha pasado esto.
III
Hacía días que
no miraba el correo electrónico, llevaba una temporada en un intento por quererme
apartar de la dependencia informática a la que ya por aquel entonces estábamos
llegando. Dejar de consultar internet dos veces al día y no estar siempre
pendiente de lo que se publicaba en las web más visitadas y de lo que te
enviaban por el Messenger o el correo electrónico los amigos. Pero aquella
tarde lo abrí.
“No hay
nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió” escribió Sabina y aquel
correo me reafirmó la cita que tantas veces canturreé “Con la frente Marchita”
al filo de la madrugada pegado a un reproductor con el disco de Mentiras
Piadosas que me regaló Estéfani dos semanas antes de abandonarme perdiendo así
al primer gran amor de la adolescencia. Me lo dijo cantándome al oído "la
pasión no puede durar" antes de marcharse de vacaciones a su Italia natal
y de que yo me quedara solo para "echarme a llorar”, fue una ruptura muy
triste, pero sin rencor, nunca dejé de amarla.
Aquel mensaje
era un correo póstumo de Gabriel, me dio mucha rabia no haberlo leído antes de
su partida. Rabia entremezclada con la tristeza que ya arrastraba tras su
accidente, algo que me hizo arrepentirme de no haber estado al tanto y más
pendiente de mi amigo. No eran demasiados días pero se convirtió en una
eternidad insalvable que nos separó de él, todo un vacío hasta un universo que
ahora ocupaba y que no coincidía ya con el nuestro.
Un nudo se me
agolpó en el estómago y casi me arranqué a llorar de nuevo, pero al empezar su
lectura, el chismorreo de su peleas con Jaime me devolvió el ánimo y en cierto
modo la alegría de poder saborear aquellas sus últimas gotas de vitalidad
regaladas ante mis ojos.
25 de mayo de 2000
Asunto: Vuelta a Calamocha.
Hola Jesús:
¡Qué alegría volver de nuevo al
Jiloca! Quería haberte llamado antes, pero el tiempo se me escurre entre los
dedos, como el agua en una cesta al sacarla de un río y ya ves se me han hecho
otra vez las dos y media de la madrugada. Esta no es hora decente para
llamarte. Así que cuando leas esto me das un toque y quedamos para escalar
cualquier tarde de estas.
¿Te apetece que vayamos por Palomera, así
charlamos un rato, paseamos y escalamos? Si quieres podemos hacer alguna vía
fácil, llevo yo la cuerda en una mochila por si acaso.
No sé si habrás hablado con Jaime, lo digo
por si estabas pensando en llamarle para que se venga con nosotros. Te lo
comento para que sepas que probablemente te rechazará la invitación. El otro
día cuando montamos aquella bronca descomual, lo llamé después varias veces para
disculparme intentando arreglar aquella salida de tono pero ya no me coge el
teléfono.
Claro, que si no es cara a cara, como no se
transmiten, la mirada ni los gestos uno se ve abocado a imaginar la cara de su
interlocutor. Así que esperaré a que me llame él.
Está otra vez con los parabolts que limpié
en la que llama su vía Skalibur, que en realidad no era suya porque yo siempre
que voy a Palomera me subo por allí para calentar. Se me puso como un
energúmeno.
No entiendo como además trata de hacerme
creer que la escalada de autoprotección es más insegura y peligrosa que la
deportiva. Él, por ejemplo, ha tenido un montón de accidentes en vías
equipadas, muchos más que yo y que cualquier escalador. Y no por la dificultad
que entrañaban las vías en las que le ocurrió, sino más bien por negligencia,
por no mirar donde se metía, por no estar atento ni preparado para las
circunstancias y tomar la escalada como un juego de niños.
Luego te cuenta que le ocurrió en un paso
dificilísimo y expuesto, y en realidad era una chorrada. Lo que le pasa a Jaime
es que es un poco alucinado, un tanto manipulador y algo mentiroso.
No sé si te he contado algunas aventuras de
vías que quiso hacer conmigo y otras que hizo en solitario. Quizá lo hayas
visto en sus publicaciones, pero en realidad sólo busca que la gente le admire
por lo que parece que ha hecho, aunque sea con trampas. Tiene un afán de
protagonismo desmesurado.
Una vez, escalando la aguja del alimoche,
estando yo arriba asegurándole los pasos de la fisura sacó el taladro y puso
tres parabolt, mientras yo le gritaba que no lo hiciera. Decía que esa vía
había que dejarla equipada para que otros pudieran escalarla con seguridad, más
bien creo que los colocaba para poder repetirla sin mí, pues bien a mitad del
tercer agujero se le acabó la batería y lo dejó a medio meter y todavía no ha
vuelto por allí a arreglar aquello. Cuando se acerque cualquier chaval a probar
la vía siguiendo sus reseñas, que siempre publica con un montón de fotos saliendo
él en primer plano, se encontrará con que parece que está equipada y al llegar
al tercer seguro tendrá que descolgarse de un peligroso parabolt que no está
anclado del todo. Si el escalador, confiado con encontrar todos los seguros
puestos, no lleva otro material para seguir hacia arriba se meterá un susto
tremendo. Eso sí que es un atentado traicionero, no hubiera sido mejor dejarla
sin nada para no confundir al personal.
Y claro luego hablas con él y parece que no
te engaña, pero a la piedra de la hoz, esa aguja puntiaguda de tres cuernos que
nos dijo que subió, te juro que no pudo estar arriba. Encontré un cintajo suyo
semanas después anclado a la rama de una sabina, a media pared, desde la que
abandonaron, porque en la cima no había ni rastro de él. Tampoco mostró sus
fotos de cumbre y tú bien sabes que si la hubiese conseguido nos la hubiese
enviado a todos.
Hace muchas de estas cuando no le ves, se
sube de segundo con la cuerda por arriba y luego te cuenta que la ha
encadenado, atreviéndose incluso a graduar la dificultad de la vía, para luego
arremeter contra mí porque le he decotado alguna o porque la he limpiado si ya
la había subido yo anteriormente. En fin una joya.
El otro día venía insultándome porque le
quité los parabolt y a mí se me fue la pinza, ya lo viste. ¿Por qué tiene que
taladrar donde otros han pasado sin hacerlo? Si no puede subir que se entrene
más o que no vaya.
Además no tiene por qué dar a nadie lecciones
de seguridad, pero tendré que andar con ojo, me llegó a decir que si tocaba una
vía de las que considera suyas me las iba a tener que ver con él y no me fío.
Sólo se dirige a mí para montarme la bronca,
estoy seguro de que si yo me accidentara sacaría un enorme partido en sus
opiniones para desprestigiarme.
De todos modos me la suda, hace tiempo que
me tiene aborrecido “Amigo que no aporta y cuchillo que no corta aunque se
pierdan no importa”.
Bueno nos vemos estos días, espero tu
llamada. Ya tengo ganas de escalar contigo un rato.
Cuídate tiaco.
Salut i força al canut.
Un abrazote con cipote. Jejeje.
IV
Llegó a casa
poco antes de las cuatro, justo cuando yo terminaba de comer. La jornada
continua, tiene grandes ventajas para poder disfrutar de las tardes libres,
pero retrasa mucho la hora de la comida, así que le ofrecí un café, porque a
pesar de todo nos quedaba mucha tarde por delante. Había empezado a lloviznar,
no había prisa por salir, pero sí inquietud. Laura había venido para ver el
lugar exacto donde todo ocurrió.
El día de la
despedida de Gabriel, Laura me suplicó que la acompañase a Palomera y no pude
negarme a pesar de que sabía que la reconstrucción de los hechos no le iba a
sentar nada bien y de que yo sospechaba que al verlo todo de tan cerca podría
derrumbarse anímicamente de nuevo.
La tarde era
soleada a intervalos nubosos que dejaban alguna que otra melena acuosa
descolgándose de las nubes, nada típico en los calurosos veranos del Jiloca
acostumbrados a calores extremadamente secos, pero la meteorología de aquel día
de final de primavera nos permitía gozar a ratos de alguna sombra y de un cielo
con luces cambiantes que daban mayor profundidad a un paisaje ya de por sí muy
extenso y de extremos horizontes en lontananza.
Llegamos a la
base de la pared donde hacía ya tres días encontramos los restos de Gabriel y a
Laura casi le dio un desmayo. Tras mirar varias veces hacia arriba nos sentamos
abatidos, contemplando aquel magnífico panteón, cuyo espolón calcáreo le iba a
servir a partir de ahora de ciclópeo peirón.
-¿Y si Gabriel no se cayó?- Prorrumpió al fin, tras
serenarse.
-¿Qué quieres
decir?
-¿No te has
parado a pensar que alguien pudo tirarlo o hacer que se precipitase al vacío?
-No lo sé Laura.
Cuando lo vi, no me creía lo que había podido pasar, quizá porque le conocía
demasiado bien o porque lo tenía idealizado. Él era el mejor, eso todos lo
sabemos, bailaba en la roca como una lagartija y estas paredes las conocía
mejor que nadie. Le he dado mil vueltas, pero al cabo de estos tres días he terminado
rindiéndome a la evidencia, hay muchísimas circunstancias que pueden haber
provocado que se precipitara al vacío, que se le echara a llover como hoy, una
roca suelta, un desmayo, una avispa, un pájaro saliendo asustado del nido en un
agujero en el que te has agarrado…
-¿Pero pudo
pasar no? No sé alguien con un disparo desde la distancia, el águila de un
cetrero adiestrada para atacar, una roca arrojada desde arriba, una serpiente,
que sé yo… algo provocado con mala intención que hiciera que se soltase sin
remedio.
-Sí, pero las
pruebas de la autopsia, no reflejan ningún daño adicional a los de la propia
caída.
-El forense se
ha limitado a hacer un trabajo rutinario, además en el estado en el que lo
encontraron no hubieran podido determinar gran cosa. Mira lo que hizo con la
data de la muerte, escribió “cinco días antes del levantamiento del cadáver”, y
tú recibiste un mensaje que Gabriel te había enviado al correo electrónico dos
días más tarde. Esta gente no quiere complicaciones, si nadie protesta todo se
resuelve como “muerte natural o accidente” y a correr. Yo creo que no hacen ni análisis
de los restos si no hay sospechas. Estoy convencida de que hizo un copia y pega
con el informe de otras autopsias.
-Y a ti Laura ¿no
te contó nada? ¿No te llamó para decirte que se venía, ni para informarte si
había visto a alguien por aquí? Porque imagino que llevaría varios días
escalando en esta montaña, cuando le pasó.
-Últimamente
cogía la autocaravana y desaparecía por completo, desconectaba el móvil casi todo
el día. Yo estaba en casa de mis padres. Hacía unos días que no le había visto
y no habíamos hablado. La verdad es que no estábamos en nuestro mejor momento,
pero me ha partido por la mitad que me deje así, no puedo terminar de
creérmelo.- Laura comenzó a llorar de nuevo.
Cuando se
consoló un poco le apoyé una mano en el hombro y la invité a que se levantase.
-Ven Laura, te
enseñaré una ruta muy fácil por la que se accede a la parte superior de este
espolón, para que veas el sitio y te quedes más tranquila. Luego subiremos al
vértice geodésico, la vista del atardecer desde allí es inigualable.
Subimos hasta la
base del cable que surca las cornisas más accesibles de Palomera, donde varios
tramos de cuerdas fijas y sirgas sirven de pasamanos para evitar el vértigo del
desnivel que se va alcanzando a medida que se gana altura.
Cuando llegamos
al balcón que hace cumbre con el espolón desde donde pudo caer Gabriel y donde
ambas rutas se cruzan nos detuvimos a recuperar el resuello. Al cabo de un rato
nos asomamos hacia abajo y pudimos ver el final de la vía que recorre
verticalmente una magnífica placa de dura y compacta roca caliza donde los
sólidos cantos se yerguen enhiestos con minúsculas protuberancias de gran
consistencia. Pero Laura advirtió un detalle que a mí se me había pasado por
alto. Una marca blanca como el estallido de una roca contra la pared se
adivinaba unos metros más abajo.
-¡Mira Jesús!
Ahí golpeó una piedra ¿y si en ese momento estaba asomando Gabriel por la roca?
Me quedé
mirándola a los ojos intentando leer sus pensamientos ocupados en recomponer la situación. De pronto se levantó
y comenzó a buscar por el suelo como un sabueso y al poco señaló un hueco donde
faltaba un roca piramidal del tamaño de una pequeña mochila que hubiese encajado
perfectamente con sus caras planas contra el evidente molde. Ella me miró
convencida y siguió buscando. En el barro fresco había una huella. Sacó su
móvil e hizo varias fotos.
-Hay que
denunciarlo Jesús, esto no puede quedar así, pero ¿Quién…quién ha podido ser
tan canalla y tan cobarde de hacerle algo así?
Cuando hubo dado
mil vueltas a la cornisa, mirando aquí y allá cualquier pista que pudiera
acercarla a su hipótesis guardando imágenes de todos los rincones, le propuse
que buscásemos a Juan el pastor, quizá él pudiera haber visto algo o a alguien
aquel fatídico día.
Cuando llegamos
a la cumbre, el rebaño de Juan estaba camino de su aprisco, al menos a dos
kilómetros de distancia entre nosotros, al otro lado del profundo valle que nos
separaba de él. Gritamos con fuerza e hicimos aspavientos para que nos
esperase, pero el ruido del balar de las ovejas y sus esquilas colgadas de sus
tambaleantes cuellos hizo que quizá no nos oyera.
Comenzamos a
correr ladera abajo por ver si lo alcanzábamos, pero poco antes de llegar vimos
partir su todoterreno camino abajo. Me pareció que nos había mirado antes se
subir al coche, pero arrancó como si llevase prisa.
La tarde caía,
pero estábamos tan cansados y habíamos gritado tanto que a pesar de seguir agitados
decidimos volver hacia el coche. Cuando pasamos por Torremocha, Juan tampoco
estaba en casa, así que no nos quedaba otro remedio que volver al día
siguiente, para contarle lo que intuía Laura y completar una información que
quizá solo se sustentaba en conjeturas de autosugestión postraumática.
V
Por un instante
pensé que iba a ver a Gabriel al volante de su autocaravana, me resultaba tan
familiar e inconfundible esa visión, que los recuerdos trajeron al instante esa
imagen tan habitual y repetida para mí.
“Qué tonto” me
dije, “Gabriel se ha ido y ya no está con nosotros”. A veces uno se olvida
momentáneamente de los hechos traumáticos más recientes porque en el fondo aún
no eres capaz de hacerte a la idea de la cruda realidad.
Aquella tarde
bajé a Calamocha y casualmente el vehículo que aparcaba delante de mí en la
explanada del hiper era el suyo. La pegatina contra el Fracking junto a la gran
lagartija que recorría la parte trasera de la autocaravana bajo el letrero
McLOUIS no daban lugar a error.
Parecía mentira que
hubiesen pasado ya dos semanas, uno no termina de acostumbrarse a ese fugaz y
veloz discurrir del tiempo. Cuando vi bajar al hermano menor de Gabriel volví a
la realidad. Nos saludamos y nos pusimos a charlar. No quise comentarle nada
sobre la última visita que hice con Laura hasta Palomera. No habíamos podido
dar con Juan el pastor ni siquiera en las dos semanas siguientes. Por lo visto
habían vuelto a ingresarlo en el centro de desintoxicación de Teruel. Quizá se
puso nervioso al vernos merodear por allí o quizá tuvo otro ataque de psicosis
paranoide de los que solía aquejarse a menudo y volvió a refugiarse en las
drogas con más fuerza. Seguro que había vuelto caer en manos del Doctor López,
al que siempre le gustaba “recomendar” unos días de estancia confinada hasta
que se estabilizara. Ahora las ovejas las sacaba su hermano Mariano, que fue
quien nos contó donde se “hospedaba” Juan, pero él no sabía gran cosa del
suceso ni tenía detalles nuevos que aportar sobre lo de Gabriel. Por eso no
dije nada a Tomás, era mejor no alarmar hasta que supiésemos algo en concreto.
-Hola Jesús,
¿qué te trae por aquí? Yo también he venido a comprar, me he dicho “voy a sacar
la furgo de Gabriel para que se mueva algo y no se quede tanto tiempo parada”.
A mis hermanos les da cosa cogerla. La verdad es que es un vehículo alucinante,
superespaciosa por dentro y muy bien acabada, todavía huele a nueva, da gusto
conducir con ella. Este fin de semana Walter y yo nos vamos al Pirineo, a
sacarla de paseo y probar como se vive dentro aunque haga mal tiempo. Por
cierto ¿Te he contado que hemos pensado en solicitar la adopción de una niña?
Aunque claro, no sé si nos la concederán exigen muchos requisitos y todavía
andan los servicios sociales anclados en tiempos de Franco, a las parejas
heterosexuales les conceden más fácilmente la idoneidad, pero aunque sea
difícil conseguirlo yo estoy muy ilusionado.
Con lo de
Gabriel… no sé lo que va a pasar, el forense guardó algunas muestras
adicionales de sus restos para analizarlas exhaustivamente y obtener datos más
precisos, pero tardarán más de un mes en concluirlas y emitir un nuevo informe.
Lo que nos van a entregar esta semana son sus últimas voluntades. Ya sé que si
no hubiera pensado morirse, no las hubiese redactado, alguien sano que no
espera la muerte no tiene planeado su final pero quizá estaba aterrorizado por
algo, yo lo notaba muy extraño últimamente y luego apareció esa carta en la
mochila, cuyo contenido custodia el juzgado de instrucción. No sé qué pensarás
tú, pero esa dichosa misiva me hace sospechar en al menos dos hipótesis que me
traen verdaderos quebraderos de cabeza. A mí lo que más me dolería es que lo
hubiesen envenenado horas antes de ponerse a escalar y le hubiese dado un mareo
justo a media pared. Me corroen esos devaneos. No puedo dejar de pensar y
pensar. Si aparece un testamento dejándole todo a alguien va a ser muy duro y
sospechoso. Le han podido chantajear emocionalmente para que aceptara compartir
sus bienes en caso de accidente. No digo que esto haya pasado exactamente, sino
que cabe la posibilidad de lo hubiesen manipulado hablándole incluso mal de su
familia, instigándole para que no nos dejase nada. Con Laura solo llevaban seis
meses, pero hay personas que solo buscan aprovecharse de los demás. Pasa en muchísimas
parejas, “mujer quince años más joven que él se queda con su fortuna, porque
haciéndole creer que se ha enamorado de un hombre maduro, lo utiliza para
exprimirlo”. Hay montones de casos y todas van a por lo mismo. Tú sabes que
Gabriel no era un cualquiera, había sabido invertir el dinero después de
prejubilarse en Telefónica. El piso de Madrid, su chalet de Calamocha, sus
campos de cerezos en Burbágena… propiedades, todas ellas, que se había ganado
con el sudor de su frente y que nos corresponden más a mis hermanos y a mí que
a nadie ¿no? Y menos mal que no llegaron a casarse, sino estaba todo perdido.
Además estoy convencido de que Laura lo estaba intentando atar muy corto. Esa
brillante y envidiable vitalidad con ansia de libertad que Gabriel emanaba por
los poros de su piel se estaba viendo ya muy mermada. Últimamente, no era el
mismo. Gabriel había nacido águila y ansiaba volar. Verse enjaulado en las
garras de una mujer como ella, que le controlara a dónde iba, a qué hora
pensaba regresar y con quién había quedado, no le dejaba respirar. Para él,
verse controlado con preguntas intimidatorias, era como minar su voluntad y le
contrariaban porque jamás había tenido que dar explicaciones a nadie, pero
estaba entre dos mundos, el amor es capaz de dar con una mano lo que quita con
la otra, de atarte con nudos invisibles a alguien que puede apagar el brillo de
tus ojos. Y si tuvo dudas con esto, pudo mostrar su más grande debilidad: La
indecisión. Debatirse entre abandonarla o seguir esclavizado con ella, pudo no
dejarle seguir adelante y quizá le hizo sentirse tan derrotado que decidió
lanzarse desde arriba y escapar de esa opresora vida que le agobiaba y a la que
se abocaba sin dejarle respirar, cerrándole todos los posibles caminos. Estamos
todos tan afectados que estos tormentos no nos dejan pensar con claridad, no sé
si se llegará a esclarecer lo que realmente pasó, pero tenemos ganas de acabar
con esta incertidumbre tan pronto como sea posible”.
Nos separamos y
cada uno llenó su carro de la compra, a mí me tocó pagar tres puestos más atrás
en la fila de la caja, desde donde Tomás se despidió afablemente, prometiendo
que ya nos veríamos y quedaríamos para hablar más tranquilamente. Sé que soy un
cobarde. No me atreví a defender a Laura ni a rebatirle ninguno de sus
argumentos.
VI
Han entrado en el chalet de Gabriel. Sí, sí,
me ha llamado Estéfani esta mañana y me lo ha contado todo. La policía ha
llegado a primera hora con la unidad canina, han irrumpido en la casa de
Gabriel y han encontrado dos kilos de cocaína, una balanza de precisión y no sé
cuántos fardos de billetes de cincuenta euros en unos armarios del sótano. Pero
se les ha escapado el traficante. Los muy lerdos, traían una orden judicial con
el número equivocado y han tirado la puerta del vecino abajo que estaba
desayunando tranquilamente. Se ha montado un buen jaleo en la calle y cuando la
policía se ha dado cuenta del error, han empezado a pedir disculpas. Para
entonces alguien estaba saliendo por la cochera de Gabriel. No lo han podido detener
y ha escapado por la calle de atrás a toda velocidad en un coche.
Por lo visto venían siguiendo una pista
desde hacía varias semanas porque de algún modo sabían que venía mucha gente a
pillar a casa de Gabriel, habrán detenido a alguien en una redada y le habrán
hecho cantar o quizá un chivatazo de algún vecino harto de ver tanto movimiento
de gente rara por la casa de un recién fallecido. No sé si los traficantes
habían ocupado su casa o quién narices se habría instalado allí para pasar la
droga, porque solo yo y su familia teníamos las llaves y creo que su hermano Tomás era el único que iba a menudo por allí. Pienso que no les ha
podido dar tiempo a alquilarlo tan deprisa, así que me resulta muy extraño que
Tomás no se hubiese dado cuenta de que allí entraba alguien ilegalmente.
Supongo que nos harán ir a declarar a todos,
nos tratarán como a delincuentes comunes. La presunción de inocencia ya hace
tiempo que se fue a la mierda en este puto país. Seguro que encuentran a
alguien a quien echarle la culpa de todo. Ya, ya sé que Walter le pega a todo y
le gusta ponerse hasta el culo de vez en cuando, pero de ahí a traficar hay un
trecho y no se hubiera atrevido a utilizar el chalet de su cuñado recién
fallecido de tapadera. De lo que sí estoy segura es de que Gabriel no tenía
nada que ver con esto, en seis meses juntos le hubiese notado algo, de todos
modos a él ahora ya no pueden implicarlo en nada, algo bueno tenía que haber en
todo esto, por lo menos se ha evitado el disgusto.
Todavía no puedo dejar de pensar en lo que
vimos en Palomera, mis pensamientos obsesivos solo hacen que crezca la
sospecha.
Debemos contactar con Juan el pastor,
todavía tengo esa espina clavada y quiero que me ayude a solventar mis dudas,
sino lo sueltan pronto habrá que buscar la manera de entrar en el hospital como
sea.
VII
Al final Jaime
terminó reequipando su vía Skalibur, ahora nada ni nadie podía detenerlo y
estaba tan ansioso por realizar su primera ascensión y ya se encargaría
posteriormente él mismo de pregonarlo a los cuatros vientos, autoproclamándose
aperturista de la misma.
Después de ser
saboteada por Gabriel, que se dedicó a romper todos y cada uno de los anclajes antes
incluso de que fuera estrenada, Jaime no se había atrevido a restaurarla. Otro
enfrentamiento como el anterior, en la puerta del refugio, podría haber tenido
consecuencias catastróficas.
-Eres muy hijo
de puta, ¿cómo se te ocurre…?
Antes de que
terminara la frase, Gabriel se había abalanzado sobre él cogiéndolo con una
mano por el cuello y amenazándole con el otro puño cerrado en alto para
estrellarlo contra su cara, -¿A quién le dices hijo puta? Tío mierda ¿A quién?-
Le gritaba mientras arrastraba a Jaime que intentaba soltarse del atrapamiento forcejeando.
Menos mal que
allí estábamos pendientes algunos colegas de ambos y nos tiramos a separarlos,
porque sabíamos lo tensa que era la situación y la gravedad del conflicto que
se iba a generar después de todo lo que nos habían contado ambos. Yo me agarre
del brazo de Gabriel, pero me veía en apuros para bajarlo, tenía una fuerza
increíble y lo notaba muy nervioso, nunca imaginé que pudiese reaccionar tan
violentamente aunque sabía que si lo hacía era un tipo muy peligroso, mejor no
meterse con él. Fue una suerte que no le sacudiera el puñetazo, estoy seguro de
que Jaime le habría denunciado por agresión y las cosas se hubiesen puesto peor
de lo que ya iban, por aquel entonces.
-Muerto el
perro, muerta la rabia- me llegó a decir Jaime cuando me llamó para decirme que le
había quedado incluso más bonita que con el anterior equipamiento. Esta vez
había colocado los anclajes más estratégicamente y no había ningún aleje
comprometido. También me invitó a probarla como coautor de su apertura- Ves al
final el tiempo se encarga de arreglar la mayoría de los problemas que creíamos
eternos e insalvables-.
Rechacé la
invitación, Jaime me tenía un poco agobiado, siempre estaba llamándome para ir
solo donde él quería y casi nunca admitía ninguna otra propuesta alternativa,
estaba un poco harto de su actitud manipuladora y narcisista. Nunca te decía
abiertamente que no, sino que intentaba llevarse el gato al agua con
razonamientos absurdos sobre la importancia de sus rutas y la urgencia de
subirlas porque si no otros los harían antes quitándonos la primera ascensión.
Si la estrategia no le funcionaba pasaba a chantajearte emocionalmente diciendo
que deseaba hacer vías nuevas como aquella, no le apetecía nada repetir rutas
que, según aseguraba, ya había hecho y comenzaba con sus rogativas antes de
pasar al ultimátum, diciendo que si empezábamos a dejar de quedar al final
acabaríamos por no vernos.
Pero yo siempre
he creído que una relación no es más sana por la cantidad o la duración de los
encuentros sino por su calidad, ese desear encontrarse de nuevo, esa sensación
de brevedad en las conversaciones que no sabes cuándo parar y que luego añoras
porque hubieses preferido que durase un poco más. La nostalgia de los
encuentros fugaces e intensos es lo que le da la chispa a una buena amistad y
acrecienta las ganas de hacer cosas juntos de nuevo. Pero Jaime siempre me
ponía entre la espada y la pared intentando convencerme de que era una
oportunidad única y que no sabría cuando podríamos volver a quedar, luego me
rogaba que le hiciese el favor de ayudarle a cumplir uno de sus sueños, pero
los suyos eran sueños caprichosos y fugaces como las flores primaverales, al
principio incipientes, en su máximo esplendor como pétalos maquillados de vivos
y atractivos colores, capaces de embaucar a todo el mundo, y luego marchitas.
Ponía un excesivo énfasis en el sensacionalismo que podríamos transmitir a los
demás si conseguíamos el reto. Intentaba transformar las opiniones de sus
interlocutores diciendo que todos los que le habían escuchado estaban maravillados
con su grandioso proyecto.
Si al final la
cosa fructificaba y me ofrecía a acompañarle debía ser con la condición de ir
solo los dos, porque si proponía yo invitar a algún amigo más para que viniese
con nosotros, ponía excesivas excusas, argumentando que ese primer número impar
superior a dos era muy difícil de organizar, quizá porque es donde la
democracia puede empezar a funcionar y eso no le gustaba demasiado. Prefería ir
conmigo a solas porque la pluralidad en pareja le resultaba más simple y casi
siempre favorable, si los dos estábamos de acuerdo no era necesario votar, pero
si había desacuerdo terminaba imponiéndose el más recalcitrante y yo a menudo
me dejaba llevar aunque no me gustase demasiado su idea o me apeteciera ir más
a escalar otra vía.
Por el contario
si no lograba convencerme a mí ni a ningún otro escalador para desarrollar su
ansiada actividad, la idea se le quedaba anclada con enfado y al cabo del
tiempo acababa desechándola, pero poco después volvía de nuevo a la carga con
otra falacia que se le hubiese cruzado por la mente, y por descabellada y
absurda que fuese comenzaba de nuevo a insistir.
Yo para entonces
ya estaba demasiado cansado, confundido e indeciso. Tampoco le dije que, junto
a Laura, habíamos quedado para ir a visitar a Juan el Pastor al centro de desintoxicación
ni los indicios que habíamos visto en Palomera.
Llamé a Mariano,
el hermano de Juan para preguntarle los trámites y el horario de visitas.
Todavía quedaba la posibilidad de conseguir un número de teléfono llamando a
cualquier casa de un pequeño pueblo como Torremocha. A Juan le tenían
restringidas las llamadas.
Tan solo un
cuarto de hora debía durar el vis a vis que nos concedieron en la sala de estar
del hospital. Se extrañó al vernos, pero al menos no se puso nervioso, la
mediación mantenía sus ojos apagados y los párpados a medio abrir. Su voz era
lánguida y somnolienta.
-Pronto me
sacarán de aquí. Me ha dicho el doctor López que ya estoy estabilizado, tan
sólo le tengo que prometer que no voy a recaer en las conductas de riesgo. Ahora
estoy limpio. No recuerdo el día exacto del accidente de Gabriel, pero sí que
me extrañó que no viniese a hablar conmigo como hacía habitualmente después de
terminar una de sus vías. Su caravana permaneció aparcada en el barranco de la
Virgen del Castillo todo el tiempo, junto al pozo. Tan sólo un coche rojo, que
vi a lo lejos la última tarde que estuve con él, apareció por el camino del
refugio, pero se fue como había venido. No estuvo parado ni una hora, quizá
fuesen cazadores que estaban rastreando para preparar una batida de fin de
semana, pero no se oyó ni un solo disparo. De todos modos la Policía está
investigando a mí me vinieron a preguntar.
Laura sonrió con
sarcasmo y para demostrar que la Policía no tenía nada que hacer, debido a su
baja capacidad resolutiva, le contó el caso de la fallida redada antidroga que
habían protagonizado en Calamocha.
-Quizá lo hayan
hecho adrede, puede que tengan a alguien cercano a quien encubrir- exclamó Juan
con la máxima exaltación que le permitían los fármacos. Por cierto- continuó
bajando el tono hasta convertirlo en un susurro casi imperceptible- ¿lleváis
algún porrete o un cigarro al menos? Aquí no te dejan tomar ni café. Podemos
abrir un poco la ventana y dar unas caladitas echando el humo por la rendija,
nadie se enterará.
VIII
Aquella misma
tarde al volver de Teruel, no sé si por casualidad o por coincidencia, vimos un
coche rojo, como el que acababa de describirnos Juan, sobre el puente que
cruzaba la recién estrenada autovía camino de Palomera.
Autosugestionados
como estábamos, no hizo falta que Laura me dijese nada para que en la salida de
Torrelacárcel diese la vuelta y por la antigua nacional volviésemos sobre
nuestros pasos camino de Torremocha. Cogimos la misma pista y cruzamos también
el puente sobre la autovía siguiendo la estela polvorienta que se extendía a
los lejos avanzando hacia el este, pero cuando llegamos al refugio no había ni
rastro del coche rojo.
El único modo de
saber dónde había ido era subirnos a un alto. Entre los carrascales es muy
difícil seguir la pista a nadie.
Le propuse a
Laura, ascender esta vez, por el barranco de la Hiedra, es el acceso más
directo y rápido a la cumbre de Peña Palomera. Tan solo tiene unos pasos de
tercer grado en la parte más angosta del cañón, en los que no se requiere el
uso de cuerda debido a la escasa altura de los resaltes. Este corredor te deja
en una cresta bajo el enorme vértice geodésico en poco menos de media hora.
Desde allí, a vista de pájaro, las encinas se ven como pequeños hongos
circulares salpicando las pedregosas y empinadas laderas que acarician la base
de los paredones. Es un magnífico mirador para los guardas forestales pues
desde arriba se pueden observar todos y cada uno de los movimientos de los que
deambulan por abajo, coches aparcados, rebaños de cabras, cazadores apostados
para disparar, senderistas, escaladores y todo tipo de gente que se acerque
hasta allí.
Desde este punto
se vigilaba y protegía una parte del Frente de Teruel en la Guerra Civil
Española. Los republicanos se atrincheraron en esta atalaya y desde aquí
apoyaron operaciones tan importantes como la reconquista de Teruel en diciembre
de 1937 o el asalto a Singra en febrero del 38, pueblo situado sobre una colina
que se divisa perfectamente como una pequeña isla elevada en medio del amplio
valle del Jiloca.
Sobre la cumbre
de Palomera, las trincheras apenas picadas en la propia piedra y bajo las
condiciones de un invierno atroz como aquel, muchos soldados se hicieron
pequeños refugios con las tejas de una antigua ermita, por entonces ya
derruida, en los que bajo la nieve intentaban luchar contra las congelaciones.
Lástima que, antes de que llegase la primavera, fuesen barridos de aquel
maravilloso punto de observación por la última carga de caballería de la
historia bélica europea a cargo del general Monasterio, en la que ellos
denominaron maniobra del Alfambra, aunque fuese una chapucera escaramuza. Me
imaginé a mí mismo defendiendo aquella posición sin miedo a los jinetes, no
dejando pasar ni uno. Me pregunto asombrado cómo pudieron vencer unos
caballeros al más puro estilo medieval a miles de máuser atrincherados, pero me
rindo a la evidencia histórica con fastidio.
La ermita, en
honor a Santa María Magdalena, se había derrumbado muchos años antes de la
contienda. 1918 es la fecha que aparece en la imagen recuperada de la Virgen
que ahora se guarda en la iglesia parroquial de la localidad. El deterioro del
edificio fue a consecuencia del casi total abandono. En aquella altitud,
soportando fuertes vientos y grandes heladas cada invierno cualquier cemento,
mortero o argamasa se resquebrajaba y era necesario un mantenimiento anual que
dejó de hacerse debido a un curioso suceso el día de Palomera. Todos los años
el primer domingo de mayo, los habitantes de Torremocha celebraban una romería
hasta la ermita de la cumbre de Palomera. Subían en procesión rogando a la
Virgen para que les ayudara a que las cosechas fueran prósperas. Así hacían
varias paradas para las rogativas: la carrasca gorda, el collado de la cruz y
el Pocico del aceite, una pequeña sima situada detrás de la cumbre, que
guardaba además de un minúsculo aljibe bajo unas piedras, la lata del
combustible de las lámparas de aceite que servían para alumbrar el eremitorio.
El cura siempre iba por delante cantando los salmos responsoriales -“Santa
María Magdalena”. -“Ora pro nobis”- contestaba el pueblo casi al unísono. Pero
solo procedían así mientras subían, porque de bajada cuando se habían comido el
almuerzo dando buena cuenta del vino que traían en sus botas, algunos jóvenes
jocosos y risueños contestaban “Zorra pro nobis”-.
El jolgorio se
adueñaba del final de la fiesta e imprimía tal valentía en los mozos que un
año, unos jóvenes apuestos y fanfarrones se retaron para ver quién era capaz de
cortar la sabina más grande. Cogieron sus hachas y se dispusieron a buscar el
preciado trofeo. El hijo menor de los Ibáñez, la familia más rica e influyente
del pueblo, tenía localizada una en medio del risco, así que ni corto ni
perezoso se encaramó por el acantilado para cortar el árbol más hermoso de los
alrededores, con tan mala suerte que cuando se disponía a comenzar la faena
perdió el equilibrio y se despeñó, muriendo en el acto como mi compadre Gabriel.
Su madre blasfemó diciendo que la Virgen había dejado desamparado al muchacho,
su hijo más querido, y juró que jamás subiría nadie a adorar a la Santa. Así
que la fiesta desapareció, por lo menos subiendo hasta la cumbre, porque años
más tarde se reanudó otra romería mucho más corta, pero exenta de riesgos hasta
las afueras del pueblo, justo donde se ubica hoy el puente de la autovía que
acabábamos de cruzar, en un peirón con una cruz de hierro en la cúspide que fue
recuperada de las tumbas de dos jóvenes hermanos, hijos de un sindicalista de
la azucarera de Santa Eulalia, cuyas lápidas fueron ya destruidas tras la
Guerra Civil por haberles puesto por nombre Progreso y Libertad.
Cuando en el año
2000 se comenzó con la construcción de la autovía los ingenieros la habían
trazado justo por donde estaba situado el peirón con la cruz y si no llega a
ser por los vecinos que decidieron trasladarla un poco más abajo hubiera
desaparecido también sucumbiendo bajo las fauces de la maquinaria pesada.
Embebido en
estos pensamientos me volví hacia Laura que estaba escudriñando todo el
carrascal desde lo alto de su otero sobre el acantilado.
Tras unos
minutos de observación, descubrió lo que buscábamos. Alguien andaba de vuelta
hacia el coche rojo. Traía la dirección de la pequeña gruta situada en la base
de la pared de las buitreras. El coche arrancó y lo vimos alejarse hacia el
refugio camino abajo. Tan pronto como comprendimos que ya no volvería aquella
tarde, corrimos ladera abajo hacia el sur para descender por los canales
meridionales hasta alcanzar la base de la pared por la zona más cercana a la pequeña
cueva. Nos acercamos con sigilo buscando señales sobre lo que había estado
haciendo por allí y llegamos a la entrada de la gruta. Nos asomamos con cuidado
y entramos dentro. Casi no cabíamos los dos juntos, era una cueva muy estrecha,
creada entre el ensanchamiento de dos estratos que por distensión se habían
separado. Yo había estado cientos de veces por allí, incluso en alguna ocasión
buscando refugio ante una tormenta, pero jamás se me había ocurrido mirar
detrás de la laja del fondo, por donde se abre una diaclasa vertical a través
de la cual se puede descender a un piso inferior. Alguien había allí colocado
unos anclajes para descender, pero aquella tarde no llevábamos, cuerda ni
lámpara frontal. Así que decidimos dejarlo para otro día pero nos moríamos de
curiosidad al no saber dónde conducía aquel tubo vertical y qué se escondía allá
abajo. Tiramos una pequeña piedra y estimamos que no había más de diez metros
metros de bajada contando los rebotes entre las paredes. Así podríamos elegir
mejor el material necesario. Salimos de allí elucubrando los macabros planes
que imaginábamos en la mente del conductor del coche rojo. Se nos hacía tarde,
el gran disco anaranjado estaba bañándose ya con medio cuerpo metido en el
horizonte, así que apresuramos el paso, para llegar pronto al coche. Aquellos
carrascales son muy complicados para orientarse bien y más aún si se te hace de
noche, en poco más de doscientos metros se pierde la vista y a ras de suelo es
prácticamente imposible encontrar el camino de vuelta.
Al llegar al
coche teníamos las cuatro ruedas pinchadas, con un agujero por el que cabía un
dedo en el flanco de cada una. A quien fuese el dueño del maldito coche rojo,
nuestra presencia le había resultado muy molesta, de algún modo sabía que le
estábamos siguiendo la pista. Maldije nuestra suerte y al cabrón que nos había
hecho aquello, pero era muy tarde para avisar a nadie ya, ninguna grúa de
asistencia en carretera se arriesgaría a buscarnos de noche por un camino que
estaba a más de siete kilómetros de Torremocha en dirección este. Aun de día
nos pondrían pegas para venir a recogernos, ya que no está claro que tengan el
deber de asistirte fuera de una vía asfaltada. Así que decidimos pasar la noche
en el refugio y llamar a la compañía de seguros al día siguiente.
La caseta es un
lugar muy acogedor, tiene dos grandes mesas tras unos ventanales orientados al
sol de mediodía y un buen fogón. El agua de lluvia desde el tejado se recoge a
través de un canalón hasta un aljibe adosado a la pared que suministra agua con
un grifo mientras el depósito tenga reservas.
Recogimos leña
seca y algunas aliagas de los alrededores y encendimos un buen fuego. Yo
siempre llevo en el coche varias mantas y el saco de dormir. Así que solo
quedaba repartirnos el material disponible y buscar un rincón acogedor donde
pasar la noche.
IX
Me desperté al
alba con un escalofrío recorriéndome la espalda. Una ráfaga de viento, se
colaba por la rendija debajo de la puerta llegando hasta mí. Se me habían
enfriado las lumbares, así que intenté taparme de nuevo con la esquina de mi
manta.
Me costó unos
segundos darme cuenta de dónde estaba y cómo había ido a parar allí. No me
sonaban la luz ni el mobiliario ¡Y para colmo estaba abrazado a una chica!
Cuándo me di cuenta de que era Laura la que permanecía pegada a mí con sus
nalgas apoyadas contra mis muslos, retiré la mano rápidamente e intenté
apartarme antes de que se despertara. Pero Laura hacía rato que no tenía el
sueño muy profundo. Yo creo que más bien dormitaba a gusto y sonriente. Pero
cuando volvió a coger mi mano para conducirla de nuevo hasta su vientre, me
quedé estupefacto e inmóvil, muy parado, sin saber que hacer mientras mis ojos
se esclarecían ante aquella realidad. Mi asombrada mente recuperaba la
consciencia poco a poco y alejándose cada vez más de un posible último sueño
tomaba conciencia de la palpable situación.
Contuve la
respiración, porque aunque Laura aparentemente no se movía, parecía retozar
levemente como un bebe en su cuna. No me atrevo a asegurar si realmente estaba
tan despierta como yo o se había quedado en un trance onírico perezoso, deseosa
de que no acabara la noche.
No me lo podía
creer ¿qué había ocurrido durante las horas nocturnas? Nos habíamos acostado
separados por lo menos a un metro de distancia, cada uno con su manta y ahora
estábamos pegados. No podía recordar nada, hacía tiempo que no dormía de un
tirón tantas horas seguidas. El fuego estaba totalmente apagado y tan solo las
mochilas se apoyaban contra la pared tal y como las habíamos dejado.
Intente
separarme de sus cálidos glúteos apoyados bajo mi vientre con un movimiento
casi imperceptible. Lo hice muy levemente, tan solo unos milímetros, para que
cesase el contacto físico sin despertarla. Pero Laura retrocedía al mismo ritmo
como atraída por el calor. Lo intenté de nuevo, más despacio todavía, pero
volvía a suceder. De repente su mano se movió hacia atrás y se posó contra la
parte trasera de mi muslo, amarrándome. El olor de sus cabellos pareció airearse
inundando toda la estancia embriagándome las pituitarias. El frío del alba
estaba tornándose en un cálido amanecer y comencé a percibir los latidos de mi
corazón en el pecho y en los pulsos de las sienes. Su ritmo se agitaba entre el
nerviosismo y la indecisión. Sentía el fluir de la sangre, pero temía un
despertar de Laura impredecible. Entre mis piernas se empezaba a manifestar un
abultamiento incipiente. Estaba confuso no sabía si ella era tan consciente
como yo de lo que estaba pasando o por el contrario solo la sugestión propia a
la que soy propenso me hacía imaginar aquello. Por sorpresa, creí oír desde
fuera de la casa lo que me parecieron unos pasos y casi de inmediato la puerta
metálica del refugio chirrió.
-Buenos días es
suyo el coche que hay ahí fuera-. Al darme la vuelta el forestal me reconoció- ¡Hombre
Jesús! ¿Qué le han pasado a tus cuatro ruedas?-
El forestal nos
bajó hasta el pueblo tras la grúa. No daba crédito a que los gamberros hubiesen
llegado ya hasta Palomera. Eso era más propio de otras zonas de escalada,
montaña o descenso de barrancos ya masificadas, donde los ladrones esperan
escondidos a que abandones el vehículo calculando con precisión cuantas horas
te costará volver. Así ellos pueden operar con tranquilidad y sin agobios.
Tampoco gastan excesiva profesionalidad. Rompen un cristal y ya tienen todo
abierto para “trabajar” a sus anchas. El forestal no comprendió que lo nuestro pudiera
ser algo más que una gamberrada. Parecía no escuchar nuestro relato y nuestras
insinuaciones cayeron en saco roto.
X
-Menos mal que
no ha habido últimas voluntades, la carta que apareció en la mochila de Gabriel
y que requisó la policía solo era una factura de los últimos pies de gato que
se había comprado vía web. Seguro que los estrenó aquel día. ¡Maldita sea la
dichosa escalada!- me dijo Tomás con cara de fastidio cuando me lo encontré al
salir del taller. Le pregunté por el estado de los trámites legales y la
resolución definitiva del informe del forense.
Él había ido a
cambiar el aceite del motor de la autocaravana de Gabriel. Le estaba cogiendo gustó al hecho de salir
todos los fines de semana con el grandioso vehículo heredado de su hermano.
-Parece ser que
la hipótesis que aceptan como más probable es la de accidente fortuito
inesperado, así que creo que no hay nada que hacer- Ahora tenemos otros
problemas con la gestión de sus propiedades, el otro día unos traficantes
ocuparon su chalet y tuvo que intervenir la Policía, pero huyeron por el
garaje. Las cerraduras no estaban forzadas y hemos tenido que cambiarlas todas.
¿A saber a quién le dejaría Laura las llaves?-
-Laura solo ha
sido una víctima más de la pérdida de Gabriel, no la culpes de lo que está
pasando, no tiene nada que ver. Ella también ha sospechado que aquello no fuera
un mero accidente. Cree que unas piedras movidas y unas marcas que hallamos en
una cornisa por encima de donde encontraron su cuerpo fuesen la causa de su
caída, puede que alguien las lanzara contra él-. Le conté que estábamos
indagando algunas pistas, pero Tomás parecía asombrado, no encontraba la absurda
relación entre una y otra causa.
-Estamos yendo
todas las semanas a Palomera para ver si averiguamos quién es el que nos
reventó las ruedas y porqué lo hizo-.
Al despedirnos el teléfono móvil
volvió a vibrar en mi bolsillo. Me había entrado un nuevo mensaje. Era de Jaime. “¡Qué pesado! ¿Qué querrá otra vez?-
pensé .
“Mañana voy a
probar la vía, por si has cambiado de opinión y todavía te apetece ;-) ”
No quería
contestar. Deseaba pasar desapercibido, que nadie nos molestase. Pero ya lo
había leído y como habíamos quedado con Laura para explorar la cueva y era
posible que nos viésemos, no tuve más remedio que excusarme diciendo que iría
con ella para dar una vuelta precisamente por allí.
XI
Algunos
clasifican la desconfianza como una de las principales actitudes causantes de
la infelicidad, cualidad impropia de personas sanas y alegres. Los expertos en
autoayuda aconsejan que para conservar las buenas amistades y una correcta
sintonía con los demás es necesario confiar en la gente. Yo intento hacer caso
a estas recomendaciones e incluso me esfuerzo por creer que son muy válidas
para alcanzar la paz con uno mismo, porque, en realidad, yo padezco la
desconfianza como una enfermedad cuyo trastorno psicológico no alcanzo a
precisar a qué edad empezó a manifestarse en mí ni donde fue la primera vez que
dudé de quién me llamaba amigablemente. Quizá desde que nací o cuando dejé de
ver la abeja Maya y empecé a escuchar las letras protesta de los grupos de
música a los que todavía sigo y de los que aún soy fan. Porque todo aquello
también nos lo debieron enseñar nuestros padres y porque además de Willy, Flip
y la señorita Casandra en la famosa serie de dibujos animados también estaban
la araña Tecla y el Avispón. Pero ahora, a mi edad, desearía curarme por completo
ya de este demonio que llevo dentro y que me impide ser compasivo. Desearía
sonreír más de lo que lo que habitualmente hago, mostrarme con un tono más amable
cuando me dirijo a los demá, utilizar un lenguaje menos mordaz e irónico y
conseguir conservar unas relaciones personales más profundas, sanas y
duraderas. Pero también es cierto, que de nada me ayudan a la curación aquellos
que me dan la razón con sus actos cuando surge en mi interior un mal
presentimiento o percibo un pensamiento malintencionado que llega a
materializarse en una traición. Sería mucho más fácil si los ataques de duda se
disiparan como absurdos que son, cuando el tiempo terminara por demostrar que
no hubo premeditación, ni alevosía y que la maldad que mis pensamientos habían
cultivado, dando lugar a la sospecha, solo fueron imaginaciones mías. Incluso
podría llegar a ser una curación definitiva y completa ver como a nivel global
la humanidad alcanzaba ese nivel de sinceridad y fidelidad tan deseado y
necesario entre iguales donde sobrarían controladores, vigilantes, militares,
policías, jueces y carceleros. Nadie obraría de mala fe contra otros y sería
innecesaria la parte opresora del estado y los regímenes sancionadores, por fin
ninguna persona tendría motivos para sentirse inseguro.
Pero
desgraciadamente algunas me devuelven a mi dolorosa rutina llena de
suspicacias: una trama de corrupción donde los políticos detraen dinero público
para sus propias arcas particulares y donde se deduce que está metido hasta el
máximo representante del estado y gran parte de su familia guardando el dinero
sustraído en paraísos fiscales; una red de narcotraficantes donde se encuentran
policías implicados que sirven de tapadera; un grupo de guías espirituales de
nuestra más popular religión donde se promulgan el amor y respeto según la
doctrina de cristo mientras algunos se hallan metidos en asuntos de pederastia;
mi jefe que planificó una suspensión de pagos porque decía que la empresa
estaba arruinada, juato antes de irse de vacaciones a las Bahamas, dejándonos a
su encargado, como delegado sindical, intentando que no protestemos mucho
porque nos podía ir peor, no cobrábamos desde hacía tres meses y me mantuve
firme para no aceptar un expediente de regulación de empleo injusto, cuando me
di cuenta que mis compañeros habían firmado ya y era yo el único que se iba al
paro y por fin estaba Jaime del que hacía tiempo que intuía que solo me
invitaba a escalar las vías más difíciles donde siempre me tocaba a mí el largo
más peligroso. Jaime le había vendido también un piso a mi hermana y después de
sellar el trato le desmontó hasta los muebles de la cocina.
Este tipo de
noticias, comentarios y pensamientos macabros me hacen polvo el cerebro y no me
permiten bajar en ningún momento la guardia, que tanto daño me hace mantener
siempre activa. Me obliga a estar constantemente en tensión, con la mandíbula
apretada, esperando ver dónde se esconde el entuerto engañoso de un trato o una
proposición, porque presiento que voy a tropezar y me la van a dar. Sé que
tendré que buscar un especialista que me ayude a superarlo, pero lo gracioso es
que, en mi estado mental, tampoco confío en ninguno porque no los veo capaces
de curarme, así que no sé cómo voy a conseguir sobrevivir en este mundo sin
volverme loco.
No, no me fiaba
de Jaime ni lo más mínimo y presentía en las palabras de nuestra última
conversación que no le hacía ninguna gracia que yo saliera ahora al monte con
su ex, a pesar de haber tenido entremedio una dolorosa relación con Gabriel,
pero aun así me daba miedo cuál podría ser su reacción.
Aquella mañana
amaneció demasiado fría para estar todavía a principios de septiembre. Arranqué
mi coche y con los neumáticos nuevos recién instalados me acerqué a recoger a
Laura a Calamocha. Cuando llegamos a Palomera el paisaje estaba tan limpio y
desierto como siempre. Esta vez no dejamos el coche al lado del refugio, sino
que lo escondimos tras un denso bosque de matorral alto sobre una vaguada
oculta por la que no pasa nadie.
Llegamos a la
cueva con el material necesario para descender. Antes de introducirnos en ella
echamos un último vistazo al horizonte para comprobar que no venía nadie por la
pista y encendimos nuestras lámparas frontales para iniciar el descenso y la
exploración.
Colocamos unas
chapas, tipo plaqueta, encajadas en la parte saliente de las espigas roscadas
de los parabolts que habíamos encontrado dos días antes y anudamos allí la
cuerda.
Descendimos a
rápel con cuidado. No había nada más de cinco metros de bajada, donde una sala
estrecha y alargada constituía el piso inferior.
Cuando llegué al
suelo, Laura ya había comenzado a explorar. Observaba maravillada la cantidad
de cosas que se apilaban sobre los rincones de la cueva, donde unas losetas
servían de aparadores:
Una bolsa grande
con pastillas de colores, grandes fardos de un polvo blanco que a la luz del
frontal tenía un aspecto escamoso y brillante, varios botes blancos cuyos
nombres terminaban en ina y de los que solo recuerdo el de fenacetina en polvo,
una pistola Glock, una envasadora al vacío para empaquetar, una batería de
coche y un inversor, imagino que para conectar la envasadora con cientos de
bolsitas de plástico transparente metidas en una caja.
Mientras nos
asombrábamos como un espeléologo novato recién estrenado en la gruta de las
maravillas, abrumados por el cuantioso arsenal psicotrópico y narcótico escondido en aquella cavidad y muy nerviosos
por la peligrosidad del asunto, creímos oír un ruido en la parte superior de la
sima, como si alguien estuviese arrastrándose por la estrecha entrada.
Rápidamente apagamos nuestros frontales y esperamos en escrupuloso silencio
para comprobar que era lo que había entrado allí. Yo rezaba por que fuese un zorro
en busca de comida o cualquier otro animal, pero al poco la cuerda se movió,
casi al instante un haz de luz penetró descendente por toda la grieta
iluminando el suelo con un irregular círculo desdibujado por la protuberancias
de la roca. Yo intenté apartarme a un lado para no ser visto pero con tan mala
suerte que tropecé en un bloque provocando un ruido considerable capaz de oírse
arriba y fue entonces cuando oímos la voz:
-¿Quién anda
ahí?-
Fue algo muy
rápido, todo pasó en medio segundo, no sabíamos dónde meternos. Nos iba a
pillar de todos modos así que reaccione de aquella manera tan vulgar y poco coherente,
gritando al más puro estilo americano:
-Alto ahí
Policía, deténgase, queda usted arrestado-.
Yo esperaba un
tiroteo, piedras cayendo, luces alumbrándonos sin escapatoria y nuestro
terrible final. Así que abracé a Laura y nos acurrucamos lo más arrinconados
posible bajo una grieta ciega que se cerraba bajo el techo. Fue entonces cuando
oímos caer los mosquetones al suelo tras la cuerda que habíamos amarrado y
volvimos a escuchar el arrastrar de la ropa a través de la rendija de entrada.
No cabíamos en nuestro asombro, nos había dejado allí atrapados como unos
simples ratoncillos caídos en una jaula. Pero -¿A dónde habría ido? Sin duda
alguna a por algún instrumento para acabar con nuestras vidas sin dejar ni
rastro.
Estábamos tan
aterrorizados que no podíamos casi ni hablar. -¿Quién nos mandaría a nosotros
meternos en aquella gruta?
Lo cierto es que
no nos quedaba otro remedio que intentar escapar de allí, así que me encordé al
arnés y pedí a Laura que me asegurará con el ocho, como en los viejos tiempos.
Con los cordinos que llevaba en bandolera intentaría poner algún seguro de
nudos empotrados y puentes de roca. La verdad es que solo eran cinco metros de
escalada y la estrecha chimenea ofrecía varios pasos de empotramiento que no
resultaban muy difíciles de superar. Lo único que restaba era pedirle a la
suerte que el intruso no volviese mientras escalábamos hacia la salida, así que
mis plegarías hacia la diosa esperanza se dirigieron con esa petición. Cuando
llegué arriba aseguré la cuerda para que subiese Laura lo más rápido posible. En
poco más de un minuto estábamos los dos asomados a la puerta vigilando
recelosamente y con cuidado para comprobar que nadie estaba apuntándonos para
dispararnos nada más salir. Vimos a alguien corriendo ladera arriba hacia el
cable, era un individuo que se volvía de vez en cuando hacia nosotros. Sin duda
había salido huyendo quizá por miedo a que llamasen por radio a más efectivos
policiales que pudieran acorralarlo.
Sin saber por
qué, con instinto animal y contagiados por la innata reacción de perseguir al
que huye, nos lanzamos tras él como ignorantes.
Al poco de
comenzar nuestra ridícula persecución, él ya había comenzado a subir por el
cable y cuando nosotros llegamos a la base le habíamos perdido de vista.
Para nuestra
mayúscula sorpresa, al llegar al paso clave, el presunto delincuente había
soltado el cable de la pared y volvíamos a quedarnos de nuevo atrapados, sin
conexión para seguir subiendo.
Para entonces ya
nos había reconocido y estaba observándonos divertido desde una cornisa
superior.
-¡Carambra! si
son mi parejita feliz. Qué Laurita ¿Ya se te ha acabado el luto o le ponías los
cuernos a Gabriel antes de su muerte?
-Walter ¿fuiste
tú? ¿Cómo has podio? Canalla, traidor- contestó Laura desconsolada y rabiosa.
-Fue un
asesinato muy limpio ¿no? ¡Cabrón!- dije yo gritándole desde abajo -Sin dejar
rastro de agresiones, que todo pareciera un accidente. ¿Quién te asesoró?
¿Algún criminólogo tan corrupto como tu padre?-
-Jajaja, a mi
padre no lo metas en esto, bastante tiene con aguantar a sus colegas de
partido, que están saliendo imputados como moscas. No me caía nada bien ese
hermanito mayor de Tomás, que me llamaba cuñado y que quería parecer nuestro
colega y a la vez nuestro padre. Tú tampoco lo querías mucho últimamente ¿no?
Laurita. Estaba claro que tenías mal follado a Gabriel y por eso quiso
entrometerse en asuntos que no le importaban. Yo solo le dije que me enseñara
la cueva, pero no que volviese a husmear en su interior, por eso le pasó lo que
le pasó, por curiosón y ahora os va a ocurrir a vosotros lo mismo- gritó- Y
dejó caer contra nosotros un enorme bolo que chocó contra la cornisa en la que
nos hallábamos los dos. No nos dio de milagro pero notamos en los pies el
fuerte temblor de la pared y el olor a piedra quemada por el estallido contra
la roca. Nos agazapamos contra la tapia bajo un pequeño saliente y el segundo
bloque arrojado golpeó contra nuestra pequeña mochila arrastrándola al vacío, perdiendo
nuestros teléfonos móviles y la única botella de agua que habíamos cogido.
Walter estaba intentando buscar un mejor ángulo con el que alcanzarnos,
estábamos atrapados, tarde o temprano nos golpearía tal como hizo con Gabriel.
Oímos un grito
más arriba, no era la voz de Walter. -Pero que haces tirando piedras ¿estás
loco?, puedes darle a alguien que esté caminando o escalando más abajo-. Era
Jaime, que había venido a rapelar su vía para aprenderse los pasos, probando a
subirla de segundo autoasegurado para ensayarla.
Laura conoció su
voz y grito -¡Socorro Jaime ayúdanos nos quiere matar!-
Jaime que no se
había percatado de que realmente hubiera gente en la repisa inferior, al oír
los gritos de auxilio venidos de abajo, se asomó y nos reconoció, comprendiendo
la gravedad de la situación. Es cierto que por Laura sentía un profundo
desprecio. Después de que acudiera a aquella clínica dermoestética para
aumentar ligeramente sus pechos por recomendación suya y como regalo de
cumpleaños para que así se sintiera más guapa, más mujer decía él, se había
fugado con Gabriel y le reconcomía ver ahora desde arriba sus respingones tres
mil euros abultando desde dentro de su camiseta. Todo el morbo que antes
hubiera podido producirle se había convertido literalmente en rabia, y por eso deseaba
más bien que se fuera al infierno antes que ayudarla.
Pero en vez
cometer un delito por omisión de socorro, negándonos el auxilio prefirió,
cantarle un “Ojalá no te hubiera conocido nunca” y cogió su teléfono dispuesto
a llamar al 112 y a los Greim.
Walter sacó una pistola,
apuntó hacia arriba y disparó, por suerte al cielo, para ahuyentar al intruso,
que se retiró andando en péndulo por la pared quedando a salvo de las balas que aún no había
querido utilizar contra nosotros ni utilizó contra Gabriel para no dejar rastro
del asesinato consumado.
Walter comenzó
entonces a correr lateralmente por la repisa desde donde había cortado el cable
para conseguir diferentes ángulos de visión y tenernos a los tres a tiro.
Estaba muy alto y los pasos por la cornisa a menudo eran muy estrechos, así que
debía agarrarse a la piedra con una mano y con la otra sostener la pistola
preparada para disparar. Cuando llegó a un cruce con la canal norte volvimos a
tener contacto visual con él, pero la cornisa se cerraba un poco más adelante fusionándose
con la pared, cuestión que quizá Walter no tuvo en cuenta, como tampoco pensó
en la sorpresa que le esperaba tras el espolón siguiente. Entre los gritos y
los choques de las piedras arrojadas contra las rocas hacia el abismo y también
los disparos de su pistola, varias cabras se habían ido apartando hacia atrás
intentando protegerse al final de la repisa, pero llegó un punto en el que no
cabían todas allí, las cabras intentaban encaramarse pared arriba y Walter
seguía buscando esa posición favorable desde la que atacarnos para no dejar
testigos. Un choto de cabra perdió el equilibrio y a punto estuvo de
despeñarse cuando se agarró con las
patas delanteras a un guillomo que crecía en una grieta. El macho cabrío que
dominaba la manada, se plantó en la cornisa con intención de escapar por donde
estaba Walter que nos miraba intentando apuntar de nuevo para disparar. Tan
pronto como oyó los pasos del animal se volvió para ver que ocurría pero sin
dar tiempo a reconducir su bala, el macho cabrío se abalanzó a la carrera
contra él chocando sus enormes cuernos abiertos en forma de corazón contra su delgado
cuerpo, que se precipitó inevitablemente al vacío gritando aterrorizado, hasta
que entre los primeros choques contra las piedras y los espeluznantes crujidos
de huesos, astillados como tablas de madera seca dejó de oírse su desgarradora
voz.
Laura estaba
sollozando apoyada contra mí y al poco rato apareció Jaime que rapelaba con sus
cuerdas hacia nuestra cornisa.
Cuando volvieron
a llamar los de emergencias para pedir su ubicación, aseguró que había un
accidentado probablemente muerto por una caída de escalada.
-Hay que
denunciar todo lo que hemos visto- propuso Laura- seguro que se destapa una gran
red de narcotráfico y así se esclarecerá de una vez por todas el terrible
asesinato de Gabriel.
Intenté
convencerla de que eso no nos serviría de nada. Habíamos perdido lo que más nos
importaba y el asesino había recibido su merecido.
Aunque Laura
tenía razón, porque nuestro deber como ciudadanos era denunciar el delito que
conocíamos, insistí tanto que llegué a convencerla de que lo mejor para todos era
el silencio. En realidad, volví a ser un cobarde. No tengo la suficiente
valentía para afrontar los problemas cara a cara, me faltan agallas. Protesto,
pero tengo miedo de meterme de nuevo en líos. Para mí siempre es preferible
dejar pasar las cosas, aunque sienta una ira incontenible por dentro contra
quienes me están intentando oprimir. Pero le tengo miedo a la gente, a la
Justicia y a la Policía, y doy mil rodeos para evitar un conflicto directo.
Prefiero vivir aislado y siempre huyendo a decir lo que me molesta a la cara.
Para nada me apetecía empezar ahora con otra suerte de juicios que nos llevaran
a un proceso con dos mil folios de sumario. ¿Qué íbamos a ganar nosotros con
eso? Probablemente nos viéramos envueltos en una serie de nuevas amenazas
incluso de muerte solo para que el Gobernador Civil, que acababa de perder a un
hijo, no se viera envuelto en una trama de narcotráfico que pudiera manchar su
imagen.
La pistola que
jamás encontraron, quedó probablemente encajada en una grieta y respecto del
contenido de la cueva, bien sabría Juan el pastor qué hacer con él, porque
probablemente era conocedor ya de su existencia.
Estaba muy claro
que con Jaime me equivoqué. Quizá volví a personificar en él a ese enemigo constante que mi mente necesita
inventar. Un personaje diablesco a quien poder echar las culpas de todo lo que
me pasa. Una rutina mental despreciable que he debido estar cultivando sin
darme cuenta durante muchos años. Cuánto daño derramado. En vez de agradecer su
presencia junto a mí, aunque fuese a su modo, yo le había despreciado en
silencio y él había venido a salvarnos la vida.
VOLVERÁS
EN NOVIEMBRE
1
Cuando el comisario Álvarez llamó a mi puerta yo estaba preparándome para una
ducha como las que solía darme después de salir a correr.
Venía para
preguntarme si había visto algo que pudiese resultar relevante sobre el
asesinato en nuestra propia calle hacía ya cinco noches.
Yo esperaba que
viniesen, tarde o temprano, puerta por puerta, a fin de sonsacar más detalles y
recabar datos sobre la víctima y el posible asesino. Ellos no tenían acceso
directo a los rumores que se hablaban en los corrillos silenciosos del
vecindario. Nadie había visto nada aquella noche o por lo menos eso me dijo. Le
invite a pasar a pesar de estar vestido ya con el albornoz y le ofrecí un café,
pero se negó agradeciéndome la hospitalidad. Sólo estaba teniendo una primera
toma de contacto con todos los que vivíamos en el barrio, por lo que deduje que
volvería.
-Dígame solo una
cosa, señor Aguirre. La noche de autos ¿Oyó usted algún disparo o algún ruido
extraño, no sé, un grito, un coche a gran velocidad o cualquier otro movimiento
que pudiera ser sospechoso?
Negué moviendo
la cabeza con expresión de ignorancia sin saber que contestar. -Hoy solo he venido a
presentarme, vamos a estar unos días investigando por el pueblo y puede que se
les cite a declarar, sólo por descartar, es sin ánimo de molestar a nadie, pero
por favor si van a salir de viaje les ruego lo comuniquen al cuartel de la
Guardia Civil, llamando a la comisaría de Policía o a mí personalmente. Tome,
aquí tiene mi tarjeta, para cualquier cosa puede llamarme a este teléfono.
Pasé toda la
tarde pensando en la situación. Las cavilaciones me quitaban el sueño, el
barrio entero estaba conmocionado, solo se hablaba por lo bajo, mirando de
soslayo, como si la gente estuviese paralizada por el miedo.
Los demás
agentes iban por otros portales pero a mí siempre me tocó el comisario Álvarez.
Sus frías preguntas, aparentemente indiferentes, se repetían en mi mente.
Parecía
despistado como si aún no hubiese hallado ningún rastro. Todos sabíamos que la
víctima estaba muy relaciona con la delincuencia y el mundo de las drogas.
¿Por qué la
policía no seguía esa línea de investigación? ¿Acaso ellos no estaban al
corriente de esto? Deberían saber el estilo de vida de cada ciudadano y a qué
se dedica, para eso les pagan ¿no?
Cualquier
persona del vecindario había visto incontables personajes extraños trapicheando
con la víctima. No era un embrollo muy difícil de resolver. El móvil más probable
que se barajaba era un ajuste de cuentas entre traficantes, pero ¿Quién sabe?
Los delincuentes no acostumbran a pasar por los juzgados para solucionar sus
querellas, tienen su propio código penal. En su funeral no hubo manifestaciones
multitudinarias como cuando asesinan a sangre fría a alguién, esta vez nadie
salió a la calle pidiendo justicia para vengar a un personaje tan pendenciero.
Aún así, la gente estaba intranquila, había ocurrido en la misma acera frente
al kiosco, una noche cualquiera, en un callejón cualquiera y eso dejaba al
descubierto la desprotección a la que todos estábamos sometidos, sobre todo
porque se intuía que la policía no iba a encontrar nunca al asesino y al final el
caso se daría también por sobreseído.
2
-Es usted el
candidato perfecto, posee unas cualidades y una experiencia que me hacen pensar
en uno de los mejores directores que va a tener este Centro, además en los
tiempos que corren necesitamos a alguien de fuerte carácter y con la plena
convicción de que va a ser firme en sus decisiones, alguien comprometido con la
legalidad y que no admita saltarse la normativa. Usted conoce tan bien como yo,
como algunos de sus compañeros…
-Perdone que le
interrumpa, Señor Inspector, le agradezco el ofrecimiento, pero he de
confesarle que no me interesa el cargo. La verdad es que estoy pasando una
etapa delicada de mi vida en la que no deseo enfrentamientos con nadie y mucho
menos con mis compañeros, tengo bastante con mis propios problemas personales.
-Ya veo Sr.
Aguirre, pero en este caso debe primar el interés general, debemos dar
prioridad a la continuidad del Centro, necesitamos a alguien como usted y créame,
no quedan demasiadas alternativas, los que son válidos para el cargo ya han
cumplido con su deber en nombramientos anteriores y no querrá que repitan
cuando también han manifestado su deseo de no volver a ocuparlo.
Me encogí de
hombros como si aquel no fuese mi problema
-Yo no soy
Jesucristo ni William Wallace-pensé.
Él continuó:
-Esta vez le
toca a usted hacerse cargo de la función directiva, que por otra parte he de
confesarle, por experiencia propia, que es algo muy gratificante. Ha llegado su
momento para poder demostrar que esta Institución puede llegar a lo más alto.
Es ahora su tiempo para desarrollar una línea propia de actuación, cambiar
aquellas cosas del pasado que siempre deseo mejorar, cultivar un terreno del
que a largo plazo obtendremos grandes frutos y de los cuales podrá estar usted muy
orgulloso, sentir que ha aportado algo grande y valioso para la sociedad,
crecer como persona y como profesional. Estoy seguro que dentro de cuatro años
me dará la razón y quizá deseé volver a repetir, porque estoy plenamente
convencido de que usted va a disfrutar ahí y se llevará consigo la gran
satisfacción de un trabajo bien hecho.
-De verdad, Sr.
Inspector, le agradezco sus palabras, pero yo, en realidad, no deseo el cargo,
no me interesa. Nunca me esforcé para llegar a ser director, yo quiero
seguir haciendo mi trabajo actual, las tareas que he venido desarrollando
hasta ahora. Sólo deseo seguir dando clase a mis alumnos, esa es la única parte
de mi profesión con la que disfruto realmente, si piensa que me está haciendo
un favor, se equivoca, para mí este nombramiento llega como un gran castigo sin
argumentos.
-Sí, pero
alguien tiene que ser, no puedo admitir su negativa, lleva más de 15 años
destinado en este Centro y todavía no ha pertenecido nunca a ningún equipo
directivo, alguna vez tiene que tomar las riendas usted, además no es tarea
gratuita, tendrá una reducción horaria de nueve horas y una retribución extra
de trescientos euros mensuales, sin contar con la satisfacción personal de la
que ya le he hablado, un ascenso en su carrera profesional es lo más grande a
lo que puede aspirar un trabajador. A partir de ahora ya no va a tener jefe,
porque va a ser usted quien mande.
-No deseo cobrar
más dinero, estoy bien así y no tengo aspiraciones a gobernar nada. Una
responsabilidad de este calibre va a caer sobre mí como una losa que degenerará
en un problema de salud mental. Tengo antecedentes de familiares cercanos con
circunstancias parecidas que lo han pagado muy caro, hereditariamente somos muy
sensibles al estrés y muy nerviosos y no debo anteponer mi trabajo a mi salud.
No lo haga, se lo suplico, conmigo solo encontrará problemas. No voy a
colaborar, sepa usted que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por librarme
de esto y le haré directamente responsable de todo lo que pueda ocurrirme
derivado de esta opresión a la que intenta someterme. No podría Ud.-dije
rebajando el tono- buscar a alguien a quien pudiera causar menos trastornos
este cargo, yo no voy a poder con él.
-¡Es lo mismo
que me han dicho todos! Usted también quiere eludir la obligación, hoy día no
hay nadie con el suficiente arrojo como para coger el toro por los cuernos, en
mis tiempos esto era recibido con gozo, entusiasmo e incluso agradecimiento,
pero debo advertirle de que mi deber hoy es salir de aquí con un director.
-¡Entonces
porque no solucionan ese problema!- protesté airado- Está claro que si nadie
quiere ocuparse de esto es porque el peso de responsabilidad que conlleva no
compensa con las cuatro migajas que ofrecen a cambio. ¡Suban la apuesta! A alguien
le resultará suculento y seductor. Incrementen los complementos salariales,
reduzcan la jornada, ofrezcan premios, un año sabático… ¡Yo que sé! pero no
venga a amenazarme porque no encuentra a nadie. Yo no deseo nada más que paz y
tranquilidad, a mí no me interesa el dinero. No deseo ningún premio que me haga
ser diferente a mis compañeros. Nos recortaron el suelo y después lo
congelaron, nos subieron la jornada, nos quitaron la paga extra, suprimieron de
un plumazo los derechos laborales conseguidos en décadas de reivindicación
social y ahora como recompensa quiere condenarme a un puesto que nadie desea.
Si quiere salir sin cargos de conciencia deje el Centro sin director, todo el
mundo hará lo que debe hacer sin necesidad de que se lo ordenen, sabremos
organizarnos, estoy seguro, pero no pretenda encontrar un reo que colabore con
su verdugo- terminé diciendo en un tono muy poco apropiado ante un superior.
El inspector me
miró distante y contrariado quedando unos instantes en silencio y al fin dijo
muy frío y aparentemente tranquilo:
-Solo se lo digo
por su bien, pero la orden la firmará el Director Provincial. El Estatuto
Básico del Empleado Público establece como falta muy grave la desobediencia
abierta a las órdenes de un superior, así que le ruego medite su situación y
vaya haciéndose a la idea de lo que le va a tocar dirigir. Le aconsejo que lo
reconsidere, lo llevará mejor si acepta e intenta trabajar a gusto con él. Sólo
de ese modo, podremos descartar situaciones embarazosas para ambos.
3
Era imposible
asistir a las dos citas, por eso aquella mañana mis plegarias hacia la nada se concentraron
en pedir que se aplazara una de ellas. Mis amigos Jaime y Rodri habían planeado
una escalada al Morrón de Bordón y yo había prometido a Laura que ese fin de
semana pintaríamos el comedor y la cocina.
Me sentí un
incomprendido, ellos habían decidido ir a escalar con o sin mí a pesar de mis
suplicas y yo me debatía en un conflicto de compromisos. Deseaba reprocharles
no esperarme, pero no podía, a pesar de todo eran mis colegas y a los amigos
hay que cuidarlos.
Abstraído y con
desgana metía el rodillo en el bote de pintura. Soñaba que estaba frente a la
grieta en la que vi ascender sin éxito a Rodri con sus cuñas, teniendo que bajarse
de una que aún permanece allí empotrada. Conozco esa fisura por eso le tengo
tanto miedo. Me había estado preparando física y psicológicamente para
enfrentarme a ella. Sabía que era muy dura, pero también sabía que tenía una
mínima posibilidad de liberarla si el ambiente y mi decisión me eran propicias.
Aquel día reunía todo lo necesario. No solo por la temperatura y el sol, sino
por la compañía con dos de mis mejores “coaches” y compañeros de cordada.
Conforme
avanzaban las horas se afirmaba la posibilidad de que a pesar de no
acompañarles habían partido hacia el Morrón y aunque resignado, yo creía que
aún podría ocurrir el milagro de aplazarlo. Tanto recé que se me pasó estar al
tanto del teléfono y me oculté de lo que podía estar ocurriendo. El caso es,
que cuando me confirmaron que ya habían empezado a subir, era ya tarde para ir
y no pude tomar una decisión acertada porque sentía que cualquiera de las dos
me conducirían al fracaso. Me dejé llevar arrastrado por las agujas del reloj,
no pudiendo evitar que mi mente viajase de un lado a otro, sin lograr detenerse
más de tres segundos allí donde permanecía mi cuerpo. Cuando vi la foto que desde
la cumbre me enviaron, lejos de alegrarme como correspondería a un buen amigo,
la envidia me corroyó por dentro.
No creí que el
golpe contra el cristal pudiese romperlo por completo, pero así son los ataques
de ira. Cuando te das cuenta de lo que has hecho es tarde para arrepentirte. Si
los nervios se apoderan de mí, cualquier cambio de planes que ahogue mis deseos
de libertad o una intención que pueda parecerme injusta me desatan una furia
incontrolada.
Mi falta de
capacidad para la negociación y el diálogo al intentar interferir en los planes
de mi esposa hiriendo su sensibilidad al demostrarle que prefería la compañía
de ellos ante la suya, había convertido la mañana en un debate espeso y absurdo
que me remordía por dentro. Puede que sea una enfermedad, una droga de fuerte
adicción, un potente síndrome de abstinencia, pero mis escaladas han venido
siendo desde hace años mis únicas vías de escape a la realidad. Una alternativa
a la opresora rutina del día a día, una llave de la puerta trasera de cualquier
agobio.
Aquella vez lo
necesitaba como nunca. Era nuestra primera ascensión a la cumbre más
representativa del Maestrazgo. El Morrón de Bordón. ¡Cuántas veces había
deseado pisar su cumbre! Plantarte sobre
él significa convertirte en viento, deslumbrarte con las celestes aguas de
Santolea, dominar la lejanía hasta la provincia de Castellón y sentir que
sobrevuelas la tierra del Bajo Aragón.
Sé que aquel no
fue el comportamiento lógico de una persona civilizada, que una reacción
violenta, aunque sea contra un objeto, puede ser entendida como una agresión
hacia los sentimientos de otra persona. Sé que me comporté como un niño
enfadado que patalea. Como un desequilibrado. Sé que esos sentimientos son
egoístas, miserables y mezquinos, pero aún así la sinceridad no me hace mejor
persona.
Cuando ocurre
todo esto me siento derrotado, me doy asco a mi mismo y quiero desaparecer. La
culpabilidad cae sobre mí como una espesa y fría escarcha que me nubla el
pensamiento y comienza una agonía que no se me va ni cuando arranco a llorar. Sólo
el dormir tras un cansancio extremo haciendo deporte o una larga y acelerada
caminata por senderos escabrosos, pueden darme algo de alivio, hasta que el
arrepentimiento logra hacer las paces con mi corazón relajando la tensión
mental poco a poco. No estoy bien, lo sé, necesitaría la ayuda de un
especialista, pero después de tantos años sigo sin confiar en ninguno de ellos.
Lo peor de todo
es que aquella vez, añadido al fuerte estruendo de la caída de cristales y al
derramamiento de lágrimas en los ojos de Laura, hubo un profundo corte en mi
mano derecha que sangraba profusamente con un alarmante rojo oscuro, al poco de
abrirse en la piel un amplio surco de labios anaranjados. Me apreté en la
muñeca con la izquierda y goteando por las baldosas salí de la cocina hasta el
lavabo. Laura asustada vino en mi auxilio y me pidió que le enseñase la herida.
Solté mi mano y se la cedí tapando mis ojos más de vergüenza que de dolor. Me
regañó llamándome la atención por lo que había hecho, pero compadeciéndose y
apiadándose de mí, me lavó la herida e intentó contener la hemorragia con una
venda. No paraba de sangrar, se empapaban las gasas al instante, así que Laura,
a pesar de mis rogativas, decidió llevarme al Centro de Salud.
El médico me
dijo que no me había tocado los tendones de milagro y justificó lo aparatoso de
la herida diciendo que los cortes en la mano son muy escandalosos por la cantidad
de capilares que terminan en ella. Mientras me cosían, pidió a Laura que saliera
para hablar con él. Yo estaba más inquieto por lo que pudiera preguntarle que
por los pinchazos de los puntos.
Cuando la
enfermera terminó de vendarme y me colocó el cabestrillo, el médico nos dio un
volante para acudir al hospital de Teruel, -sólo por descartar- dijo.
Palomera fue
nuestro primer paraíso y también el principio de nuestro infierno. Un lugar
para soñar en los albores de nuestra vida escaladora y amorosa y el terrible
escenario de la pérdida de un gran amigo. Dieciséis años después, Laura y yo
habíamos perdido casi por completo ya, la tenue pasión de nuestros primeros
encuentros, fruto de los cuales había nacido nuestra única hija, que en plena
adolescencia nos estaba martirizando con sus comportamientos, contestaciones y
variados problemas juveniles. Aun así hubiésemos dado la vida por ella, era un
encanto y sobretodo nuestro motivo principal por el cuál seguir luchando
juntos. Dicen que hay quince momentos para ser feliz en la vida, yo al menos
había gastado dos de los más importantes. Uno de ellos fue su nacimiento el
otro, casi acto seguido en el tiempo, aprobar las oposiciones a Profesor de
Enseñanza Secundaria.
Muchas personan
piensan que los escaladores somos gente dedicada al vagabundeo que aparentan
algunos de los más apasionados por este deporte, pero en realidad la mayoría de
nosotros tiene una vida normal paralela, con trabajo, familia, hipotecas… en
fin circunstancias mundanas que hacen nuestra existencia a veces insatisfecha,
a veces oscura, otras con inmensa felicidad aunque sea bastante fugaz.
En realidad, yo
siempre quise escapar, vivir como vivió mi viejo amigo Gabriel, volar y volar
sin parar, abandonar la rutina para entregarme por completo a la vida natural
en cualquiera de los pequeños pueblos del Maestrazgo, disfrutando de sus
paisajes y de su eterna tranquilidad, de las tenues luces de sus calles, de las
escasas chimeneas humeantes y la magnífica silueta de sus crestas rocosas
recortada contra el anaranjado crepúsculo de noviembre. Su inmensa paz, su
amable gente acogedora, sus impresionantes paisajes de valles encañonados y
fértiles huertas que me llamaban para no marcharme pero me faltaba el valor para
enfrentarme a las garras del atroz materialismo que necesita de una rutinaria
esclavitud hacia el trabajo remunerado y su pequeña dosis salarial adictiva.
Solo algunos cortos periodos de tiempo me permitía el lujo de acercarme a
alguno de estos pequeños núcleos prácticamente deshabitados para quedarme a
vivir allí un fin de semana, acaso algún puente largo, pero todo para al final
terminar haciendo caso a mi vana obligación de volver a la civilización
capitalista, donde ocurren historias urbanas propias de las relaciones humanas
menos venerables, donde la vida se convierte en una repetición de tareas
automáticas y los días se suceden muy semejantes unos a otros.
Pero esta vez,
tras casi tres lustros apalancado en la rutina, me volvía a la mente la tragedia
de nuestro amigo común Gabriel.
4
Me desperté
atado a una cama. Al principio no recordaba nada. Me sentía tan aturdido que no
sabía si estaba todavía al final de la última pesadilla o despierto. Comenzaba
a amanecer. La grisácea luz mortecina del final de la noche se iba tornando al
púrpura del amanecer con un horizonte cada vez más incandescente. Yo seguía
intentando levantar los brazos, pero la lentitud de mi letargo hacía que los
músculos no pudieran obedecer a una fuerza que requería una voluntad también
trastocada.
Confundido y sin
tener claro cómo había llegado hasta allí, intenté hacer un esfuerzo por
recordar, pero mi mente tenía una resaca descomunal. Me encontraba tan extraño
en ese lugar que no quería creer lo que había pasado.
Entre los retazos
de las imágenes entrecortadas que llegaban a mi memoria empecé a deducir lo
ocurrido para reconstruir los hechos. Asustado, vi mi mano derecha vendada y
empecé a tener miedo por la situación real.
Cuando Laura me
llevó a urgencias la tarde anterior, me dejaron a solas con una enfermera que
exploraba mis heridas y a ella la llevaron de nuevo aparte para hablar con otro
médico. Yo los oía cuchichear en el box de al lado. Me estaban poniendo otra
vez nervioso, más preocupado con el interrogatorio, que con el alcance de mis
lesiones en las que se corroboraba que no había ningún corte de nervios ni
tendones. Mi vergüenza crecía exponencialmente con el tiempo de su ausencia y
afloraban en mí unas ganas locas de que nos dejasen volver a casa para
descansar junto al calvario, ya conocido, del arrepentimiento. Pero al oír
sollozar a Laura comprendí que las cosas iban a ponerse peor de lo que ya
estaban.
Entró de nuevo
el médico y me dijo que quería que me viese el psiquiatra. Estupefacto, torcí
el gesto y le dije que deseaba volver a casa. Les agradecí su atención y las
observaciones a mis heridas, pero les pedí que me dejasen descansar.
-Tranquilícese,
solo será un momento, es bueno que le vea el especialista.
Yo relacionaba
la palabra psiquiatría directamente con la locura y los sanatorios mentales
con cárceles blancas de personas que molestan y con la reclusión de lo que se
considera basura social. Aquello me puso cada vez más molesto hasta que me
planté de la cama y exigí a gritos que me dejasen salir. Cuando pedí mi ropa
arrancándome el camisón azul, con intención de largarme, entró el psiquiatra
con cinco celadores que parecían gorilas y con la serenidad de la rutina ordenó:
“¡Conténganlo!”
La palabra
contención es otro de los múltiples tecnicismos utilizados en medicina, que
hacen más preciso el lenguaje entre sanitarios, pero que sigue confundiendo a
los profanos, haciéndonos creer que lo que acabamos de oír es algo muy
específico e importante, para que al llegar a casa todos tengamos que buscar en
el diccionario afecciones tan comunes como exantema o cefalea y terminar
dándonos cuenta que solo se trata de un simple sarpullido o un dolor de cabeza.
La contención
consiste en coger a una persona entre varios forzudos que saben manejar muy
bien a un detenido, tirarla al suelo e inmovilizarla mientras otro le clava
rápidamente una aguja e inyecta un líquido tranquilizante vía intramuscular, que
paraliza al reo hasta que deja de gritar desconsolado, agarrotado por sus inútiles
forcejeos, exhausto, jadeante, asustado e impotente contra quienes ahogan sus
intentos de libertad.
De ahí me venían
los dolores en mis brazos y los hematomas que me veía en los bíceps a través de
la abertura del pijama.
El sol acababa
ya de salir y entraban los primeros rayos por mi ventana. Seguía sin poderme
mover. Al poco entró la enfermera con el desayuno.
5
La primera vez
que vinieron a verme fue un viernes por la tarde, tres días más tarde de mi
ingreso. En la hora y media reglamentaria que dejan para las visitas pasaron a
verme casi todos mis allegados, siempre de dos en dos, no se permite más gente.
No sé si será el
pijama azul, el ambiente enclaustrado o la mueca aletargada de la medicación,
pero hasta mi hija me veía extraño. Es curioso, pero a cualquier persona, aparentemente
cuerda, que la vistan así en la unidad de agudos de salud mental parecerá un
demente. Los primeros días veía a mis compañeros realmente tarados, pero cuando
los conoces más a fondo te das cuenta de que son como tú, cada uno con sus
peculiaridades y sus problemas particulares.
Quizá fuese Laura
la única que sabía que yo seguía estando tan loco como siempre, tan cuerdo a veces.
En tantas ocasiones me había visto irritado y fuera de mis casillas que se
había acostumbrado a aguantar a una personalidad tan voluble e irascible como
la mía. Nunca se había atrevido a traerme aquí, a pesar de que el daño físico
que yo me provocaba con las autoagresiones esporádicas a ella le sentaran como
un puñal clavado en su corazón.
En la primera
consulta el médico nos dijo que en unos días me darían el alta, que una vez
estabilizado con la pauta del sueño y la medicación, todo volvería a la
normalidad y podría llevar la vida de antes. Pero yo empezaba a impacientarme,
había pasado más de una semana y seguía sin ni siquiera dejarme salir al paseo
al que tenían derecho muchos de mis compañeros.
Yo me veía
encadenado a aquellas paredes y a las decisiones de un facultativo que valoraba
subjetivamente mi estado de acuerdo a lo que observaban las enfermeras en mi
comportamiento. Nunca sabré lo que le contaba mi familia sobre mí, ni si aquello
pudo influir en las prescripciones de mi tratamiento.
Me sentía fatal,
derrotado, arrepentido y traicionado por todos. Creían que aquello era lo mejor
para mí, pero yo no lo aceptaba. Decían que permanecer ingresado unas semanas
me ayudaría mucho y que saldría de allí fortalecido si me tomaba en serio un cambio
de conducta. Pero yo comprendía muy bien que, aunque algo aturdido y paralizado
por las pastillas, en el fondo seguía siendo el mismo de siempre. Estos
entuertos mentales ocasionales los solía curar yo poco a poco, andando por el
monte, que es donde mejor me siento, y reflexionando sobre mi mal comportamiento.
Pero ahora estando retenido y encerrado, dejando que sólo las cosas pudieran
venir a mí y nunca yo a ellas, la situación se me hacía insoportable. Lejos de
sentirme mejor, el ansia por salir de allí me superaba. Quizá el médico al
verme cada vez más nervioso creyera que aún no estaba curado. Además si en
adelante, cogía otro cabreo tendrían que volver a encerrarme y me advertían,
amenazándome, con que el segundo ingreso sería peor. Estaba perdido, como en un
círculo vicioso. Sentía que jamás podría salir de allí, por eso tomé la firme
determinación de acabar con todo aquella misma noche. Necesitaba desaparecer. No
podía soportar volver a la vida normal. Una vez que has pasado por aquí todos
te miran buscando algo raro en tu mirada, una diferencia. Sabía que me sentiría
muy observado tras el alta médica, como si alguien vestido de luto se pusiese a
bailar en una verbena.
La despedida con
Laura en la visita de la tarde anterior fue emotiva, pero muy distante y
distinta a las demás. En su mirada percibí que adivinaba mis intenciones, pero
solo una lágrima en su ojo derecho resbalando por su tibia mejilla protestó
para que no lo hiciera, mientras nuestras manos se separaban para siempre.
Cuando me dieron
la medicación después de la cena, hice un giro rápido con la lengua y oculté
bajo ella los dos comprimidos que debía tomarme, agarré el vaso de agua y fingí
que las tragaba. Repentinamente, simulé una tos y las escupí con disimulo en mi
mano para volver a beber agua inmediatamente. Al mismo tiempo, las deposité
bajo el colchón sobre el que estaba sentado procurando que no se diera cuenta
la enfermera. Necesitaba estar bien despierto esa noche para mis propósitos o
vería de nuevo amanecer entre las rejas de aquella cuarta planta de hospital.
A eso de las dos
de la mañana todo estaba en silencio. A oscuras, me arrastré sigiloso desde la
cama. La puerta ya no chirriaba porque me había encargado de echarle un poco de
aceite de la ensalada soplando con los labios en la unión de la bisagra. En el
pasillo tampoco había nadie. Solo la luz inmóvil del control iluminaba de forma
tenue y sin sombras la parte central. Se intuía que quizá la enfermera y el
celador también dormitaban sobre sus sillas.
Volví a cerrarla
muy despacio, soltando suavemente la manilla y de nuevo en el interior empecé a
preparar la sábana que me iba a servir de cuerda. Abrí la ventana despacio y la
até al radiador dejándola descolgar hacia abajo.
Salí de nuevo al
pasillo dejando la puerta abierta de par en par, para después ocultarme en la
sala de juegos de mesa que hay justo enfrente. Por la ventana de mi habitación
entraba una brisa que empujaba hacia adentro la cortina dejando a entender que
ya me había escapado. Siempre tuve muy buena puntería, así que agarré una caja
de fichas de dominó y con todas mis fuerzas la estrellé contra los cristales
haciéndolos saltar en mil pedazos, con un estrepitoso choque que sonó por toda
la planta. Yo me escondí en la penumbra como un gato al acecho.
A los pocos
segundos se oyeron movimientos en el control. El celador y la enfermera
sobresaltados avanzaban rápidamente por el pasillo hacia donde habían creído oír
el ruido y al ver mi habitación abierta se colaron dentro encendiendo la luz.
La ventana abierta les alertó y se acercaron a mirar la sábana que colgaba
pared abajo. En ese momento aproveché para salir de mi escondite y avanzar
hacia el control.
Me colé en la
salita y con un fuerte tirón, arranque los cables del teléfono y la alarma.
Cogí un trozo de esparadrapo, levante el microteléfono del portero automático
de la planta y lo dejé pegado presionando el pulsador de apertura de puerta.
Entonces corrí por el pasillo hacia la salida. El chicharreo del desbloqueo
sonaba como un zumbador en el silencio de la noche y cuando estiré para abrir,
percibí que alguien me perseguía. El celador tenía intención de detenerme.
Pensé que era inútil intentar escapar en chanclas con una persecución en
los talones. Así que me agaché tras la puerta y en el momento en que asomó su
cuerpo arremetí con todas mis fuerzas aplastándolo entre las dos hojas y
dejándolo tirado en el suelo medio inconsciente.
Aprovechando que
la enfermera no podía abandonar la planta ni activar la alarma, enfilé la
escalera de emergencia por la puerta que utilizan a hurtadillas los sanitarios
fumadores y baje hacia la salida de la parte trasera del hospital. Procuré que
nadie me viera, aquel pijama azul me hubiera delatado enseguida. Tuve que
cruzar como un rayo la puerta de urgencias, afortunadamente la noche estaba muy
tranquila, solo se oía el murmullo ronco de la sala de calderas. Salté la valla
y a la carrera desaparecí de las inmediaciones del hospital por el sendero que
baja a la cuesta de Cofiero.
Mi hermana
siempre tiene el coche en el portal de su edificio. Sabía que ese fin de semana
se habían ido a Villarluengo con el pickup de su marido. Aprovechando la
arraigada costumbre en nuestra familia de esconder una llave cerca del portal,
por si se pierden las habituales, fui a buscarla porque en alguna ocasión me
había mostrado ese secreto. Entré en su piso, el mismo que le vendió Jaime
cuando se sintió estafada y yo arrepentido de haberle dado su teléfono. En
efecto no había nadie. Me quité el pijama hospitalario y busqué ropa de mi
cuñado en el armario y unas botas. Tomé prestada también una mochila que le
habíamos regalado la primavera anterior y un saco de dormir, cogí de la nevera
una botella de agua, dos cuchillos del cajón de los cubiertos, tenedor, cuchara,
una taza y una cazuela, por último las llaves de su coche. Ahora solo tenía que
lograr escapar de Teruel sin que ninguna patrulla alertada por mi fuga me
parase. Era sábado y los controles de alcoholemia blindaban todas las salidas
de la ciudad.
Salí por la
carretera de Alcañiz y al bajar la cuesta hacia el río Alfambra vi las luces
azules de los coches patrulla situados en el cruce -ya están ahí- pensé, pero giré
deprisa el volante y volví dirección al Planizar por una pista de tierra.
Apagué los focos y circulé muy despacio con miedo a salirme del camino o
tropezar con una piedra iluminado tan solo con la luz de la luna llena. Aquel
camino lo había recorrido cientos de veces para ir a la Peña del Macho y para
salir de la fiesta de la Vaquilla sin tener que soplar.
Pase por debajo
de la autovía y me incorporé a la carretera por la vía del puente Minero, con
miedo a que hubiesen visto mi sospechosa maniobra y viniesen a por mí.
Nervioso aceleré
a fondo y cogí rumbo hacia Cantavieja. Al llegar a Corbalán ya me había cansado
de mirar por el retrovisor, no se veía ni un alma por aquella retorcida carretera
y me centré en mi destino.
Poco antes de
las cuatro de la mañana ya estaba en Villarluengo.
6
Aparqué el coche
dos portales más abajo, a veinte metros de la segunda residencia de mi hermana,
una casa heredada de la madre de mi cuñado que habían arreglado hacía dos
veranos. Cogí la mochila y cerré el coche. Observé el maletero por si había
algo que pudiera serme de utilidad, tenía unos mecheros de propaganda, una
linterna frontal, un pequeño rollo de alambre y una navaja multiusos con
alicate incluido. Me acerqué con sigilo a su buzón y deposité en él las llaves.
Junto a ellas metí un papelito que decía “Me he fugado, por favor haz como si
no supieras nada”.
No quería
molestarles era muy tarde y tampoco deseaba un interrogatorio del porqué ni adónde
me dirigía.
Salí andando
bajo el balcón de los forasteros. El río Guadalope sería a partir de entonces
mi guía espiritual, mi santuario y mi hogar.
Siempre tuve la
Cueva de los Baños como un refugio personal en caso de fuga. Un zulo abierto a
la soledad, a lo desconocido. Pensaba siempre en ella como una alternativa al
exilio de otra posible Guerra Civil. Me hubiese ido también a vivir allí sin
motivos, aquello me parecía un paraíso, pero me quedaba la duda de si
encontraría suficiente comida para subsistir a lo largo del año, qué hacer
cuando se me rompiera el calzado o cómo soportar las temperaturas muy por
debajo de cero en las peores noches del invierno o a quién recurrir si caía
enfermo…
Ahora que me
tocaba venir a la fuerza, no había dudas de que tenía que intentarlo y la
herida de la mano con la que rompí el cristal, estaba cerrada y ya no me dolía,
me quitaron los puntos dos días antes de la fuga. De todos modos pensaba que no
podía ser tan complicado establecerse allí, en plena naturaleza, de otro modo a
los primeros pobladores les hubiese sido imposible ocupar este territorio,
lleno de abrigos y con las pinturas rupestres que no dejaron en su legado.
Nuestros ancestros salieron de África hace más de cien mil años con tan solo
unas herramientas de piedra y mucha ilusión por conocer un mundo nuevo. El
problema que tenemos los humanos actuales es similar al del elefante de Bucay
atado a una estaca desde que nace, después, cuando es adulto, no se atreve a
utilizar una minúscula parte de su fuerza para arrancarla, porque cree que no
podrá hacerlo. Nos han acostumbrado a todo tipo de hábitos que llaman
comodidades convertidas luego en necesidades. Ataduras que generan un bienestar
ficticio cargado de normas y obligaciones, de modo que nacido en buena cuna y
no faltándote alimento ni calor alguno, ni uno solo de los días de tu vida, no
te imaginas como puede ser la existencia sin eso que crees esencial e
imprescindible. Nos han domesticado. La sociedad organiza todo para complicar
lo simple: lactancia artificial, aseos cerrados, comida embolsada, recogida de
residuos, agua embotellada, ducharse todos los días, calefacción central,
gimnasios, adelgazar, dos juegos de vajilla, tres de sábanas, diez pantalones,
esclavizarte con un trabajo para poder comprarlo todo… quien no dispone de
tiempo suficiente para disfrutar padece de la más absurda de las pobrezas. Yo
observo a los animales del bosque y veo que no utilizan pieles de otros para
guarecerse del frío, ni tienen más herramientas que las extremidades con las
que nacieron y no creo que piensen que vivir así sea una tragedia, más bien al
contrario poseen algo muy grande que nosotros perdimos con las primeras
civilizaciones neolíticas: la libertad. Además allí no iba a tener una
competencia tan atroz como en una ciudad, donde solo consigues alimento si te
dan limosna, si te ayudan los escasos viandantes apiadados de tu exclusión,
mientras miras con súplica a los bien vestidos que hartos de ver a tantos
indigentes pidiendo te ignoran, te miran mal o te llaman vago. También eso lo
había pensado, llevaba meses diciendo que acabaría durmiendo en la calle bajo
una caja de cartón. Estaba iniciando desde hacía tiempo un proceso de
desintegración social. Pero en este tramo del valle, donde se ubica la cueva
junto al río, no se veía a nadie que pudiera hacerme desprecios,
probablemente pasaban muchos meses sin que ningún ser humano se adentrara por
allí. El sendero de descenso al profundo cañón que ha labrado el Guadalope a lo
largo de milenios está casi borrado, crece tanta maleza de por medio que
despista al que lo recorre y puede hacerle perder el rumbo. Es muy difícil
llegar si no conoces bien el camino.
Llegué a Los
Baños al amanecer, tras haber recorrido en una maravillosa marcha nocturna con
luz de luna, los senderos de Las Calzadas y el Azagador, pasando por el puente medieval, que llaman de la villa sobre el río
Cañada, hasta la masada de la Sisca, donde comienza el sendero de descenso al
río. Yo ya no tenía sueño y el sol comenzaba a brillar anaranjado sobre el
horizonte. A pesar del aire frío se estaba muy a gusto caminando. Dejé la
mochila en la cueva y me paré a descansar saboreando por fin mi libertad.
Estaba muy ilusionado, tenía muchas ganas de empezar una nueva vida en los
Baños.
Aquel día deseaba
remontar el río para ir al Pozo del Invierno, otro precioso tramo encañonado
del río Palomita que en su parte superior posee una era con un antiguo pajar.
Sabía, por las veces que había estado allí practicando barranquismo, que sobre
sus estrechas gargantas y sus largas cascadas, hay una caseta medio derruida
donde el último dueño, ya fallecido, guardaba una dalla, un azadón, un serrucho
y una segur que me iban a hacer un papel perfecto para prepararme un sitio, lo
más habitable posible, en la zona selvática en la que había decidido instalar
mi hogar. A menos de quinientos metros de la cueva, río abajo, se halla también
medio en ruinas la casa de un antiguo balneario, donde llegó a vivir la tía
Rosa ahora ingresada en un residencia de ancianos en Alcorisa. A sus más de
noventa años todavía cuenta cómo los paisanos de su época aquejados de reuma,
bajaban en burro hasta el balneario para tomar sus hidroterapias termales en las
minúsculas piscinas de agua caliente y que aunque les cobraban por el
hospedaje, ellos mismos traían pollos vivos, huevos, hortalizas y otros víveres
para autoabastecerse de comida. Sí, sí, hay una fuente de aguas termales allí
mismo. Siempre me dio pena ver caer una obra de arte como esta. Solo con
arreglarle el tejado se podría volver a hacer habitable aquella construcción y
yo iba a tener todo el tiempo del mundo para ella. Se acababan de terminar de
golpe los horarios, las prisas, los quehaceres domésticos, consultar los
correos, las compras, ver telediarios, películas de estreno, reuniones… nadie
que no lo haya experimentado antes puede hacerse una idea de lo que da de sí el
tiempo fuera de la civilización. La verdadera sensación de libertad es aquella
que te permite elegir la dirección que te plazca porque nadie va a intentar
pararte, preguntándote adónde vas ni pediéndote que no lo hagas. Nunca antes me
sentí como entonces.
En el camino río
arriba comí uvas, higos, frutos de un madroño que hay tras la casa y algunas nueces
caídas ya maduras que a principios de noviembre saben a gloria. Pero a mi
regreso, esa misma tarde, cargado con toda la herramienta rescatada de las
ruinas del Pozo del Invierno, se habían metido en la cueva unos inquilinos tan
extraños como inquietantes.
7
Mi hermana rasgó
el papel que le había dejado en el buzón junto a las llaves de su coche en mil pedazos.
Sé que no le gustó hacerlo pero su carácter comprometido le impedía traicionarme
y aunque no le gustara mentir, cuando Laura la llamó para avisarle de que me
había fugado del hospital intentó poner voz de sorprendida. Eso sí, tenía la
firme convicción de cantarme las cuarenta cuando volviéramos a vernos, tarea
que yo no escribí en mi agenda, pues no tenía la más mínima intención de
volver. Claro que a su marido tuvo que contárselo todo, sino ¿cómo le explicaba
que su coche hubiera aparecido aquella
mañana en Villarluengo?
-No te preocupes
Laura en cuanto sepa algo te llamo, este hermano mío siempre las está liando. Y
no llores cuñada que pronto se arrepentirá y volverá ¿Qué va a hacer por ahí
sin más compañía que su sombra?
Bien sabía mi
hermana que podía cuidarme yo solito y aunque estaba preocupada sabía, por lo
que le escribí en la nota, que no había cometido ninguna atrocidad contra mi
vida. Pero aún así le parecía una barbarie abandonarlo todo a tan pocos días de
recibir el alta médica. Dejaba sola a mí mujer, a mi hija, un trabajo estable,
la casa, el coche… todo aquello por lo que un hombre “decente” lucha en la vida.
8
Estaba tumbada
jadeando, levantaba la cabeza y miraba hacia atrás, yo no sabía si acercarme o
dejarla tranquila, asomaban por detrás las pequeñas pezuñas blancas de un nuevo
ser. Salí de la cueva y me dediqué a buscar leña para hacer una fogata antes de
que cayese la noche, a la vuelta vi que la pobre vaca apenas había avanzado con
su parto, yo temía que no pudiese acabar con éxito y empecé a preocuparme por
cómo sacar aquel enorme animal de la cueva si se malograba el alumbramiento.
Así que me acerqué con sigilo e intenté acariciar su lomo, la vaca volvió a
levantar la cabeza intentando hacer esfuerzos para sacar a su cría aunque
fuesen en vano. Me arremangué y con cuidado empecé a estirar de las patas del ternero,
pero aquello parecía anclado a las entrañas de su madre. Decidí estirar con más
fuerza y me fui entregando tanto a la tarea que a los pocos segundos mi cuerpo
se volcaba por completo colgado hacia atrás. La vaca seguía empujando, ahora parecía
que con más fuerza al verse ayudada por mí. Tantos esfuerzos conjuntos hicimos
que al final vi salir el hocico de la criatura y sus orificios nasales.
Entonces empecé a estirar todavía con más pasión, metí las manos casi hasta el
codo para ayudar a sacar la cabeza y en el momento que asomaron las orejas, como
si de un atasco se tratase, todo el cuerpo del jato salió de un tirón. Yo me
alegré muchísimo de haberlo conseguido y creo que la vaca también. Fui a
lavarme al río y encendí la fogata al otro lado de la cueva, la vaca se levantó
despacio y empezó a lamer al ternero retirando la membrana amniótica adherida a
su piel. Entre el calor del fuego que ahora empezaba a subir y el de su madre,
el ternero se fue levantando y se acercó a la ubre para empezar a mamar un
nutritivo y sabroso calostro.
Estaba
anocheciendo y la estampa me pareció tan sublime como la de algún belén
viviente en mi más tierna infancia. Cogí la dalla, pasé la piedra de afilar de
atrás hacia adelante tal y como me enseñaba mi abuelo y salí a la puerta de la
cueva a cortarle un montón hierba a la vaca para que pudiese pasar la noche.
Cuando el fuego
se fue extinguiendo y solo quedó el pequeño resplandor de las brasas en forma
de gigantescos rubíes, los tres empezamos a buscar un rincón donde tumbarnos
para descansar y pasar la noche. Había sido un día realmente agotador.
A la mañana
siguiente me desperté mirando feliz al ver como el ternero se aferraba a mamar
de nuevo moviendo alegremente la cola. Su apetito y su fuerza me abrieron también
el mío y me acerqué sigilosamente, con la taza que traía en la mochila. Me
senté al otro lado y acaricié la barriga de la vaca, se me hacía la boca agua.
Quedaban tres ubres libres todavía. Lentamente cogí una teta con la mano y en
la otra la taza. Apreté suavemente pero solo obtuve una minúscula gota, volví a
hacerlo pero por más que apretaba no salía el chorro esperado. Me amorraba de
vez en cuando a chupar directamente las gotitas obtenidas, pero si pretendía
desayunar así me iba a costar un buen rato. Mientras el ternero engullía a
borbotones, o eso es lo que a mi vista y a mi estómago se les antojaba, me
pareció oír una especie de mugido lejano fuera de la cueva. Otra vaca pensé. Al
poco rato, lo volví a oír, pero esta vez más largo y más cercano. Estuve a
punto de salir de la cueva para ver qué era lo que producía aquel escándalo,
pero cuando escuché voces humanas entremezcladas con aquellos sonidos, me quedé
paralizado.
-Hortelana, pero
si estás aquí- gritó el ganadero contento de haberla encontrado cuando se asomó
por la puerta de la cueva. Llevaba un cuerno hueco en la mano para llamar a sus
reses, solté rápidamente la ubre, pero no me dio tiempo a esconderme, permanecí
tras la vaca y su ternero. Todavía no me había movido, cuando el pastor se dio
cuenta de que detrás de su res había algo extraño.
-Pero… ¿quién
anda ahí?
Me levante
despacio pegado a la pared e hice un pequeño gesto de saludo con una leve
sonrisa.
-¿Qué haces por
aquí, maño?- me preguntó en tono amigable.
No sabía que
contestar, iba a decir que estaba dando un paseo, pero el saco de dormir
todavía extendido delataba que había pasado allí la noche.
Vio mi taza y la
cara de hambre que ponía y comprendió que estaba intentando ordeñarla.
Tendió su mano y
me dijo: -Trae te enseñaré a muirla-.
El ganadero se
sentó en la misma piedra que yo había estado y acarició la piel de la vaca
susurrándole: -Tranquila, hortelana bonita- a la tercera compresión secuenciada
y enérgica que hizo con sus dedos sobre la ubre, ya empezaba a salir un
chorrito como para llenar la taza.
-¿Y de dónde eres?
-Vivo en Monreal
del Campo- contesté sin dudar -Me llamo Jesús, estoy de ruta por aquí-.
-Marcos, mucho
gusto. Monreal del Campo está al lado de Calamocha, ¿no? El otro día salió en
la tele lo del hombre ese que mataron en plena calle y que por lo visto no
encuentran al asesino.
-Ah, sí- asentí
sin añadir ningún comentario y me amorré a la taza para beber la sabrosísima
leche recién ordeñada. Él me miró tranquilo.
-Hacía ya tres
días que no volvía a casa la Hortelana y yo sabía que estaba a punto de parir. Me
dije… esta se ha bajado al río y ...¡Justo! aquí estaba. ¡Toma bébete otra!- y
me pidió la taza de nuevo para volver a llenarla.
Le dí las
gracias, pero me limité a escuchar mientras la muía.
-No te iría mal
una vaca así en la cueva ¿eh?, pero a la Hortelana me la tengo que llevar al
establo no se vaya a perder por estas laderas llenas de maleza. ¿Qué te parece
si le ponemos al ternero de nombre Durruti?-
Asentí con la cabeza
fingiendo que me parecía un nombre de lo más acertado. Le agradecí la atención
y me disculpé diciendo que no tenía nada que ofrecerle, pero no le importó
demasiado.
-Bueno si
necesitas cualquier cosa yo estoy todos los días en la masada de la Torre Soriano,
subes por aquel sendero y ahí me tienes.
Me quedé
pensativo viendo como Marcos se llevaba a Durruti y a su madre.
-Me costará toda
la mañana subirlos, pero ¿qué importa? no tengo prisa- me gritó a modo de
despedida.
-Puedo ayudarte
si quieres- me ofrecí.
-No gracias, yo
creo que los manejaré bien, la Hortelana es muy tranquilaza, pero muy obediente.
La vista sendero
arriba cada vez los hacía más pequeños e invisibles, hasta que desaparecieron
por completo entre la maleza.
Me quedé de
nuevo solo pero tenía que ponerme en marcha para aprovechar la luz solar que
tanta vida me da.
9
Estaba pensativo
cuando recordé el segundo día que el comisario Álvarez llamó a mi puerta. Venía
con la intención de acusarme, estoy seguro. Sentí que me trataba como a un
sospechoso, quizá fuese esa su manera de ir descartando.
-¿Usted lo conocía?
-Más bien, no.
-Pero, sabe quién era a la víctima- me dijo
apoyado de nuevo en el portal.
-Solo de vista.
-Tengo entendido que era muy conocido en el
barrio y por cierto no muy bien recibido por su conducta.
-Según se rumorea ha debido de ser un ajuste
de cuentas entre traficantes, tema de drogas- me precipité a decir.
-También se dice que acosaba a las chicas
jóvenes.
-No voy a negarle que aunque nadie le
deseará lo que ha pasado, para el vecindario, en cierto modo, haya caído como
un alivio.
-Comentan las amigas de su hija, señor
Aguirre, que a ella también la seguía y que en una ocasión sufrió un ataque de
este hombre, llegando a sujetarla por los brazos y a manosearla.
-Mi hija ha estado bastante afectada con
este tema, le ruego que no la interrogue, está muy sensible.
-El forense en la autopsia ha descubierto
que la herida del cráneo no es de bala, más bien de una herramienta afilada
estrellada con velocidad contra la parte trasera de la cabeza. La víctima murió
en el acto- afirmó el policía dejando un largo silencio con la mirada como para
que yo comentase algo.
-¿Un hacha?- pregunté dubitativo al fin.
No más bien debía ser como un pincho,
abrazado a un mango corto, tenía una trayectoria limpia de tres centímetros en
el cerebro.
Le miré asombrado.
-No se asuste señor Aguirre, pero vamos a
tener que mirar casa por casa, todos los utensilios de cocina y herramientas,
por si el presunto asesino lo guardó o lo arrojó a un tejado o por encima de un
muro. Mañana pasaremos con una orden judicial para poder investigar en sus
viviendas, necesitamos encontrar el arma homicida.
-¿No creerá usted…?
-Solo estamos descartando vías de
investigación, no se preocupe.
Tampoco aquella noche pude dormir, la mirada
del comisario se clavaba en mi frente cada vez que cerraba los ojos para
intentarlo. ¿Por qué no buscaban en las casas de los que se relacionaban con
él? Podían encontrar a alguien que le debiese dinero o que hubiese sido
engañado en alguno de sus trapicheos.
A las diez de la mañana del día siguiente,
tocaron de nuevo al timbre, esta vez no venía solo. Al comisario Álvarez le
acompañaban otros dos policías más y una secretaria que me enseñó la orden
judicial en la que se daba permiso para registrar mi casa y en la que se me
instaba a no retirar nada de ella mientras durase la investigación. El
comisario me dijo que estuviese tranquilo que este no iba a ser un registro
violento ni de requiso.
Me pidieron que les mostrase los cajones de la
cocina, cosa que hice de buen grado, luego me pidieron que enseñase los utensilios
de la huerta y el jardín. Los bajé al patio y abrí la caseta de madera donde
los guardo, después las herramientas de bricolage, para las cuales tuvimos que
entrar en la cochera. El comisario pronto se fijó en el material de escalada
que tengo colgado de los ganchos de la pared cerca del techo y me preguntó.
-¿Es usted aficionado al alpinismo?
-Más bien a la escalada- le contesté yo.
-¿Tiene usted piolets?
-No.
-Hemos visto en su blog que ha practicado
alguna vez con unos de color plateado. ¿De qué marca son?
-Los fabriqué yo mismo.
-¿Y ya no los tiene?
-Se los regalé a mi amigo Jean Pierre de
Perpignan este verano.
-¿Jean Pierre es el mismo JP que aparece
como amigo suyo en Facebook?
-¡Oiga! Protesté enfadado- No irá ud. a
interrogar también a todos nuestros contactos.
-Estamos solo descartando posibilidades, de
todos modos estaría bien que intentase hablar con su amigo y en la medida de lo
posible explicarle lo que ha pasado… y le recuerdo que antes de retirar
cualquier objeto de esta casa debe comunicárnoslo.
10
El hambre es muy
buen estimulante para la creatividad humana. De hecho, junto con la maldad,
podrían considerarse como dos de los mejores catalizadores de inventos en la gestación
de ideas macabras, pues agudizan el ingenio hasta niveles insospechados, sobre
ellos la humanidad ha conseguido avances increíblemente siniestros a lo largo
de la historia.
Después de la
repoblación del corzo aparecen los lobos. De todos ellos quizá fuese yo el
primer depredador de este siglo que se había instalado en la cueva. Hacía ya
tiempo que había visto algunos huir despavoridos a saltos mostrando su blanco
trasero ante mi presencia inesperada. Poco a poco la despoblación humana de
estas sierras y la casi total pérdida del pastoreo ha favorecido el crecimiento
del bosque y la introducción de especies como esta. Aquella mañana me encontré
cuernas recién desprendidas al lado del río, junto a unos manzanos silvestres descortezados.
Anduve observando los rastros río abajo y al poco vi un ejemplar ascendiendo
por la ladera.
Volví a la cueva
y cogí los utensilios que había tomado prestados del coche de mi hermana.
Mucha gente cree
que hay muertes mejores que otras y probablemente estén en lo cierto pero los
depredadores buscamos un único objetivo y el procedimiento debe ser lo más rápido
y seguro para no arriesgar demasiado.
Mientras
preparaba los lazos con alambre entre dos troncos de manzano, habiendo sacudido
previamente las pocas frutas amarillas y arrugadas que quedaban en las ramas.
Oí fuertes chapoteos en el agua del río y me dí la vuelta inmediatamente.
Me sorprendió un
pescador que cruzaba con su vadeador dirigiéndose hacia mí. Yo estaba tan
seguro de la soledad de esa zona, que me sorprendía haber visto ya a dos
personas en mis dos primeros días aquí. Quizá la gente ociosa estemos en
expansión y ya no haya rincón que se nos resista.
Me preguntó si
había visto a algún otro pescador río arriba y yo le dije que no.
-Menos mal, así
podré seguir un rato más. Las truchas no estarán asustadas, porque hasta aquí
no ha picado ni una-.
Temiendo que
viese mi cueva, le dije que había estado cruzando por el río un pastor y dos
vacas, así que sería mejor que no continuara. Me miró con cara de extrañeza,
como sospechando una mentira. Para romper el hielo le enseñé los cuernos de
corzo que había encontrado y le ofrecí un trueque si le gustaban, yo necesitaba
un poco de sedal y tres o cuatro anzuelos para intentar pescar también. A él le
pareció un precio muy ventajoso, pero accedió más por pena que por
rentabilidad. Nos despedimos y se fue con una expresión de duda sobre mi
cordura y mi forma de actuar. Él sabía tan bien como yo que el cebo natural y
los lazos están prohibidos.
11
A la mañana
siguiente amaneció con un sol tan espléndido que cualquiera hubiera negado que
estuviésemos tan cerca del invierno. No había escarcha en el suelo y el
inmaculado azul de cielo prometía que iba a hacer un gran día. Me dije que
sería esta mi primera jornada de búsqueda de trufas. Puede que a esas alturas
ya hubiese alguna madura bajo el suelo y que las moscas truferas posasen al sol
por decenas sobre las piedras que tapaban el preciado tesoro. Siempre me gustó
ese halo de misterio, clandestinidad y furtivismo que envuelve la caza de
trufas en el monte. Secretismo sobre los lugares más fértiles, territorialidad
y pillaje, maldiciones y amenazas, como la del tío Roque en Ejulve a quien le
mataron el perro mientras se adentraba en el bosque de encinas en busca del
preciado hongo obligándole a marchar si no quería ver un segundo disparo contra
sí mismo. Por eso preferí siempre ir solo para garantizar la máxima discreción
y ayudarme únicamente de los insectos salvajes que la intentan parasitar para
alimentar sus larvas. Yo, emulando a los hombres del pasado disfrutaba jugando
a ocultarme entre las carrascas, intentando pasar desapercibido, aunque en
realidad por aquellos montes no deambulaba nadie ya.
Salí tras
tomarme un poleo caliente, cuyas ramas recogí de una mata seca en las
inmediaciones de la cueva, y crucé el río por los pedregales para subir al
carrascal de la ladera sur. Un centenar de metros más arriba rebasé la línea de
sombra y comencé a sentir ese calor que a finales de otoño resulta tan
reconfortante. “Este año las carrascas están repletas de bellotas” me dije
feliz, y comencé a recogerlas del suelo, primero probándolas, pues algunos
árboles dan frutos amargos y después recogiendo sólo las más dulces para
llenarme los bolsillos y llevar provisiones a la cueva. Estaban sabrosísimas no
recordaba haber comido otras tan buenas en toda mi vida, está claro que son muy
nutritivas, pero sin duda el mejor ingrediente para saborear una buena comida
es el apetito.
Cuando llegué al
trufero que mejor conocía, por lo bien marcado de su círculo quemado, comencé a
observar detenidamente. Palmo a palmo y con paciencia, escudriñé el suelo que
tenía delante de mis pies, dejando siempre atrás mi sombra para no ahuyentar a
ningún insecto. Delante de una aliaga y encima de un pequeño canto, me pareció
ver un bultito de color marrón, me acerqué mejor y me quedé observando la mosca,
feliz y orgulloso por haber encontrado tan pronto la primera. De repente oí una
fuerte explosión, algo así como un trueno cercano. Sobresaltado dejé de
prestar atención y me levanté.
12
Aquel mismo día
el comisario Álvarez volvió a tocar a la puerta de mi casa, estaba buscando a
mi mujer y a mi hija para interrogarlas porque no podía hacerse a la idea de
dónde me había escondido yo. Solo necesitaba hacerme unas preguntas más y me
hubiera descartado como posible cómplice de asesinato, les dijo. Ahora que me
había escapado del hospital, no iba a dejarlas tranquilas, necesitaba encontrarme,
porque la fuga me convertía directamente en sospechoso. Había conseguido una orden
judicial para ir a visitarme a la planta aquel mismo lunes, pero por suerte
para mí y desgracia para él yo me había fugado unas horas antes.
Por eso registraron
mi casa, la de mis padres, también las de mi hermana y la de mis suegros, pero
no pudieron encontrar ni rastro de mí.
El comisario empezaba
a impacientarse y no sabía por dónde
seguir, creía que todos me encubrían y amenazó a mis familiares advirtiendo que
el simple hecho de ocultar pruebas o a un testigo era constitutivo de delito,
pero poco podían hacer ellos cuando deseaban conocer mi paradero antes que
nadie.
13
Al otro lado de
la ladera bajaba hacia el río un cazador con una jauría de unos veinte perros,
me agazapé para no ser visto. Cuando pasaron de largo volví a las andadas, pero
algo más inquieto y precipitado que antes. Eché las narices a tierra y comencé
a olisquear el suelo donde había divisado la mosca. Normalmente espero a ver
tres o cuatro para decidir el lugar exacto donde cavar, pero esta vez me
adelanté y no puede dar con el profundo aroma que emana allí donde se oculta el
hongo. Me levante nervioso para ver la dirección que tomaban el cazador y sus
perros, pero por encima de mí escuché otros ruidos extraños, varios cazadores
más se estaban apostando sobre las rocas a la espera para disparar cuando
pasasen los jabalíes por delante de sus narices. Nunca hubiese pensado que este
lugar fuera a concentrar a tantas personas juntas en un mismo día. Jamás había
visto a nadie cuando había venido a visitarlo antes de convertirse en mi hogar.
Estaba confuso y no deseaba que nadie me viera. En las batidas uno de los
cazadores envía a la jauría de perros para asustar a las presas y conseguir que
huyan despavoridas delante de los otros, que se colocan escondidos dispuestos a
disparar por sorpresa a los animales que intentan escapar. Dicen que los lobos
tienen un sofisticado sistema de caza muy parecido, a excepción de que no
llevan escopetas ni rifles. La tecnificación del hombre ha consistido en ser
capaces de pasar de padres a hijos, no solo genes, sino conocimientos que se
van acumulando generación tras generación pudiendo catapultar el saber de una
persona, en tan solo sus primeras décadas de vida, al nivel de lo investigado
por su ancestros durante siglos, heredando la herramientas construidas por sus
padres. Eso es lo que nos ha llevado a la cumbre de la cadena trófica
situándonos como el superdepredador absoluto.
Yo estaba
asustado, intenté moverme muy despacio para no alertar de mi presencia, pero al
girar para ocultarme de nuevo tras un arbusto uno de ellos me divisó y gritó: -¿Quién
anda ahí? ¡Vamos a llamar a la Guardia Civil!- amenazó. Desde que aprobaron la
nueva Ley de caza se les permite tomar una zona de monte y nadie puede
adentrarse en ella durante la batida, dicen que para evitar accidentes.
Argumentan que sería un disgusto muy grande para el cazador alcanzar con sus
disparos a otra persona. Pobres no deben estar preparados para ver morir a
alguien tan horriblemente.
Yo fui
escurriéndome lateralmente entre la maleza, sin contestar nada, hasta que
estuve a salvo de su vista tras unas rocas. Intentaba esperar a que se fueran a
otro lado, pero pronto empecé a oír los ladridos de los perros ladera arriba.
Siempre les he tenido pánico a estos animales que te ladran sin parar enseñando
sus terribles fauces plagadas de enormes colmillos. Determiné subirme a un
árbol frondoso lo más rápido posible que pude y recé porque pasasen de largo sin
detenerse bajo mis pies. Lo primero que vi pasar veloz fue un jadeante jabalí
cuesta arriba de cara a las escopetas y ahora temía que pudiesen disparar hacia
donde estábamos el pobre animal y yo. Detrás de él pasó toda la reala rozando
el pie del árbol que me mantenía a salvo y medianamente escondido. Es curiosa
la obediencia de estos animales hacia sus dueños, ninguno de ellos hizo por ladrarme
ni detenerse a mirar, estaban tan enteramente entregados en la tarea de
perseguir a sus presas que no me vieron, incluso creo que felices y agradecidos
a sus dueños por haberlos sacado aquella mañana de las jaulas en las que pasan semanas
encerrados. Solo algunos domingos como aquel pueden dar un paseo y correr por
el monte. Muchos dicen que el perro es el mejor amigo del hombre, yo creo que
es el paradigma del buen esclavo obediente. Desde cachorros se les cría junto a
personas, dándoles la comida e impidiendo que la busquen por sí mismos hasta
que inevitablemente están condenados a vivir junto a la mano que les da de
comer. Lo curioso es que no se sienten oprimidos, al revés, cumplen con el
deber que se les encomienda con gran responsabilidad y gozo, aunque se les
castigue cuando se equivocan. Son magníficos guardianes, pastores, guías,
sabuesos buscadores de rastros, drogas o trufas e incluso gladiadores contra
otros animales monstruosos con más del doble de su peso, como el que acababa de
pasar bajo mis pies.
En eso mismo
consisten la domesticación y la educación. Cortar cualquier esbozo de
espontaneidad desde la cuna con la posterior introducción de la disciplina a
base de normas coercitivas que terminan siendo un premio para el que las cumple
y un castigo para el que las cuestiona. Fabricamos de esta manera seres automatizados
que se comportan del modo esperado ante ciertos estímulos dejando la
creatividad relegada a un minúsculo espacio residual no previsto.
A los pocos
segundos, inmóvil y silencioso como estaba, oí dos estruendos provenientes de
los cazadores que tenía sobre mí a escasos cien metros y casi al unísono una
ráfaga de perdigones golpeando las hojas y las ramas de los árboles más
cercanos a pesar de estar prohibidos los cartuchos de posta.
Me estremecí y
no respiré cuando debí haber gritado para que dejasen de disparar evitando
matarme.
A través de sus
radios oí que habían abatido a dos jabalinas y estos ordenaban al de abajo que
subiera ya para poder llevar las piezas hasta el coche.
No me atreví a
bajar, estaba muerto de miedo, no me moví hasta que dejé de oír sus voces y se
silenciaron los jadeos de su jauría apagados por completo mientras se alejaban
ladera arriba. Yo también me he sentido en ocasiones como un jabalí acorralado
y en muchas otras como un perro amaestrado.
La paz volvió
igual que se había ido, me senté en una piedra al sol a tranquilizarme y a
curarme del susto hasta que fui capaz de escuchar el murmullo del río allá
abajo entre las piedras entremezclado con la brisa y el silencio. Solo entonces
decidí volver al trufero a buscar mis moscas. Ahora veía tres formando un
triángulo casi equilátero, me arrodillé para olisquear en su centro y resucité
al aspirar el perfume tan deseado y perseguido por mí, invierno tras invierno.
Me acerqué hasta la señal de coto de caza, que estaba al lado de los puestos
donde se habían colocado los disparadores y la arranqué de un fuerte tirón
hacia arriba. Su extremo angular inferior me sirvió de machete para horadar el
agujero necesario y descubrir el preciado hongo, al que adoré como un premio
ofrecido por los dioses tras superar un difícil reto.
No sabía con
quién compartir mi trofeo. Era demasiado grande para mí. Siempre que he cogido
trufas ha sido para regalar algunas o aderezar platos sencillos haciendo
láminas finas sobre los alimentos, intentando impresionar con su profundo y
dulce aroma a algún invitado especial.
Me acordé de mis
amigos escaladores de Ladruñán, Rodrigo, Jaime y su actual pareja Estéfani, estos
dos últimos custodiaban el refugio del Higueral que no dista mucho de allí. Tras
la muerte de Gabriel consiguieron alcanzar uno de sus grandes sueños, venirse a
vivir a un paraíso rodeado de rocas donde podrían escalar todos los días sin
apenas moverse. Subsistir y obtener los recursos de la propia tierra y de la
pequeña aportación económica que les aportaban de los que pernoctaban en el
refugio, al margen de la sociedad capitalista y sus impuestos, autogestionando
su huerto, sus gallinas y sus colmenas en plena naturaleza.
Todos nosotros
habíamos pertenecido al legendario club de escalada turolense “Regatesna” que a
finales de los noventa fundamos los que frecuentábamos Palomera y otras zonas
de escalada de los alrededores del Teruel capital, aunque poco a poco nos
fuimos desmembrando porque como en un pequeño clan ancestral y endogámico, la
mayoría encontraba pareja dentro del club y al tiempo se separaban y volvían a
liarse mezclándose con otros miembros, cuestión que generaba no pocas tensiones
entre nosotros ya que si tu antiguo novio o novia se enrolla con tu mejor amigo
o amiga, los traicioneros celos afloran ininterrumpidamente y a borbotones como
el agua de los manantiales del Latonar que se encontraba a cinco minutos del
refugio.
Corral de Bielsa
se leía en los antiguos mapas topográficos, pero una vez restaurado por ellos
mismos decidieron cambiarle el nombre y hacerle coincidir con el de la masada
contigua del Higueral que es donde residen mis amigos. En el corral restaurado
duermen los caminantes, es un acogedor edificio con fogón, literas corridas y
un comedor soleado al pie del famoso sendero de gran recorrido GR8 Beceite-Villel,
con vistas al cañón sobre puente natural de la Fonseca y las hoces del
Guadalope. En menos de dos horas podía estar allí, era el siguiente pueblo río
abajo, y total, ya me habían visto varias personas, así que mi secreto debía de
empezar a desvanecerse. No creía que nadie pudiera alertar de mi presencia a
las autoridades si yo no era molesto e impertinente con ellos. Naturalidad y
discreción podrían ser suficientes.
Rodri era otro
gran escalador aventurero. Con él tuve la suerte de recorrer la impresionante
cresta de Vallfollé. Una estirada pared caliza de tres kilómetros que termina
en la Hoz Baja coronada con un delgado canto como el filo de un cuchillo entre
dos abismos por el que se ha de pasar en equilibrio de trapecista. También, y
en rigurosa alternancia de largos, abrimos dos vías de quinientos metros a
ambos lados de Bocainfierno. Pasé mucho miedo la última vez y le dije: “Cuando
terminemos esta vía, me corto la coleta”. Rodri no salía de su asombro,
maldiciendo a la suerte por acabar de conocer a un compañero que desea
retirarse de la escalada de autoprotección, tal y como la llama él. Tan sólo
tres rutas, aunque de las de mayor calado que yo haya subido en mi vida, fueron
las únicas oportunidades que le di para escalar conmigo. Pero como en tantas
otras relaciones, quizá fuese mejor quedarnos ahí y dejar que el recuerdo y la
imaginación maquillaran nuestras figuras soñando hasta donde podríamos haber
llegado. Ponernos el uno al otro en un lugar privilegiado junto a otros mitos,
bajo la hornacina mental de nuestros dioses o nuestras musas intocables, era
mejor que apurar nuestros intensos encuentros hasta convertirlos en una rutina
donde podían llegar a aflorar algunas miserias humanas, de las que yo ando
sobrado.
Los cuentos de
príncipes y princesas siempre acababan en el momento del primer beso, dejando
un final abierto a ser feliz y comer perdiz, sin entrar en el día a día
posterior de cualquier pareja. Por eso consiguieron poblar nuestra fantasía
infantil de ilusión y esperanza y os aseguro que ese sentimiento es mucho más
placentero que cualquier momento de amargura por pequeño que sea el desengaño. Así
que decidí dejarlo ahí, siempre pensaré en el gran amigo y escalador con el que
subí aquellas magníficas cumbres. Tan magníficas, que nunca antes creí poder
subirlas: ese impresionante murallón que separa Aliaga de Montoro de Mezquita,
infranqueable si no es nadando o por el aire; ese tajo o cluse tan aserrado y
grandioso que destaca desde varios kilómetros por el vaciamiento y el corte del
río Guadalope; esa maravilla natural que tantas veces he admirado con pasión
como si estuviese contemplando un milagro.
Ahora comienzo a comprender un poco las palabras de José Giménez Corbatón cuando le comenté mi intención de subir la Crebada en su Algecira natal: “No puedo dejar de sentir esa escalada, como tantas otras, como una violación de algo que siento muy íntimo. Yo subí desde niño muchas veces a la Quebrada, pero me limité siempre a cruzar por su hueco, admirando y respetando su altura.”
Ahora comienzo a comprender un poco las palabras de José Giménez Corbatón cuando le comenté mi intención de subir la Crebada en su Algecira natal: “No puedo dejar de sentir esa escalada, como tantas otras, como una violación de algo que siento muy íntimo. Yo subí desde niño muchas veces a la Quebrada, pero me limité siempre a cruzar por su hueco, admirando y respetando su altura.”
Por qué alcanzar
todas las cumbres apostando la piel, por qué explorar todos y cada uno de los
rincones de algo que se nos tiene oculto y reservado. Es verdad que fue algo
grandioso, muy grandioso, pero no deja de salir de una obstinación por alcanzar
algo inaccesible, algo que una vez conseguido pierde un ápice de magia y
encanto, porque ya no queda nada incierto por averiguar ni ver allí.
Tenía razón
Giménez Corbatón, era más bonito contemplar su grandiosidad que sentirte
orgulloso desde allá arriba, observando el resto del mundo y el paisaje a tus
pies.
Aunque a veces cuestione y reproche a mis allegados más queridos y cercanos por ese atisbo de incomprensión hacia mi ansia de libertad, la cual que creo desarrollar escalando, veo que esa búsqueda de superación quizá esté muy cerca de una obsesión que puede dañar muchas cosas básicas de las que no quiero prescindir. Salud, sentimientos, amor, amistades e incluso la vida están en juego con la práctica de la escalada clásica o de autoprotección y aunque nada te garantiza la plena seguridad en el periodo vital en el que nos toca existir, este tipo de disciplina “deportiva” deja palpable y muy al descubierto la gran exposición al riesgo al que te sometes.
Aunque a veces cuestione y reproche a mis allegados más queridos y cercanos por ese atisbo de incomprensión hacia mi ansia de libertad, la cual que creo desarrollar escalando, veo que esa búsqueda de superación quizá esté muy cerca de una obsesión que puede dañar muchas cosas básicas de las que no quiero prescindir. Salud, sentimientos, amor, amistades e incluso la vida están en juego con la práctica de la escalada clásica o de autoprotección y aunque nada te garantiza la plena seguridad en el periodo vital en el que nos toca existir, este tipo de disciplina “deportiva” deja palpable y muy al descubierto la gran exposición al riesgo al que te sometes.
Claro que el
subidón de adrenalina y las estrecheces, te hacen saborear mejor las cosas
simples: un sendero, el agua fresca de una fuente, una manzana, dos nueces y
una simple cama, parecen los más ricos manjares y los mejores lujos del Rey
Midas, pero siempre podremos rememorar aquellos momentos críticos para valorar
lo bien que estamos, a pesar de todo. Y aun así volvería allí cada tarde a
sentarme a contemplar una estampa, que creo insuperable, de afiladísimas
crestas interminables y canales profundos que parecen los pasillos del averno,
coronados de altísimas torres que simulan los cuernos del mismísimo Diablo que aquella
vez quiso darnos alojamiento en el entorno de Bocainfierno.
Ahora Jaime era
compañero suyo de cordada, se había vuelto a arrimar a buen árbol. Rodri era
tanto de escalada clásica como de deportiva y no le importaba nada que Jaime
fuese con su taladro metiendo algunos parabolts en los largos que le tocaban
subir a él de primero por fáciles que fuesen.
En verdad, Laura
y yo, le debíamos la vida a Jaime. Sin él, Walter habría conseguido perpetrar
otro doble asesinato y camuflarlo para que pareciera de nuevo un trágico
accidente de montaña hacía ahora más de tres lustros. Eso nos volvió a unir en
cierto modo y cuando decidieron montarse el refugio vine varias veces a
ayudarles. Pero aun así su peculiar forma de ser no había cambiado en nada. Quizá
volvía a ser yo quien veía en él reflejados mi egoísmo y mi soberbia, pero tras
su aparente afabilidad se escondía una cierta falta de respeto por los
intereses de los que le rodeaban, aunque a la mayor parte de la gente que seguían
yendo con él no les importaba demasiado porque ya le conocían. Estéfani le
perdonó cuando en la ascensión al Laila Peak la dejó atada a un tornillo de
hielo a tan solo cien metros de la cumbre porque le faltaba confianza para
hacer la última travesía mientras él coronaba la montaña diciéndole que era su última
oportunidad. Con Rodri publicaron una guía de escalada del Maestrazgo y justo
antes de llevarla a imprenta Jaime cambió sin consultárselo la foto de la
portada donde sólo se veían los dos, sustituyéndola por la que habían pactado
donde aparecía también la novia de Rodri y que según le dijo Jaime tenía peor
luz. Siempre andaba manipulando con sus argumentos falaces buscando mayor
protagonismo que el resto. Pero Rodri terminó también por perdonárselo. Por lo
demás no era un mal tipo, cuando nos gastaba alguna de la suyas yo me limitaba
pensar que por alguna razón su nombre y el mío empiezan con el mismo fonema que
la palabra gilipollas.
Aun así me
apetecía verlos de nuevo, estar con ellos un rato, charlar de nuestras antiguas
aventuras y preguntarles cómo les había ido por el Morrón de Bordón, al que
tanto lamenté no haber podido asistir. Y aunque al contarme sus extravagantes y
exageradas sensaciones me llenase de envidia, les propondría, si se terciaba,
ir a escalar un rato, aunque fuese algo fácil.
Rodri
habitualmente se despedía de mí riendo: “Cuando vengas por aquí tráete un
garrafón de vino que contigo en el refugio siempre vamos escasos”. Ahora le
llevaba algo mucho mejor, una trufa que podríamos emplear para una cena
exquisita.
Conocía bien el
terreno y sus senderos principales.
Cuando llegué al
Higueral, el perro de Jaime me ladró, pero olisqueándome desde la distancia me
reconoció. Salió a recibirme Estéfani sorprendida y con el rostro alegre.
-Hola Jesús- me
dijo-¡Cuánto tiempo!¡Qué sorpresa! ¿Vienes solo?- nos dimos dos besos.
-Sí, me he dicho
voy a hacerles una visita a estos colegas de Ladruñán.
-Pero ¿has
llegado andando? No veo tu coche. Pasa no te quedes en la puerta.
Estéfani estaba
tan guapa como siempre, era una mujer de una gran belleza. Aunque su encanto no
tuviese un motivo principal de atracción, en su conjunto era perfecta. Su
eterna sonrisa, su brillante mirada, su largo pelo, el tatuaje de Shiva en su
hombro derecho y su vestimenta multicolor con aspecto andrajoso le daban un cierto
aire de misterio, mágico y de embrujo. Un hada buena diría yo. Desde que me
dejó cuando entre los dos no llegábamos a sumar la cuarentena que aún no
tenemos ahora por separado, no he dejado de soñar que algún día volvería
conmigo, pero nunca me atreví a hablar sinceramente con ella de lo que nos pasó
ni preguntarle en secreto si en el fondo me había seguido queriendo tanto como
lo había hecho yo en silencio con ella. Ahora era la tercera pareja con la que
convivía Jaime. ¡Qué suerte tenía! Con lo demacrado que estaba él y siempre en
compañía de una joven y atractiva mujer.
-¿Dónde tienes a
Jaime?
-¡Buah estos no
paran! Se ha ido otra vez con Rodri a escalar a los Órganos de Montoro y yo
aquí sola custodiando el refugio por si viene alguien, así que hasta mañana por
la tarde no volverán.
-Haberte ido con
ellos, no creo que hoy venga nadie por aquí.
-Ya… no me han
dicho que no vaya, pero tampoco me han invitado.
Yo no sabía en
qué día me hallaba, había perdido la cuenta, porque en el monte nunca necesitas
reloj ni calendario.
-Os he traído
esto- y desplegué un pañuelo con el preciado hongo en su interior.
-Anda ¡Qué bueno!-
Y lo cogió para llevarlo hasta su nariz y aspirar profundamente su aroma con
los ojos cerrados. Su cara de satisfacción me llenó de orgullo.-Si quieres
podemos esperar hasta mañana a que vuelvan Jaime y Rodri y hacemos una cena con
ellos, aunque no se lo merecen mucho, la verdad. Quédate esta noche en el
refugio, te invito yo y me echas una mano mañana con la huerta para recoger las
calabazas y lo que quede por ahí, antes de que alguna helada lo eche todo a
perder.-
Antes de
contestar a tan sugerente invitación, tuve serias dudas, porque no deseaba
implicar a nadie en mi fuga y que lo acusasen por encubrirme.
Me disculpé
contándole a medias mi situación, pero le prometí que volvería al día siguiente
para la hora de la cena. Le dije que me había instalado allí cerca, en una
vieja masada abandonada.
Me escuchó en
silencio sorprendidísima y a veces divertida celebrando mi atrevimiento, pero
me prometió que por ella nadie iba a saber nada.
-Puedes estar
muy tranquilo, que de esta boquita mía no va a salir nada que diga que yo te
haya visto por aquí. En cierto modo nosotros también somos unos proscritos-.
14
Laura debía
estar muy alterada con la presión de la policía, la de mis padres y la de las
preguntas del vecindario, aunque por otro lado mi ausencia fuese en cierto modo
una liberación. Creo, que al igual que yo, sentía que nuestra relación se había
ido enfriando hasta quedarnos tiesos. Sabía que no podía resistir tanto estrés
y que yo ya no encontraba el refugio que en otro tiempo había sentido a su lado.
Intuía que mi fuga era por muchos más motivos que el simple confinamiento en un
hospital. Me escapaba de la agobiante vida social, del trabajo, de los amigos encontrados
desde la infancia en un aula de escuela sin más afinidad que la edad y sabía
que me escapaba también de ella, de nuestra hija y de la ley. Puede que
sintiera cierta descarga, pero aún así le parecía una actitud muy
irresponsable. Dejar que una adolescente se desarrollara sin sus dos progenitores,
con los momentos tan difíciles que tendría pasar, los cambios bruscos en su
personalidad y en su cuerpo, las contradicciones mentales que se harían cada
vez más insoportables y una rebeldía desbocada que utilizaría en forma de
chantaje emocional contra cualquier adversario que la quisiese controlar, era
poco menos que huir como un cobarde.
Nunca entendió
ese comportamiento a tirones tan mío, tan convulso, arrebatos sin meditar que
arrasaban todo un trabajo de reconciliación periódica, llevándose por la borda
cualquier atisbo de sosiego y reflexión.
“¿Qué era lo que
me llevaba a esa agresividad?” Se echaba la culpa a sí misma y no podía
soportar pensar que se había equivocado en todo desde el día en que nos
conocimos. Ese enamoramiento a ciegas, maquillando al ser amado hasta
convertirlo en el modelo perfecto que desearíamos ver ante nuestros ojos, y esa
obnubilación emocional de la realidad, que entorpece la visión y la difumina
como la niebla al sol, aparecían ahora como un encantamiento maldito.
Aunque nosotros
hubiésemos superado ya muchas veces ese trance y nuestra relación sentimental
hubiera llegado a un equilibrio tácito de respeto sobre nuestras diferencias,
esto dejaba a Laura fuera de juego, sola y con la carga de un marido desaparecido
que podía volver en cualquier momento.
15
No llegó nadie
más a cenar, la había llamado Jaime para comunicarle que se quedaban un día más
a intentar escalar una ruta recientemente abierta por la cordada Gálvez-Torrijo
en el pozo de Valloré. Estéfani se enfadó un poco con él y decidió que
cenaríamos igualmente aunque fuese los dos solos y así lo hicimos. Nos supo
todo muy delicioso. Habíamos preparado una ensalada de escarola con granadas
silvestres que habíamos salido a recoger como cada noviembre y unos creps con
grandes láminas de trufa casi transparentes sobre la fritura aún caliente. El
intenso aroma que despedía nos cautivaba elevándonos a las fragancias más
ocultas de las montañas. Da gusto ofrecer sutiles estímulos a quién sabe apreciarlos
de verdad.
Las veladas en
el Higueral siempre fueron lo mejor de la noche, contábamos historias alrededor
del fuego hasta altas horas de la madrugada, cuando la tenue luz de las brasas ya
ocultaba nuestros rostros con rojizas sombras y el frescor de la profunda noche
entraba por las rendijas para empujarnos hacia los aposentos donde nos
encontraríamos con el calor de nuestros dulces sueños.
Aquella noche
mientras yo miraba hipnotizado el bamboleo de las llamas sentado en la cadiera,
Estéfani me preguntaba sorprendida e interesadísima por los detalles de mi fuga.
Lo hacía al mismo tiempo que mezclaba tabaco de liar con un cogollo de
marihuana que deshacía entre sus dedos.
Lo terminó de
liar y se lo llevó a la boca. Su suave lengua acariciando la pega y un
rápido giro de muñeca deslizando sus manchados dedos a través de la húmeda
costura de papel denotaban una maestría perfecta. Así terminó por cerrar un
cilindro casi perfecto, luego sacó un palito largo y delgado ardiendo de las
brasas y aspiro con profundidad exhalando un humo tan espeso que inundó la
habitación nublando nuestro contacto visual.
No sé si fue el
vino o el THC al que yo no estaba acostumbrado, pero me sinceré más de lo que
lo hubiese hecho en condiciones normales.
Siempre soñé que
Estéfani y yo podíamos volver a entendernos muy bien y lo percibí de forma muy
palpable desde el momento en que la vi aquella tarde. La noche, la soledad, el
tedio apático con nuestras respectivas parejas ya gastadas por el tiempo y el
calor decreciente de la leña en el hogar, hizo que ocurriera lo inevitable.
A quien sea
pudoroso le sugiero que se salte estos párrafos, pero os confesaré que me he masturbado
cientos de veces rememorado aquellas horas con Estéfani.
No fue lógico lo
que ocurrió, tampoco sé si hubiese funcionado cualquier otro mecanismo, pero
quizá estuviesen los astros confabulados para que todo se desencadenara de
aquella manera tan maravillosa.
-Bueno… ¿Nos
vamos a dormir?– propuso ella mientras me cogía la mano con suavidad.
A mí me estaba
subiendo un calor interior como si volviéramos a insuflar aire nuevo en las
brasas. Lo estaba deseando, pero no sabía con certeza si me estaba proponiendo
dormir a solas o irme con ella a su cama. Puede que fuera una de esas veces que
sólo escuchas lo que quieres oír, incluso cambiando las sílabas para adaptar el
sentido de las palabras que deseas escuchar.
-Yo me tendría
que duchar antes- interrumpí.
-Vale nos
ducharemos los dos- dijo aceptando mi condición- El agua todavía estará
calentita. Al depósito negro del tejado que nos ayudaste a subir el año pasado,
le ha dado el sol durante todo el día.
Su voz era la
más dulce de las melodías que había escuchado nunca.
La ducha era una losa de piedra rodeada por una cortina. En el suelo
tenía un agujero que daba directamente al exterior. Eso sí, cuando se acababa
el agua había que esperar a que se llenase con la manguera de la fuente del Mas
de la Tejería y dejar que se calentase al sol del nuevo día. Nos quitamos la
ropa despacio. El cuerpo de Estefani apareció en la penumbra como el de una
sirena que acabara de salir del mar. Nos miramos profundamente y juntamos las
palmas de nuestras manos. Estéfani cogió mis dedos y apartó suavemente la
cortina, invitándome a entrar. La noche era fría pero la adrenalina mantenía activa
e intensa la circulación de nuestra sangre. Podíamos sentir nuestros furtivos
latidos acompasándose entre sí junto a la clandestinidad. Abrió el grifo que
colgaba de la manguera proveniente del techo y dejó al descubierto junto a su
axila un pecho erizado mientras caían minúsculas y tibias gotas de agua
desparramándose por nuestra piel. Mi acto reflejo, como un bebe hambriento de
cariño y ternura, fue buscarla besándole.
Ella se dejaba
abrazar mientras cogía el jabón natural de losa y lo frotaba contra sus manos
para enjabonarme el cabello con un masaje capilar que me transportaba a un
vuelo entre las nubes.
Nos frotamos
todo el cuerpo el uno al otro, no dejando ni un solo rincón por explorar. Las
manos se deslizaban entre el jabón y nuestra piel, confundidas entre las
pompas. El aroma a espliego y a deseo lo inundaba todo. El agua caía
pausadamente y nuestros labios se entretenían por construir los besos cada vez
más largos, como si nuestras bocas luchasen por fusionarse en un solo ser ayudadas
por la compresión de la piel, intentando recuperar todo el tiempo perdido.
Estéfani cerró
el grifo y salimos a suaves empellones de entre las cortinas. Me cubrió con una
gran toalla mientras me dirigía a su cama caminando hacia atrás para sumergimos
en un laberinto mágico de sábanas y mantas, de cuyos pasillos jamás podrían
salir mis recuerdos.
16
Ya había cantado
dos o tres veces el gallo que reinaba en aquel corral y yo seguía como un
polizón dormido. El sol se había tendido ya por toda la montaña y se veía entrar
la luz a través de las rendijas de la ventana. Se estaba tan a gusto y tan
calentito junto a ella que no deseaba que amaneciera nunca.
De pronto se oyó
un ruido de motor a lo lejos y mi oído se agudizó tanto que creí elevar la
oreja como si fuese la de un asno. Me cercioré de que realmente se acercaba
alguien cuando oí el crujir de las piedras aplastadas por las ruedas en el
camino y salté de la cama despavorido buscando mi ropa desparramada por el
suelo.
Estéfani se
despertó también, pero se limitó a dejar que huyera con un halo de tristeza y
preocupación en la mirada.
Me escapé
corriendo a medio vestir y salí a la puerta para alcanzar lo antes posible el
frondoso romeral que me iba a servir de trinchera, pero al intentar cruzar el
camino, el conductor del todoterreno que venía hacia mí se asustó y dio un
volantazo metiendo su rueda en la profunda cuneta para terminar volcando el
coche en medio de la pista. Yo logré saltar al otro lado, pero al oír el
estrepitoso accidente, no pude sino volverme a mirar lo que había pasado. Bajé despacio
de nuevo al camino. Estéfani salía entonces envuelta en una bata. Dentro del
coche había un revuelo tremendo. El conductor no era Jaime en su temido regreso
anticipado, sino un apicultor muy mayor que transportaba en el interior tres
cajas de colmenas y al volcar se habían abierto. Por suerte para nosotros y por
desgracia para él, no se había roto ni un solo cristal del vehículo, pero no
podíamos abrir las puertas para sacar a aquel buen hombre de allí al que le
cubrían la cara y las manos cientos de sus abejas.
Estéfani tuvo
buenos reflejos y dijo: -Vamos a ponernos las escafandras- ellos también tienen
algunas colmenas cerca del Higueral. Así que entramos corriendo a la casa y nos
protegimos con sendos trajes de apicultor, guantes incluidos y después fuimos a
socorrer al accidentado abuelo.
Parecía un
eccehomo, la cara y las manos estaban llenas de aguijones, pero el aseguraba
que ya estaba inmunizado contra el veneno.
Lo sacamos de
vehículo y lo sentamos en un sillón a la entrada de la casa.
–¡Pero si es que
la gente joven no sabéis por donde vais! ¿Cómo te cruzas de esa manera en medio
de la curva de un camino? ¿Y ahora qué hacemos? Lo peor no es el coche, no, ni
el susto que me has dado, sino que mis hijos me volverán a decir que estoy muy
mayor para conducir, que tengo que entregar el carnet y que cualquier día me
ocurrirá una desgracia y mataré a alguien. Esta va a ser la gota que colma el
vaso, la escusa que les faltaba para presionarme más y más. Y yo sin coche no
soy nada, cómo voy a mover mis colmenas, que son lo que ahora mismo me da la
vida. Necesito llevarlas a sitios más cálidos en invierno y a los más frescos
en verano y los que nos hemos acostumbrado al motor... ya no sabemos ir de otro
modo ni tenemos mulos de carga para transportarlas como hacían mi padre y mi
abuelo. La mayoría de los jóvenes quieren que nos quitemos de las carreteras,
les molestamos, que si vamos muy lentos, que si somos un peligro sin reflejos…
ya veremos lo que dicen ellos cuando lleguen a mi edad. Yo no mato a nadie,
mira lo que ha pasado hoy, al contrario, me he caído yo y no tú que eras el cruzaba
imprudentemente. Anda, vosotros que lleváis el traje, sacad esas cajas del
coche, abrid las puertas y poned las colmenas al sol para que se vayan tranquilizando
las pobres abejas y se metan dentro, yo voy a ver si llamo con mi móvil a algún
amigo del pueblo para que venga con el tractor y nos ayude a plantar el coche.
Después de
pedirle disculpas repetidas veces al pobre anciano hicimos como nos dijo y
volvimos junto a él, que acababa de pedir ayuda por teléfono. -“Enseguida
vendrán a ayudarnos”. En el aire revoloteaban demasiadas abejas y no podíamos
quitarnos la escafandra, Estéfani y yo nos mirábamos con preocupación por la
cantidad de gente que me iba a ver, así que se acercó a mi oído y me susurró:
-¡Vete ya!- Me
dio un beso fugaz en los labios a través de la malla de plástico que cubría
nuestros rostros mientras me agarraba de la pechera, obligándome a marchar.
Me escabullí por
el sendero del Raspador, camino de la fuente de los mases de la Torrecilla,
donde me quité el traje de apicultor que había llevado puesto hasta allí.
Quería volver a la Cueva por el Puntal de la Tochada en la cara sur del río,
pero al pasar por el corral de Villaseco advertí un coche de la Guardia Civil y
dos motos del Seprona allá en lo más alto de los tres mojones. Al verme, los
dos motoristas arrancaron camino abajo y yo salté a ocultarme en el barranco de
la Covatica. Corrí durante un buen rato cauce abajo y cuando llegué a la
cascada me paré a descansar. No sabía si iban en auxilio del apicultor o si era
a mí a quien buscaban, pero yo estaba realmente asustado y me sentía
acorralado, pero ¿quién podría haber denunciado mi paradero? ¿Marcos el de las
vacas? ¿El pescador? ¿Los cazadores? ¿El apicultor? ¿Estéfani? Estaba hecho un
lío. Mi cabeza navegaba a la deriva en medio de un conflicto tormentoso de
desconfianza, pero ¿cómo podía dudar de Estéfani o de Marcos si me habían
ofrecido lo mejor de sí mismos? El resto no podía sospechar siquiera quién era
yo ni que hacía por allí. Sea como fuere, estaba otra vez muy nervioso, no
ganaba para sustos. Sentado ya, relajando mi acelerada carrera y el caos mental
que me producía la gran confusión, empecé a reflexionar más pausadamente sobre
la situación. A la sombra del acantilado que flanquea el barranco me quedé
escuchando el rumor del silencio en la brisa que acariciaba las copas
amarillentas de los chopos de la ribera al fondo del profundo cañón. Ya no
advertía ruido de motores, acaso el zumbido de alguna abeja solitaria
pecoreando las primeras flores de romero. Estas pertenecían, seguro, a un
apiario cercano, probablemente propiedad del señor al que le había hecho volcar
con su coche por evitar atropellarme. Y entonces se me ocurrió una idea
infalible.
17
-Tiene que estar
por esta zona- dijo el comisario Álvarez señalando el mapa que tenían colgado
de la pared.
-Ese hombre ha
podido fugarse a las Américas si ha querido durante estos cinco días- contestó
su ayudante.
-Yo creo que no
puede estar muy lejos- replicó el comisario frunciendo el ceño.
-Sí, pero ha
podido refugiarse en cualquier ciudad como Zaragoza y ahí ¿quién lo va a
encontrar?
-Jesús Aguirre
siempre detestó el mundo urbano, se adivina en sus escritos, estoy seguro de
que ese hombre no ha salido de la provincia de Teruel. Siempre está alabando
sus rincones perdidos y la soledad de sus paisajes… me apuesto algo a que se ha
refugiado en alguna de las sierras turolenses.
-Sí, pero hemos
explorado todos los barrancos que aparecen en su libro y no hay ni rastro de
él. Todos los abrigos habitables de los alrededores han sido explorados y
ningún agente ha visto rastro reciente de fuego en ellas. Y en estos días de otoño…
si está por ahí ha tenido que hacer fuego, seguro.
-El Maestrazgo
es lo que más adoraba, siempre estaba con sus pequeños pueblos, sus senderos
colgados y sus encañonados ríos, parece que anhelaba retirarse a vivir para
siempre en el Guadalope.
-Los pastores de
la zona tampoco han visto nada y en Pitarque se ha mirado la casa de sus
suegros de arriba abajo.
-Está claro que
fue él quien mato al violador. Se puso muy nervioso en la tercera vez que lo
interrogué, a los tres días ingresó en el psiquiátrico por una crisis de
ansiedad y justo cuando consigo otra orden judicial para ir a verlo al hospital
y poder seguir con mis pesquisas, me dicen que se había fugado la noche
anterior. Ya estuvo implicado hace muchos años en el caso Icaria, aunque
aquella vez se fue de rositas por falta de pruebas, pero ahora le va a tocar
pringar porque todo se esclarecerá.
-Se encontraron
los piolets en el fondo de uno de los ojos del nacimiento del Jiloca a dos
kilómetros de su casa, las pruebas de ADN de los restos hallados en la hoja
coinciden con el de la víctima y comparando las fotos de su blog, donde aparece
escalando con ellos en Bielsa, son idénticos a los que se han encontrado. Está
muy claro, no hay ninguna duda de que fue él.
-Solo queda
peinar de nuevo todas las zonas donde haya una fuente. ¡Tenemos que encontrarlo!
Tocaron a la
puerta y esta se entreabrió. Una secretaria asomó la cabeza, pidiendo permiso
para entrar y casi sin esperar a la contestación dijo: -Comisario, he
encontrado algo que quizá le puede interesar.
El comisario
Álvarez y su ayudante salieron tras ella. Tenía el ordenador abierto con una
página web, en el muro de presunto asesino Jesús Aguirre.
-Mirando sus
antiguas publicaciones, he encontrado esta ruta que proponía el susodicho a la
Cueva de los Baños, es curioso pero esta es la única que no aparece en ningún
capítulo de su libro.
18
Queramos o no,
los insectos siguen dominando el planeta, tienen el mayor número de especies y
de individuos por encima de cualquier otra clase de animales con muchísima
ventaja. Aparecieron en La Tierra muchos millones de años antes que el hombre y
ninguno de nosotros los sobrevivirá.
Siempre me
fascinó el mundo de las abejas. Me quedaba largos periodos observando los
panales hasta que mi cuñado me llamaba la atención, por tener la colmena
demasiado tiempo abierta.
-Jesús cierra
que se van a enfriar y luego me aparecerá pollo escayolado. ¿No sabes que la
cría es muy sensible al frío? Recién operculadas no puede variar su temperatura
fuera de los treinta y cuatro o treinta y cinco grados.
Me encantaba
observar absorto los movimientos de las obreras y los de las nodrizas. Me
gustaba localizar a la reina en los panales de cría y lo que ellos llaman pollo
del día, esos minúsculos huevos recién puestos, alargados y ligeramente
curvados como un pequeño gusano, que se ven a trasluz en las amarillas y
perfectamente hexagonales celdas de cera limpia. Si no quedaban huecos sin
rellenar, acaso alguno suelto para que almacenasen polen, decía mi cuñado que era
un buen síntoma de que la colmena gozaba de una buena salud con una reina joven,
fuerte y fértil.
Es curioso el
nombre que le hemos puesto los humanos a la mamá de estos insectos, porque aquí
la reina no vive como tal, sino que es más bien la que lleva toda la carga de
la reproducción y la responsabilidad de generar la nueva vida que se debe
renovar constantemente. Es como esa madre esclava, que no sale de su casa y se
abandona a una vida enclaustrada para atender a su familia numerosa
ininterrumpidamente. De hecho, no está nada claro que sea ella quien gobierne,
más bien al contrario, debe poner los huevos al ritmo que las nodrizas limpian
las celdas e incluso es rechazada y maltratada cuando envejece y se dan las
condiciones de enjambrazón obligándola a que se marche de la colmena acompañada
de una buena parte de las abejas para fundar otra colonia lejos de allí. Esa es
su verdadera reproducción, porque la colmena en realidad debe ser considerada
como un solo organismo, cuyas partes no están atadas a un solo cuerpo sino que
pueden separarse en minúsculos individuos que realizan funciones diferenciadas,
pero en la que ninguno de ellos sobreviviría en solitario.
Cuánto nos
falta a los humanos por aprender de ellas, la unión y la colaboración las hace
eternas e invencibles.
Todos los
cientos, incluso miles, de huevos que a diario pone la reina eclosionan a los
tres días y las larvas son alimentadas con la nutritiva y ácida jalea real
durante otros tres días más. A partir de ahí sólo las larvas de las futuras
reinas van a seguir alimentándose con la misma jalea real para terminar de
desarrollarse por completo al decimosexto día, en el que nace la nueva reina
con un abdomen mucho más grande que el de las otras. A las abejas obreras les
cuesta nacer cinco días más y a los zánganos nueve, puesto que la naturaleza ha
dado prioridad a aquellas que tienen la responsabilidad de la procreación,
además de tener el privilegio de vivir varios años. Los zánganos, surgidos de
huevos sin fecundar, podrán vivir algunos meses, pero las obreras, organizadas
para dividirse las diversas tareas de mantenimiento, defensa y alimentación de
la colmena, solo duran unas pocas semanas. Somos lo que comemos.
De entre todas
las actividades que realizan las obreras a lo largo de su vida había una que me
tenía pensativo diseñando cómo podría servirme para defender mi posición. Tras
haber pasado por limpiadoras de celdas y alimentadoras de larvas y antes de
salir al campo para convertirse en pecoreadoras, las abejas obreras pasan unos
días como guardianas apostadas cerca de la entrada de la colmena. Vigilan la llegada
de posibles intrusos y darán su vida por defender la colmena al menor estímulo
de alarma. El aguijón es un sofisticado mecanismo de defensa que actúa aún
cuando la abeja se ha desprendido de él arrancando parte de sus músculos e
intestinos motivo por el cual termina muriendo poco tiempo después. Sus arpones
móviles se clavan alternativamente en la piel del intruso avanzando hacia el
interior e inyectando un veneno por debajo de una lanza superior desde una
bolsa que si se presiona aumenta la dosis. La abejas se estimulan más al ataque
con el olor del veneno que han depositado su hermanas las anteriores guardianas
habiendo dejando ya su aguijón clavado, así que la picadura puede ser múltiple
y provocar cuando menos fuerte dolor e inflamación y en algunos casos incluso
la muerte.
Me coloqué de
nuevo el traje de apicultor de Jaime y bajé tres cajas del apiario del Raspador
hasta las inmediaciones de la cueva. Las coloqué estratégicamente al pie del
sendero de acceso. Me costó un gran esfuerzo porque cogí las que más pesaban,
las más activas, las más populosas, y tuve que llevarlas de una en una por
aquel tortuoso camino de descenso al río. Pretendía ahuyentar a cualquier
explorador que se intentase acercar por allí. Dicen que con los años se pueden
seleccionar las reinas y buscar una línea genética más o menos agresiva, pero
yo no disponía de mucho tiempo para elaborar concienzudamente una estrategia
tan compleja. Si me estaban buscando por el Raspador, podían dar con la cueva
en cualquier momento. Soñaba con prepararme más colmenas cuando llegase la
primavera, para multiplicar mi propio apiario, obtener rica miel de sus panales
y devolverle las cajas robadas al abuelo, yo me construiría mis propios troncos
huecos con tapas a medida y un agujero como piquera.
Me acordaba del
premio Nobel en Fisiología y Medicina otorgado a Karl Von Frisch por su
descubrimiento en los bailes de comunicación de las abejas. Las obreras se
muestran unas a otras la posición y el lugar exacto donde se encuentra las flores,
fuente del preciado néctar. Lo hacen bailando respecto del sol y de su colmena,
mediante la famosa danza del círculo o del ocho. Soñé que quizá fuera capaz de
enseñar yo un baile de ataque y proponerles objetivos para aguijonear, moviendo
una abeja a través del panal atada a un palito. Pero las abejas no tienen
rencores ni maldad, ellas no se enfadan ni se irritan, no son vengativas ni
traicioneras y raras veces pican lejos de la colmena si no se les oprime el
cuerpo. Las que ocupan el puesto de guardianas solo atacan a unos cuantos
metros de la colmena. Su comportamiento es meramente defensivo para intentar
repeler a los intrusos invasores. Por eso empalmé un alambre atado a cada tapa
de las colmenas y lo uní discretamente a la base de un romero cruzando el
sendero a la altura de los tobillos.
De ese modo
quién pasase por allí tropezaría abriendo la colmena sin darse cuenta y tendría
que retroceder huyendo con algún que otro aguijonazo en el cuerpo.
Y así les
ocurrió a la primera pareja de la guardia civil que apareció buscándome a la
mañana siguiente.
La guerra estaba
declarada y cuando se hubieron ido corriendo sendero arriba sobre sus pasos, me
apresuré a colocarme el traje de nuevo y salí corriendo hacia allí para cerrar
la colmena y trasladarla a otro lugar del sendero donde no lo pudiesen
recordar. No quería desperdiciar el factor sorpresa.
Pero para mi
desgracia, la reacción que provoqué en mis perseguidores no fue el
desistimiento, sino más bien al contrario. Lejos del efecto disuasorio que
buscaba, pronto se dio la voz de alarma sobre la existencia de colmenas y se
apresuraron a protegerse, también con trajes de apicultor, para la nueva
incursión hacia la cueva a fin darme captura.
Para mí la
patria reside en ese lugar al que amas y no en el conjunto de territorios que
han trazado un grupo de personas apropiándose de lo que realmente no es suyo.
Yo no quería volver al hospital ni a los forzados interrogatorios del comisario
Álvarez, me sentía perdido, me caerían más de veinte años por el agravante de
haberme dado a la fuga, la cárcel podría ser aún peor que todo lo que había
conocido hasta entonces.
Yo estaba
nerviosamente horrorizado por la rapidez con la que habían encontrado mi
escondrijo.
Desde mi
posición estratégica pude contar hasta seis personas vestidas de blanco. Venían
por varios lados, parecía una invasión extraterrestre con escafandras avanzando
hacia mí entre los espinos y romeros, y lo peor era que su inmunidad anulaba mi
defensa premeditada.
Me abracé a la
colmena que tenía a mis pies y la besé como si fuese el arca de la alianza. Me
juré que jamás me sacarían de allí con vida. Estaba dispuesto a abrir la tapa
de la colmena y quitarme lentamente la escafandra. La primera picadura sería la
más dolorosa, un fuerte olor aromático llegaría hasta mi nariz y también al
resto de las guardianas que excitadas por el perfume del veneno acudirían en
ayuda de su compañera sacrificada. Yo me desvanecería, notando un fuerte calor
en la cara y su aumento imparable de volumen. Pero pronto la propia inflamación
anestesiaría mi cabeza. Ya no me preocupaba que los policías quisieran
llevarme, pronto me habría fugado eternamente. Me recostaría sobre un tronco y
dejaría que hiciese efecto la apitoxina, hasta que poco a poco dejara de sentir
los aguijones.
En aquel trance
de rendición frente a la vida, mi mente volvió al oscuro callejón.
Estaba bien entrada la noche. Yo venía de mi
habitual ruta en bici hasta los chopos de Villacadima, donde todos los
principios de invierno entrenaba y probaba mis piolets contra la madera seca de
un gran chopo, ascendiendo por él hasta las primeras ramas donde colocaba una
cuerda para descender una y otra vez. Me iba al atardecer si encontraba un
hueco libre en mi agenda y volvía ya con las primeras estrellas de la noche, de
ese modo practicaba también con la linterna frontal. Las cascadas de hielo se escalan
habitualmente horas antes del amanecer, son más seguras de madrugada cuando el
termómetro roza el mínimo negativo. Me pareció ver una mochila estudiantil
tirada en la acera y un pálpito me sobrevino a la mente. Me detuve unos metros
más adelante, los colores coincidían con los de la de mi hija. Entré en el
oscuro callejón y pude advertir un bulto que se movía a forcejeos en un rincón.
Los pataleos se entremezclaban con intentos guturales de alarma
silenciados por el agresor, que con sus manos tapaba brutalmente su boca.
Cuando mis ojos se fueron acostumbrando a la falta de luz. Vi que el violador
la retenía inmovilizada con las rodillas sobre sus manos, y una pistola
apuntándole para que no gritara. Yo no sé si habría deseado que todo acabara de
otro modo o agradecía que se me brindase aquella oportunidad única para
vengarme de todas las vejaciones, trastornos y persecuciones que había sufrido
ya, pero en aquel preciso instante no pude contenerme.
Ahora recaerían sobre mi dos asesinatos,
porque estaba convencido de que el comisario Álvarez con su sagaz suspicacia sabría
hurgar en mi pasado y reabrir el caso Icaria. Tratarían también de culparme con
la muerte de Walter. Yo solo le empujé para apartar su tétrica mirada agonizante de
nuestros rostros y que continuara su camino hacia el infierno, pero ya estaba
totalmente desencajado y destrozado cuando se quedó enganchado en nuestra
repisa después de ser arrollado por el macho de cabra montés veinte metros más
arriba. Laura y Jaime juraron que jamás dirían nada, pero después de todo lo
ocurrido, quién sabe, a lo mejor les servía para deshacerse de mis desplantes y
mis ataques de ira.
Salí de mi
ensimismamiento cuando oí el avance cercano de la guardia civil abriéndose paso
entre la maleza. Me incorporé y una rama de zarza me enganchó el pantalón.
19
No era
precisamente yo de los que reciben a la muerte esperándola postrados en una
cama.
Así que rechacé
la idea de la rendición, cogí rápidamente la navaja y corte dos ramas de zarza
ocultándome detrás del gran tronco en el que se apoyaba la colmena. La malla
que cubre la cara de un traje de apicultor es lo suficientemente resistente
para que no la puedan romper las abejas, pero muy sensible a los enganchones.
Los dos guardias civiles seguían avanzando por entre la maleza. Al llegar a mi
altura, yo permanecía oculto y pegado al tronco. Nada más tropezar con el
alambre justo cuando la caja se abría y ellos se daban la vuelta sorprendidos, me
levanté y les pasé la rama de zarza por la escafandra estirando con ímpetu para
rasgar sus mallas protectoras. Acto seguido pegué una patada a la colmena y
salí corriendo. Los dejé allí solos, gritando y dándose de manotazos para intentar
sacar las abejas de su rostro.
Corrí ladera
arriba sin descanso dejando que el resto de guardias acudieran en su auxilio.
No paré hasta llegar a los Llanos del Puerto, el corazón parecía que se me iba
a salir por la boca y me volví a quitar la escafandra dejándola allí abandonada.
Era mi única salida, huir lo más lejos posible. El que me había parecido un
lugar oculto e inaccesible, ya no era un sitio seguro para mí y no quería ver
la sonrisa del comisario Álvarez con aire de triunfador, cuando le condecoraran
por haber encontrado mi zulo, resolviendo el caso con su pericia diabólica.
Así que continué
camino abajo hacia La Algecira. Al fondo se veía La Crebada con su grandiosa
roca afilada que tanto nos costó escalar y que aparenta bascularse sobre el río
sirviendo de jalón a los caminantes sobre la cola del recién estrenado pantano
del puente de Santolea y las pinturas rupestres del Torico. Al pasar el río por
la palanca donde el Guadalope entrechoca su caudal contra las grandes piedras
redondeadas por el arrastre de las tormentas, un renault 12 blanco que no pude
advertir a tiempo por el rumor del agua, llegó muy veloz y frenó levantando
gran polvareda. Se paró junto a mí abriendo de golpe la puerta del copiloto. La
sorpresa me hacía difícil creer que Estéfani hubiese venido a por mí.
-¡Vamos sube! ¡Rápido!
Me metí en el
coche sin saber a dónde iba.
-¿Cómo me has
encontrado?
-El anciano apicultor
les contó que te habías cruzado en el camino y luego habías desaparecido hacia
el Raspador. Yo dije que no te conocía, que no te había visto nunca. Pensé que
te buscarían por la misma zona desde la que te marcharte y sabía que huirías
por esta parte de río.
-Muchas gracias
Estéfani, pero ahora ¿dónde me escondo?
Ella me sonrió.
-Te llevaré con mis hermanos, han estado de gira todo el verano por España, hoy
duermen en Foz Calanda, hacen un pase especial porque están enamorados del
Festival de Circo de Foz y de la acogida del público que tuvieron allí a
finales de Agosto. Mañana vuelven para Italia. Te ocultarás con ellos, son muy
buena gente, hasta seguro que te enseñan algún truco de esos que tanto te
gustan, como tirar llamaradas por la boca o a manejar las cariocas de fuego. Yo
en cuanto pueda iré a buscarte.
Volvió a
sonreírme, alargó su cuello e inclinándose hacia mí me dio un beso en los
labios. Casi nos salimos a la cuneta, pero Estéfani estaba muy acostumbrada a
conducir velozmente y a volantazos, esquivando los baches de aquellos caminos
de tierra, como si estuviese participando constantemente en un rally. No me
podía creer lo que me estaba pasando.
Me estaba
volviendo a enamorar profundamente de Estéfani o quizá en realidad nunca había
dejado de estarlo, así que me dejé llevar ante esa perspectiva tan bella de
emprender un nuevo camino a su lado.
-No sé cómo han
podido dar conmigo tan rápido.
-Te dije hace
tiempo que no publicaras tantas cosas sobre los lugares exóticos del
Maestrazgo. Nos emocionamos con contar que somos los protagonistas de nuestras
propias aventurillas y que el resto nos aplauda, que nos inunden a “me gustas”. Has estado demasiado tiempo
conectado a Internet diciendo a todo el mundo donde vas, lo que haces y con
quién. Hay cosas que es mejor que no sepa nadie. Yo hace años que me quité el
móvil, el ordenador y toda esa porquería tecnológica que nos hace esclavos.
¡Son juguetes tapadera! Instrumentos infalibles para tener controlado al
personal, por dónde andas, qué te gusta comprar, con quién te relacionas… pero
no te preocupes, les costará mucho averiguar que estoy contigo, no tienen por donde
pillarme, ni siquiera creo que sepan que soy italiana. Y para cuando descubran
algo ya hará tiempo que habréis salido a Francia por La Junquera-.
Llegamos a Foz Calanda
a eso de las diez de la noche y Estéfani me presentó a sus hermanos, Luigi y
Matteo.
Estéfani se apartó
con Matteo, para pedirle que me llevara con ellos. Cuando le contó el porqué de
mi necesidad de escapar, Matteo protestó. En la distancia intuí que había
bronca e interpreté que le recriminaba de nuevo su carácter voluble e
independiente para solo acudir a la familia cuando se veía en apuros o
necesitaba ayuda, poniendo a todos en peligro. Le preguntó por Jaime en tono
inquiridor y le dijo que todo había acabado:
-Ahora Jesús
está conmigo- Matteo se echaba las manos a la cabeza y se preocupaba sobre todo
por lo que pudiese pasarles si nos paraba la Policía, pero al fin accedió.
Saldríamos al
amanecer, nos dirigíamos a Luisetto, una pequeña aldea del Piamonte italiano,
al sur de Alba su pueblo natal. Cuna de la trufa blanca. Me prometió que cuando
llegara a buscarme me enseñaría todo Turín, subiríamos al Cervino, la montaña
que yo siempre tenía metida en la cabeza y que Estéfani había escalado varias
veces. Allí tendríamos tiempo de contarnos pausadamente todos los secretos
escondidos del sentir de nuestras almas, envueltos entre los intensos aromas
que tanto nos cautivan a los dos.
Nos dejaron una
cama pequeña en el ático de la casa rural que tenían alquilada y la noche
volvió a envolvernos con su mágico velo enredando nuestros cuerpos hasta
incendiar nuestra piel solo sofocada por los besos.
Al amanecer nos despedimos entre sollozos,
pero con la esperanza cercana de volver a vernos, Matteo nos miraba de reojo
con cierto enojo.
Por fin partió el convoy hacia Italia, pero
a la salida de Alcañiz la guardia civil había montado un control. Nunca hubiese
creído que se organizara un despliegue policial tan grandioso para coger a un
pobre diablo como yo.
Nos hicieron bajar a todos y fueron
revisando la documentación de los vehículos y la de cada uno de nosotros, al
fondo en el último coche patrulla puede reconocer al comisario Álvarez.
Seis meses después salió el juicio, mi
abogado alegó que el día de autos su cliente ya estaba afectado por un
trastorno mental y mi hija testificó todo lo ocurrido, aunque con mucho
esfuerzo y dolor, al rememorar aquellos angustiosos detalles.
La audiencia comprendió que todo lo que hice
fue en legítima defensa.
El tiempo de prisión preventiva en la cárcel
de Daroca se me pasó más rápido de lo que nunca hubiera imaginado, la sentencia
determinó que cometí un homicidio en defensa propia por lo que recibí la
absolución de la condena de ocho años que pedía el fiscal y fui liberado sin
cargos.
A la salida de la vista todos me vitoreaban
como a un héroe. La administración todavía me reservaba mi antigua plaza de
profesor a partir del próximo curso y Laura estaba esperanzada con empezar una
nueva etapa en nuestra relación. Un nuevo amanecer en nuestras vidas.
20
Desperté
sobresaltado, Estéfani todavía dormía, me asomé por la pequeña ventana. Estaba
a punto de salir el sol. Me froté los ojos y recordé vagamente los últimos
detalles de la reciente pesadilla.
¡Qué iluso!
confiar en la indulgencia de la justicia española. Recuerdo esta misma
sensación en mi arresto militar por haber bebido demasiado alcohol. En algún
rincón de mi cerebro una esperanza muy poco convencida aún pretendía que me
perdonarán, pero al final los hechos no se sucedieron como mis sueños habían
planeado para mí.
La carta de
despedida que dejó Estéfani para Jaime encima de la mesita de entrada del
Higueral, no dejaba duda.
Querido Jaime.
Tras
muchos meses de ausencia, aunque estuvieras físicamente a mi lado, he
comprendido que mi camino está en otra dirección a la tuya. No puedo seguir
así, abandonada a la resignación de una vida monótona sin más compañía que la
del sol y las estrellas. Necesito más aire, nuevas sensaciones, alguien que me
escuche, que desee compartir inquietudes conmigo. Alguien con quien vuelva a
sentir que la vida es maravillosa. Sé que se nos han gastado las ganas de
aguantarnos, por eso procuras estar cada vez menos tiempo aquí conmigo, pero
todavía me siento joven, espero vivir más del doble de lo que he vivido hasta
ahora. Nos queda muchísima existencia por delante, pero no podemos
desperdiciarla. Como tú dices “Sólo se vive una vez”. Me vuelvo a Luissetto.
Seguro que puedes arreglártelas mejor sin mí. Encontrarás la forma de rehacer
la vida que tanto te gusta, libre, sin ataduras. No trates de encontrarme sabes
tan bien como yo que esto tenía que pasar. Si alguna vez deseo volver a verte
ya me pondré en contacto contigo.
Un abrazo.
Fdo. Estéfani.
Por fin partió el convoy hacia Italia, pero tal y como predijo mi sueño a la salida de Alcañiz la guardia civil había montado un control. Nunca hubiese creído a nadie que presumiese de adivinar el futuro a través de los sueños. La aventura del génesis donde José el israelita conversa con el faraón para interpretar sus pesadillas siempre me pareció un cuento infantil. Pero, sea como fuere, allí estaban. Yo no podía dejar que me atraparan y esperar en la cárcel a que saliera el juicio al cabo de dos años o más, ni confiar en que surtieran efecto las alegaciones de mi abogado incluyendo las eximentes de miedo insuperable y trastorno mental. Aunque mi hija testificara todo lo ocurrido, nuestra justicia solo perdona a los peces gordos y es probable que no aceptaran mi reacción como de legítima defensa.
Sería demasiado
cándido si esperara la absolución del juez anulando la petición del fiscal. Mi
intento de eludir la justicia, la fuga del hospital y dos ataques a las fuerzas
del orden, son suficientes agravantes como para aplicarme nocturnidad,
premeditación y alevosía. Probablemente nadie me vitorearía a la salida de la
vista como al padre coraje y la administración harta ya de mí y de mis
desplantes hacia los superiores aprovecharía con saña para inhabilitarme en la
función docente. Mi estrategia al esconderme tenía que ser infalible.
El comisario
Álvarez no podría comprender que se les estuviera escapando alguien a quién le
habían estado pisado los talones. Algo fallaba en la búsqueda intensiva que se
estaba realizando, controles en todas las carreteras, dos helicópteros y tres
unidades de guías caninos con sus perros de rastreo. Decidió volver sobre sus
pasos para intentar recomponer los hechos. No creía que la casualidad me
hubiera hecho pasar aquel amanecer por el Higueral ¿Qué hacía yo saliendo de
una casa corriendo y provocando un accidente en medio de un camino rural? Así
que cuando volvió al Higueral y tocó en el gran portón de madera se dio cuenta
de que la puerta estaba entreabierta.
-Buenos días
¿Hay alguien?- gritó. Sólo obtuvo el silencio por respuesta. Empujó el portón y
volvió preguntar. Como nadie le contestaba penetró y merodeó observando los
detalles de la casa. Varias figuras de madera tallada decoraban las paredes, un
viejo atrapasueños colgaba del techo junto a una bandera pirata. A su lado
había una antigua mesa de madera sobre la que había un papel plegado, se
acercó, miró a los lados y cuidadosamente lo abrió. Estéfani hacía ya por lo
menos tres horas que se había marchado dejando aquella misiva para Jaime.
-Luisetto,
Luisetto, ¿dónde coño está Luisetto?- y sacó su teléfono para buscar en la red.
La espera en la pantalla se hizo demasiado larga, creía que no habría
suficiente cobertura, hasta que al final el buscador mostró a un lado la
palabra Italia.
Cuando se dio cuenta de lo ocurrido salió deprisa al coche y comenzó a dar la voz de alarma por la radio.
Cuando se dio cuenta de lo ocurrido salió deprisa al coche y comenzó a dar la voz de alarma por la radio.
-A todas las
unidades, a todas la unidades, les habla el comisario Álvarez, el perseguido
puede estar camino de Italia, hay que detener a todos los vehículos sospechosos
en dirección Barcelona, cambio.
-Le habla el
cabo Gutiérrez del control de Alcañiz, esta mañana hemos revisado un convoy de
circo con dos furgonetas y un camión, pero entre los ocupantes no se hallaba el
sospechoso, cambio-
- ¡Hay que
detener a ese convoy!- Gritó el comisario Álvarez -Repito hay que detener a ese
convoy, cambio.
-Han pasado a
las nueve de la mañana, ahora estarán al menos en Gerona, cambio-
-¡Hagan lo posible por detenerlo esté donde esté! Corto y cambio- ordenó el comisario.
-¡Hagan lo posible por detenerlo esté donde esté! Corto y cambio- ordenó el comisario.
El camión que
conducía Matteo, era el más lento de todos. Subiendo hacia La Jonquera se quedó
retrasado por lo menos dos kilómetros respecto de las furgonetas. Las veía
alejarse poco a poco, pero él no tenía prisa. El último camión que había
heredado de su padre debía durarle otros diez años o más y para eso había que
tratarlo con cuidado, sin apurar.
Poco antes de llegar a la frontera justo cuando iba a coronar el puerto vio como un mosso d´esquadra salía corriendo hacia el centro de la calzada para echarle el alto, Matteo pisó el freno y lamentó otro registro más pues habían pensado parar en Perpignan para descansar y ahora aún le cogerían más ventaja su hermano Luigi y los demás.
-Bona tarda, documentació si us plau.
Poco antes de llegar a la frontera justo cuando iba a coronar el puerto vio como un mosso d´esquadra salía corriendo hacia el centro de la calzada para echarle el alto, Matteo pisó el freno y lamentó otro registro más pues habían pensado parar en Perpignan para descansar y ahora aún le cogerían más ventaja su hermano Luigi y los demás.
-Bona tarda, documentació si us plau.
Llegaron otros
tres mossos más y empezaron a desmontar todo el camión. Matteo protestaba con
fastidio, pero en el fondo estaba feliz porque sabía que yo no estaba allí.
El cambio de planes fue una decisión que me esforcé por meterle en la cabeza a la pobre Estéfani poco antes de bajar a desayunar. ¡Con lo que le había costado convencer a su hermano para llevarme!
El cambio de planes fue una decisión que me esforcé por meterle en la cabeza a la pobre Estéfani poco antes de bajar a desayunar. ¡Con lo que le había costado convencer a su hermano para llevarme!
Yo no quería meter en líos a nadie, acababa de
tener un horrible sueño. Nos cazaban en el control en Alcañiz y detenían a
Luigi, a Matteo, a Estéfani por cómplices de mi intento de fuga. Sabía que
volverían a registrar el Higueral y sabía que dejar pistas falsas de por donde
nos habíamos fugado podría despistarles.
Me hubiera
gustado ver la cara de frustración del comisario Álvarez cuando le comunicaron
que solo les había dado tiempo de parar al camión de cola, las furgonetas
acababan de pasar a Francia cuando dieron el aviso.
Europa, el viejo
continente superindustrializado, esta lleno de rincones perdidos, maravillosos y
prácticamente despoblados, zonas rurales totalmente abandonadas con grandes
extensiones deshabitadas, donde si encuentras a alguien suele ser amable,
hospitalario y con ganas de ayudarte. Dicen que en 2050 el setenta por cierto
de la población mundial vivirá en grandes ciudades, pero nosotros detestamos la
vida urbana. Solo en el Maestrazgo existen cientos de masadas y aldeas
abandonadas como las Casas de Alconzal, Torremocha, El Latonar, Hoya Serbal o
Casas del Manzano, que hasta hace cuarenta años eran centros de actividad
económica para alimentar a varias familias. En todas ellas hay una fuente y
recursos suficientes para darse vida y subsistir. De hecho pasaron siglos viviendo
así nuestros antepasados. No nos creemos que ahora sea imposible hacerlo. ¿Qué
ha cambiado en el universo realmente?
Aquel día,
Estéfani estaba esperándome con el coche a la salida de la Foz Calanda, me
llevó lejos de allí siempre por carreteras secundarias y alguna pista de tierra.
Ella había vivido en varios de esos poblados que llaman abandonados y conocía
muchos más. Me voy a dejar la barba tan larga que ahora dirán que me parezco a Jaime.
De lejos cualquiera podrá confundirnos. En la foto del carnet de identidad que
le ha cogido prestado Estefani del Higueral, hasta yo me encuentro parecidos.
Su DNI va a servirme de salvoconducto.
¿Volverás?
Su mirada fija
en mí me atravesó el corazón porque comprendí que su alma solo podía volar
libre.
FIN
15 de
junio de 2016
Fdo:
Jaguirre