jueves, 24 de marzo de 2011

EL ESTRECHO

(2º premio del VII concurso de relato corto  Cuencas Mineras)              
                 La noche del 21 de julio de 2009 Wilmar y Sara dormían tranquilos en su nueva casa de turismo activo “El Estrecho”. Sara, llena de plenitud, cansancio y gozo, se había quedado profundamente dormida, abrazada a su pecho, después de haberse amado. Willy, sin embargo, todavía permanecía despierto. Tenía los ojos muy abiertos y la mirada clavada en el techo. Se sentía pletórico saboreando esos bellos momentos de la vida en que la culminación de un gran proyecto sabe al triunfo de la victoria.
Miró amorosamente la cara angelical de Sara y le susurró un “te quiero” besándola suavemente en los labios. Luego, volvió su mirada al techo abuhardillado de madera y con la nuca apoyada en sus manos empezó a repasar los intensos acontecimientos de los últimos meses.

La masada de “El Estrecho” había sido una de esas grandes casas de campo con una extensión de terreno lo suficientemente extensa, como para constituir una unidad económico-familiar sólida, fuerte e independiente. El éxodo rural de la segunda mitad del siglo XX y las noticias de que en las ciudades las condiciones de vida eran aparentemente más favorables, había propiciado que otras masadas cercanas se fuesen abandonando poco a poco, pero “El Estrecho” siguió habitado hasta bien entrados los años ochenta. El tío Custodio, su anterior dueño, vivió allí hasta el final de sus días.
 En los primeros años del siglo XXI la finca fue absorbida por la ampliación de un polígono ganadero promovido por el ayuntamiento de la localidad, pero desde entonces ya nadie se había hecho cargo del mantenimiento de la casa y el estado de conservación, conducente hacia la ruina, era sólo cuestión de tiempo.
Aquel maravilloso entorno había fascinado a Wilmar desde niño. La masada estaba rodeada por un magnífico paisaje de fondo flanqueado de montañas con extensos pinares, fuentes y un bonito tramo del río Guadalope que bañaba sus linderos. Las laderas del Galabardal, mágica montaña con silueta de volcán, se levantaban al sur coronadas de altos acantilados de roca desde los que se dejaban caer los buitres para surcar, durante horas, los nítidos cielos azules planeando majestuosamente sin apenas mover sus alas. Hacia poniente el Guadalope se asomaba por las puertas del barranco de La Tosca tras haber atravesado montañas rocosas en las que había conseguido esculpir un gran cañón, a través del cual, las aguas se precipitaban por cascadas para luego reposar en largas badinas y profundas pozas abrigadas por paredes y pasillos estrechos de más de doscientos metros de altura. Hacia el Norte, la Muela Cerra poblada de extensos y frondosos pinares, había servido años atrás para que Willy aprendiera de su abuelo cómo recolectar rebollones, setas y otros preciados hongos de los otoños lluviosos. El valle, aguas abajo, se cerraba hacia el Este perdiéndose al atravesar los altos estratos verticales de Bocainfierno, frontera natural infranqueable para el paso humano.

Willy no soportaba ver el abandono y la destrucción de la que, desde niño, había considerado una masada-paraíso.
Él y Sara fueron los que forzaron al Ayuntamiento para que sacasen la casa a la venta, denunciando un estado ruinoso que avanzaba sin parar, presionando para que alguien se pudiese encargar de la recuperación y la restauración del edificio, emblema e insignia de las masadas maestracenses, solucionando así también el peligro que comportaba, para los viandantes curiosos, el fácil acceso que tenía desde la misma carretera.
Una vez adquirida, tras la puja del proceso de subasta, habían hecho todo lo posible por que su proyecto saliese adelante. Un año ajetreado de permisos, reformas, petición de subvenciones y solicitudes los había dejado agotados, pero satisfechos de haber podido terminar antes del verano.
Hijo de apicultores y ganaderos, Willy amaba los animales y la naturaleza y consideraba que con la adquisición de aquella masada podría ver su gran sueño cumplido. Por fin se había hecho realidad y lo más importante era que podía compartirlo con Sara, el gran amor de su vida, que ahora permanecía a su lado abrazándole. Ambos se conocieron como alumnos en la Escuela de Guías de Montaña y disfrutaban mostrando a los demás los tesoros ocultos de paisajes perdidos, agrestes, escarpados…. lugares mágicos, rincones que ellos denominaban “paraísos naturales”.  
Hacía muy pocos días que habían inaugurado el Centro de turismo activo. Los componentes del primer grupo de alemanes habían quedado ampliamente satisfechos a pesar de los calores aterradores del verano y del bochorno de aquella tarde porque en las frías aguas del cañón de La Tosca todos se habían refrescado contemplando un maravilloso paisaje de primera magnitud. Observaba de reojo el rostro dormido de Sara y se sentía feliz. Estaba muy orgulloso de ella. Se emocionaba al recordar como había conseguido animar y convencer a todos para saltar en la última cascada. Él en cambio, aunque había realizado decenas de veces este recorrido, todavía seguía sintiendo esa eufórica y contradictoria sensación de nerviosismo seguido de relajación al emerger de la estrepitosa zambullida tras el imponente salto.
Sara siempre iba delante con los más atrevidos y Willy se quedaba atrás para animar a los rezagados y cerrar el grupo. Le gustaba llevar allí a cualquiera que lo desconociera, todos salían impresionados de aquel maravilloso lugar.
La agenda de esa semana estaba repleta, por la mañana partirían a caballo con una familia madrileña hacia la muela del Galabardal y por la tarde visitarían las gorgas de Bocainfierno.
Mientras pensaba en todo esto, soñando e imaginando despierto como atender y por donde llevar a los siguientes grupos, su respiración se aceleraba profunda y su corazón palpitaba de emoción, puesto que en tan sólo una semana habían desaparecido los temores ante la falta de aceptación a este tipo de actividades en una zona tan apartada y solitaria, pero ahora el debut estaba siendo muy exitoso y se auguraba un futuro muy esperanzador. Se habían metido de lleno con este proyecto, habían empeñando todos sus recursos, pero por suerte el tremendo esfuerzo estaba mereciendo la pena y se podría decir que todo marchaba a la perfección.

A punto de empezar a delirar con sus pensamientos, mezclados ya con las primeras extravagancias del sueño y la pérdida paulatina de consciencia que trae consigo, oyó un fuerte trueno que lo volvió a desvelar. Antes de que pasara un minuto un nuevo gran relámpago iluminó toda la habitación y casi al mismo tiempo otro gran trueno consiguió despertar también a Sara.
-¿Qué ha sido eso?- preguntó asustada.
-Se está acercando una tormenta, duerme tranquila voy a consultar la meteorología-
Willy se levantó hasta el escritorio para abrir su ordenador portátil. Conectó su módem y pulsó al botón de encendido. De repente todo volvió a iluminarse y de nuevo otro gran estruendo cercano se escuchó.
Willy se acercó al balcón y observó la oscura noche a través de los cristales, parecía que no llovía, pero se dejaba oír el fuerte batir de las hojas y las ramas de los árboles zarandeados por el viento.
Volvió preocupado hacia su ordenador para ver las previsiones de la agencia estatal de meteorología, no deseaba tener que suspender la actividad del día siguiente y a pesar del mal tiempo que se avecinaba por el norte, la web daba, para el miércoles veintidós, altas temperaturas y fuertes vientos del sur.
                Orgulloso volvió a visitar la página de “El Estrecho” que hacía tan solo una semana había colgado. Observó de nuevo las numerosas fotos que tanto les costó elegir de entre los lugares más bonitos y emblemáticos de la zona, leyó todos los textos y comprobó todos los enlaces buscando posibles errores no detectados anteriormente. Todo estaba perfecto. Apagó el ordenador y bajo a la nevera para beber agua fresca. Salió al porche de la entrada y se tomó un refresco de hidromiel con hielo sentado en la hamaca. Mientras recordaba con ternura el hogar materno a través del dulce sabor del licor que su padre fermentaba mezclando con esmero y en proporciones exactas agua y rica miel en barricas de castaño, se dejaba mecer por el viento racheado y cálido que venía de la tormenta. Algunos rayos iluminaban las nubes como si por un instante se hiciese de día, otros caían al suelo dejando su estela astillada como si  se rasgase una fotografía.
                Al punto de abandonar el porche, dejando atrás una desapacible pero espectacular noche de ramificaciones eléctricas, observó un leve resplandor anaranjado al otro lado de la colina. Se quedó mirando fijamente y vio centellear aquella extraña luz. Subió rápidamente a la buhardilla para ampliar su campo de visión y con la ayuda de la luz de otro relámpago comprobó que era humo lo que rodeaba aquel foco.
                Entró en la habitación para coger su teléfono móvil.
-¿Qué ocurre Willy?- preguntó Sara somnolienta.
-Creo que se ha originado un incendio en la Muela Cerra voy a avisar a emergencias-
Sara se incorporó asustada y esperó a que terminara la comunicación telefónica.
Plantado frente al mapa topográfico, que de la pared tenía colgado, Willy intentaba describir con precisión el lugar exacto de donde había visto salir el resplandor.
-Enseguida pasamos el aviso a Medio Ambiente -se oyó a través del auricular.
-¿Qué te han dicho Willy?-
-Van a enviar una patrulla del retén forestal, ven a la puerta, verás donde está el incendio-.
En aquel momento el fuego había alcanzado mayores proporciones avivado por los vientos racheados de la tormenta seca y ya se veían altas llamas inclinadas avanzando sobre las copas de los pinos más altos.
Volvieron a llamar de nuevo a emergencias para informar sobre la rapidez de las llamas. Avisaron también a la Guardia Civil, la cual había sido ya alertada e inmediatamente partía hacia allí desde el cuartel de Aliaga con un coche patrulla.
Apresuradamente comenzaron a preparar mangueras, cubos, azadas y cualquier herramienta que pudiera servir para sofocar el fuego, pero a cada momento que volvían su mirada hacia el resplandor, éste había aumentado de tamaño. El foco crecía en varias direcciones como un gran abanico que comienza a abrirse lentamente.
Cincuenta minutos más tarde la patrulla de la Guardia Civil bajaba por la carretera, y aunque las llamas se habían propagado por gran parte del pinar que tenían enfrente, Wilmar y Sara, nerviosos y asustados como estaban, respiraron aliviados.
-Ya empiezan a llegar. Pronto tendremos camiones autobomba y los retenes forestales sofocándolo- auguró Willy intentando tranquilizar la situación.
Las primeras palabras del Sargento al bajar del coche fueron:
-Buenas noches, tienen que desalojar la casa, van a ser evacuados-
La cara de desconcierto de Willy y Sara no les permitía reaccionar.
-No podemos abandonar la casa. ¿Y si se quema? -replicó Sara en forma de protesta.
-Preferimos quedarnos a ayudar y defender nuestro terreno, podemos ser más útiles aquí-.
El Sargento de la Guardia Civil no dio tregua a su insistencia e hizo un llamamiento a la autoridad:
-Traemos orden de evacuarlos, no podemos dejar que se queden, las personas son más importantes que los bienes, no podemos arriesgar ninguna vida-.
-No me parece buena idea - espetó Willy.
-Les repito que no pueden quedarse aquí, tenemos orden de evacuarlos-.
-No nos vamos a ir, tenemos que defender nuestra casa-.
-Deben venir, será mejor por las buenas-.
-¿Por qué no han traído medios para sofocar el incendio? Mientras discutimos el fuego avanza y se hace más grande, ya podríamos estar controlando su avance-.
-La extinción del incendio corresponde a los profesionales, no a la población civil. Ellos están preparados-.
-Ellos están preparados, pero no vienen- contestó Willy airado.
Permanecieron los cuatro mirándose plantados, sin dar el brazo a torcer, mientras el fuego avanzaba peligrosamente hacia allí.
Los guardias volvieron a insistir en que debían irse, pero Willy y Sara no hacían sino señalar su casa y al fuego con ánimo de retroceder hacia ella y ponerse manos a la obra para atacarlo.
El Sargento empezó a perder la paciencia y antes de que la discusión pasara a mayores decidió poner fin al asunto. Dio un paso hacia Willy y cogiéndole de un brazo intentó conducirlo hacia el coche patrulla:
-¡Venga no podemos perder más tiempo hagan el favor de subir al coche!-
Al mismo tiempo, el Cabo que acompañaba al Sargento también cogió del brazo a Sara.
Los forcejeos y los gritos de la tensa situación se incrementaban a cada segundo.
Los dos jóvenes intentaban zafarse ante la fuerza de los fornidos agentes. Por fin, Willy empujó hacia delante al guardia y en un fuerte tirón se deshizo del él.
-¡Suelte a Sara, cobarde! ¡Déjenos defender lo nuestro!- gritó después al otro agente.
El sargento ayudó al Cabo, ya que éste tenía serias dificultades para meter en el coche a Sara. Willy, que veía como no atendían a sus amenazas e insultos, se lanzó a la carga contra ellos, pero el Sargento, que lo vio de reojo, le empujó con tal violencia al llegar a su altura, que dio con él en suelo cayendo de espaldas.
Mientras se reponía para volver a la carga, los agentes ya habían metido en el coche a Sara que gritaba malhumorada a través de los cristales, y ahora se disponían a atrapar y llevarse por la fuerza también a Willy. Él intentó llegar al coche por el otro lado, para rescatar a Sara, pero los guardias la custodiaban bien y además intentaban darle caza, si lo cogían estaba perdido, así que en el primer lance del Cabo, Willy, más ágil que él, dio un salto hacia atrás y corrió hacia la casa. No podían cogerlo y él no podía rescatar a Sara. Así que a una distancia prudencial intentó negociar para que entraran en razón y comenzó a pedir que la soltaran, a suplicar que pidieran refuerzos por la radio mientras todos ellos intentaban detener el fuego.
Más de media hora estuvieron discutiendo a diez metros de distancia. A cada paso que avanzaban los guardias, Willy retrocedía otro, pero no se apartaban de ella que intentaba por todos los medios y sin éxito escaparse del coche patrulla.
Mientras tanto, las llamas no habían parado en su avance y estaban alcanzando el rastrojo que separaba la carretera del pinar, el viento era muy fuerte y soplaba en dirección a la casa. En pocos minutos atravesaría la hierba seca y llegaría hasta los linderos  y cunetas de la carretera.
Los Guardias empezaron a dar por imposible la evacuación de Willy que no cesaba en sus súplicas ni tenía la menor intención de entregarse. Así que decidieron salir de allí antes de quedarse atrapados.
Mientras subían al coche, Sara gritaba desconsolada exigiendo que la liberasen y suplicaba que por nada del mundo dejasen solo a Willy.
El coche arrancó. Willy, desesperado, corrió tras él para intentar detenerlo y conseguir liberar a Sara. Cuando comprendió que se le escapaba, intentó obligarles a detenerse lanzando una piedra con rabia para que impactase en los cristales, pero el imparable vehículo policial al que apuntaba se perdió, instantes después, tras un flanco de llamas que tapaba ya, media carretera.
Desconsolado y nervioso comenzó a sacar los caballos del establo y los soltó en los yermos de abajo camino del río. Acto seguido, extendió una larga manguera alrededor de la casa, la conectó a la toma más cercana y comenzó a regar los alrededores del edificio. El humo empezaba a ser intenso y las laderas colindantes parecían un infierno. El frente principal avanzaba con rapidez, las altísimas llamas corrían por encima de las copas de los pinos enganchándose unas a otras. Por detrás quedaban focos incandescentes en lo que ya se había quemado. Willy se colocó un gran pañuelo mojado alrededor del cuello que le tapaba la nariz y la boca y siguió regando intensamente creando un cerco de no menos de cinco metros alrededor de la casa. Cuando las llamas superficiales que consumían la hierba seca llegaron a lo mojado se detuvieron y Willy presintió que podría salvarla.
Seguía regando y apagando los límites del cerco cuando empezó a escuchar pequeñas explosiones. Se volvió atrás y pudo comprobar como las piñas estallaban y salían volando incandescentes desde las copas de las coníferas hasta el suelo a varias decenas de metros, algunas llegaban incluso a chocar contra las paredes de la casa. El cielo estaba lleno de pavesas que caían incesantes empujadas por el viento como en un castillo de fuegos de artificio. Willy corría de un lado a otro, intentando desaforadamente echarles agua a todas y apagar los múltiples focos que se iniciaban en la hierba seca. Pero por desgracia hubo algunas que saltaron por encima de la casa hasta el corral y él solo no podía extinguir todos los focos ni atender todos los frentes, uno de los cuales por desgracia había prendido la pila de paja en los establos. Willy aterrado vio el resplandor de las llamas detrás del muro y bajó corriendo. Mientras desplegaba de nuevo la manguera para dirigirla a sus establos el fuego se había extendido por toda la paja y comenzaba a prender la madera de las vigas y los travesaños del cobertizo, que él mismo había barnizado, semanas atrás, con aceite de linaza.


En el cuartel, Sara había dejado de forcejear e insultar a los agentes y ahora lloraba sentada en un rincón del sofá dentro del cuarto donde la tenían encerrada. Al fondo de la sala un viejo televisor emitía una antigua película en blanco y negro con interminables intermedios sobre tele-promociones de aparatos para cuidar la línea.
A las siete de la mañana comenzaron las noticias de la cadena autonómica y Sara, al escuchar -“Declarado un incendio en el término municipal de Aliaga”-, salió del sopor en el que había entrado durante las últimas horas de la noche. Retiró la manta que la cubría y se incorporó para permanecer muy atenta a cualquier dato que pudiesen facilitar sobre Willy o El Estrecho, pero cuando dieron las primeras imágenes en directo, sólo se pudo ver al Director General de Gestión Forestal, con un paisaje de fondo humeante, diciendo que hasta el día siguiente, del incendio de Aliaga no se podría ni hablar, debido a la gran cantidad de focos declarados aquella noche en la provincia y a la ausencia de medios suficientes para intentar sofocarlos todos.
Sara se sumió de nuevo en la más absoluta tristeza. Desconsolada por la impotencia, dejó de mirar las noticias cuando pasaron a hablar de la ocupación de las playas españolas. Mientras lloraba, tapándose los ojos con las palmas de las manos, la puerta del cuarto se abrió y aparecieron otros dos guardias, más jóvenes que los de la noche anterior, portando el desayuno en una bandeja. Sara se quedó mirándolos con cara de rabia y dolor, y señalando la pantalla les preguntó amargamente: -¿Es que no vais a hacer nada?- los guardias se miraron entre sí sin saber que decir: -¡Pues dejen que vaya yo sola a ayudar a Willy!- exigió dejando un tiempo de silencio para que contestaran.
-Señorita le traemos el desayuno, le vendrá bien comer un poco-.
-¡No quiero desayunar, quiero que me dejen salir!-.
-No podemos, son órdenes del gobernador, la población civil debe quedar a salvo-.
-¿Y qué pasa con Willy? ¿Y con nuestros caballos? ¿Qué pasa con nuestra casa? ¿Quién los va a poner a salvo? ¡Vayan a ayudarles y no me vengan con desayunos ni zarandajas!- espetó.
Los guardias volvieron sobre sus pasos cerrando de nuevo la puerta con llave.
Sara se quedó pensando en Willy intentando imaginar que habría conseguido detener el fuego que acechaba la casa y luego se habría unido a alguna cuadrilla de voluntarios para ir a sofocar otras zonas. Imaginó su cara llena de manchas de hollín y recordó la fiesta del primer curso en la Escuela de Guías de Montaña.

Se habían disfrazado de trogloditas para participar en las actividades de animación que todos los alumnos debían organizar por grupos, cada uno con una temática diferente. Ella estaba pintando la cara y los brazos de Willy. Todavía no estaban saliendo juntos, pero ambos se gustaban o por lo menos eso intuía Sara, que intentaba no aparentar el nerviosismo y el estupor que ruborizan a cualquiera que se acerca a la persona deseada. Mientras sus dedos se deslizaban sobre la piel de Willy, extendiendo el betún que dibujaba las líneas y tatuajes propios de un cazador prehistórico mimetizado en la noche, deseaba que aquella velada mágica fuera inolvidable. Pasaban muchos momentos juntos pero ninguno de los dos se había atrevido a dar el paso. En el aire quedaba la duda, cada vez más empequeñecida por la agitación del contacto físico, de si Willy se sentiría tan atraído como ella y por eso esperaba una señal. La fiesta de aquella noche podía ser una oportunidad única. Ambos se reían y parecían divertirse con los tatuajes. Willy entre risas protestaba por algunas líneas demasiado gruesas y largas que no iba a poder quitarse después. Cuando le tocó su turno, se tomo la revancha y le llenó su mejilla y la oreja izquierda con una enorme mancha que las unía. Ella soltó un grito de asombro y cogió más betún con sus dedos para manchar toda la frente de Willy. A carcajadas comenzaron a pelear por ver quien podía manchar más al otro. Willy se levantó deprisa para salir corriendo y esconderse en el interior del túnel de cartón que habían construido a modo de cueva, Sara corrió tras él, pero a punto de alcanzarlo tropezó y cayeron los dos al suelo, ella sobre él, que intentaba sujetar sus manos para que no siguiera pintando su cara y su pelo. Habían derramado todo el betún sobre el disfraz de Willy. Cuando dejaron de forcejear, sus miradas se cruzaron y sus brillantes ojos gritaron: ¡Ámame!,  desencadenando el largo beso inevitable que el mutuo deseo venía buscando semanas atrás.

Volvió a la realidad y comprobó amargamente que Willy no estaba allí y que nadie traía noticias fiables de él, del incendio ni de los medios de extinción que se estaban utilizando. Deseaba con todas sus fuerzas que todos los retenes forestales y cuadrillas de bomberos hubiesen puesto tanto empeño como Willy en sofocar semejante incendio, poniendo a disposición de la lucha contra las llamas su esfuerzo y sus máquinas creando cortafuegos para impedir el avance, atacando los frentes para lograr extinguirlo.

En el exterior, la realidad le quitaba la razón a los deseos de Sara, nadie se hizo cargo de aquella zona el primer día del incendio, excepto algunos grupos de voluntarios rurales que, saltándose los controles policiales por caminos poco transitados y desoyendo las advertencias de los retenes forestales, se afanaron en contener las llamas en los alrededores de las aldeas, para intentar evitar que se calcinasen las casas de sus vecinos. El frente principal avanzaba sin resistencia hacia donde lo empujaba el viento y las zonas deshabitadas quedaron de nuevo sumidas en el olvido, sin ayuda, y totalmente desprotegidas. Pastores solitarios protegían sus rebaños esquivando el fuego en terreno abierto con grave peligro de ser atrapados por las llamas, mientras se consumían los tejados de las parideras y masadas que les servían de aprisco. El fuego cruzaba veloz de un lado a otro por angostos caminos y estrechas carreteras rodeadas de pinos. Atravesaba cortafuegos que no estaban suficientemente restaurados y protegidos.

Cuando por fin decidieron entrar hacia El Estrecho todo estaba calcinado. El incendio hacía dos noches que había pasado por allí y el frente principal avanzaba ya muy lejos. Por los alrededores de la masada solo quedaba algún pequeño rescoldo y una desoladora imagen de troncos negros erguidos sobre un funesto manto oscuro. Sara les acompañaba, esta vez escoltada, no detenida.
Encontraron la casa destrozada y humeante, el tejado estaba completamente hundido. Las paredes de piedra ennegrecidas se mantenían erguidas pero solitarias. Sara bajó del coche nerviosa y la dantesca imagen hizo que se llevara las manos a la cabeza, quedando boquiabierta durante unos instantes, pues no daba crédito a tan horrible pesadilla. Comenzó a llamar a Willy, al principio solo a gritos, pero cuando hubieron dado una vuelta completa a la casa y vieron las cuadras también hundidas, sus llamadas se convirtieron en alaridos apagados de terror. La manguera que había tendido la noche anterior se perdía bajo la techumbre caída del cobertizo.
Varios hombres que acompañaban a la brigada comenzaron retirar los escombros, para ver si encontraban el cuerpo de Willy. A Sara las piernas le flojeaban, sentía desmayarse y llantos entrecortados de dolor la ahogaban. Buscó con la mirada por todos los rincones de la masada, ahora llena de escombros y madera chamuscada. De repente, y mientras los hombres se afanaban en el desescombro de los establos caídos, creyó oír un relincho que la llamaba. Salió corriendo al exterior y a lo lejos vio venir a sus caballos. Su mirada intentaba adivinar entre ellos la silueta de Willy, pero volvían solos, probablemente al escuchar su voz. Cuando llegaron a su altura, acarició la cara y el cuello de Carina, la yegua que ella solía montar, pero a través de sus grandes ojos no pudo adivinar ningún indicio de buenas noticias sobre aquel devastador desastre.
Encontraron el cuerpo de Willy, bajo una viga del cobertizo que al parecer le atrapó una pierna quedando inmovilizado sin poder zafarse de ella.
 El incendio se apagó, una semana más tarde, cuando el viento decidió que ya era hora de parar y darse la vuelta. La tardanza y descoordinación de los medios humanos y materiales que se expusieron en los últimos días solo consiguió apagar los agonizantes focos que ya no tenían fuerza ni combustible vegetal que quemar. El noventa por ciento de la superficie quemada fue calcinada los dos primeros días por un fuego infernal, empujado y alimentado por un viento huracanado y por la falta de resistencia y medios que no llegaron a tiempo, desde el primer momento.
Desapareció un monte mágico y muy poco humanizado, una maravillosa zona olvidada y descuidada desde hacía décadas. Desapareció la precaria forma de vida de los últimos pobladores autóctonos dedicados a la ganadería, y desapareció también el sueño de una joven pareja con ganas de vivir inmersos en la plena naturaleza que tanto amaban. Willy murió con ellos.
Sara volvió a Soria, al pueblo de sus padres, en la austera Castilla de Machado.
Hoy, casi veinte años después de aquella tragedia, he venido por primera vez al Estrecho, a la casa que un día fue el hogar de mis padres. Me ha costado mucho convencer a Sara para que viniese conmigo. Es una madre muy testaruda. Cuatro horas de coche, que nos hemos repartido mano a mano, han sido tan largas para ella como emocionantes para mí. Hemos bajado del vehículo en la misma puerta de las ruinas de la masada.
Al parecer nada es lo que fue. Los extensos bosques, de los que me hablaba desde la niñez, se han convertido hoy en un romeral lleno de matojos y espinos. En todo caso siguen vigentes el olvido y el abandono de antaño. Los pueblos vacíos, casi desiertos; decenas de construcciones en ruinas pueblan los aledaños de carreteras y caminos; los escombros y las cenizas de la antigua central todavía visten las laderas que ocultan sus ruinas; los desmontes de las antiguas minas abandonadas no han sido restaurados todavía; y ahora el río está más contaminado que nunca, lleno de represas colmatadas pertenecientes a fábricas e industrias que ya no funcionan. Lo que sí ha quedado es un fantasmal legado de edificios vacíos colosales que jamás se integrarán en el paisaje.
Desde aquí se ve la interminable hilera de aerogeneradores que visten hoy la cumbre de Majalinos, máquinas ruidosas que sustituyeron a los pinos chamuscados a los pocos meses después del incendio. Aprovecharon la tala de troncos secos que se vendían a las madereras por un ridículo precio y la diafanidad esteparia que dejaban tras de sí en las laderas de aquellas montañas.

Todavía creo respirar el aire puro de los recuerdos que he ido construyendo a través de la memoria de mi padre, contada paso a paso por la ternura y el amor que siempre he absorbido de ella. Me gusta oírla hablar y contar, algo que me ha hecho querer estar siempre unido a ella, con ese grado de complicidad madre-hijo que nos permite comunicarnos con una sola mirada y saber que es lo que estamos pensando sin necesidad de mediar palabra. Ahora, ella permanece plantada, de espaldas a mí, absorta, mirando el paisaje desde el descampado que ampara la entrada de la masada.
Ojalá este viaje le ayude a curar los fantasmas del pasado y pueda quedar en paz consigo misma.

Masada El Estrecho (Aliaga), 20 de mayo de 2029
Fdo.: Pelusán.



ETERNAMENTE PERSEGUIDOS


(Una historia de maquis, trufas, barrancos y pantanos)




Luis Torrijo
Preseleccionado en el concurso de relatos cortos Miguel Artigas 2009 (Publicado en la serie j 2010)


El padre de mi padre se llamaba Nicolás, por eso escogí el sobrenombre de Nicolai cuando ingresé en la guerrilla. Siempre supe que era un apodo poco discreto por coincidir con mi ascendencia paterna, pero me gustaba su sonoridad y me recordaba la ternura y el aprecio que me transmitía mi abuelo. Después de tantos años empleándolo como mi verdadera identidad he llegado a olvidar, casi por completo, cuál es mi nombre de pila original. Bucardo, Fructuoso y Fabrice también habrán olvidado seguramente su verdadero nombre.

Aquella mañana de mayo de 1967, la luz del sol atravesaba el verdor de las ramas que acariciaban la cascada penetrando en haces multicolores hasta las sombrías angosturas del cañón. El intenso fluir del agua invitaba a relajarse mirando el desfiladero encajado en la montaña. Desde la sombra de nuestro refugio en las gargantas del Guatizalema, esperábamos noticias nuevas y a pesar de todo estábamos intranquilos. Bucardo había bajado a Huesca, para comprar provisiones y pasar la noche con una antigua amiga suya. De repente la campanilla del extremo inferior de la maroma, que unía a modo de pasamanos la parte superior de la cascada con la entrada del refugio, empezó a tintinear y todos permanecimos alerta, oímos los dos silbidos de señal y al poco vimos brillar su pañuelo verde. Por fin había llegado.
-Ya creíamos que no venías.-
-No hay por que preocuparse, todo ha ido bien.-
Portaba en su macuto de cuero, raído por el intenso uso, todo lo necesario para pasar unos días. Se descargó lentamente y comenzó a lanzarnos algunas cosas de las que traía: tabaco, dos botas llenas de vino, pan recién hecho, algunas latas de conserva, algo de fruta…. a mí me lanzó un periódico.
-Lee Nicolai, el mes que viene comienzan las obras-.
-¿Las obras de qué, Bucardo?-.
-¿De qué va a ser? De la presa de Vadiello, no nos pudieron matar a tiros y ahora quieren ahogarnos como a ratas-.
En efecto, los titulares del “Nueva España” anunciaban el comienzo de la construcción de tres nuevos pantanos en el pirineo oscense, entre ellos el nuestro, el que nos iba a expulsar de nuestro refugio de invierno en la Cueva de la Rallera, el que acabaría por ocultar una de las mayores maravillas de la Sierra de Guara, el asombroso cañón de las gargantas del Guatizalema, un singular conjunto de gorgas y a pasillos estrechos flanqueados por afiladas agujas y altos acantilados, un laberinto fluvial de pozas, marmitas y cascadas que componían un mágico mundo de contrastes y recovecos llenos de sombras y luces de diferente tonalidad, ofreciendo un espectacular refugio a todos los seres que por su naturaleza y circunstancias éramos más vulnerables que nuestros depredadores en terreno abierto.
-Este periódico dice muchas mentiras, pero me temo que en esto no se equivoca, llevamos cuatro años oyendo rumores. – concluyó Bucardo.
La acelerada carrera de construcción de embalses españoles en la última década había llevado por toda la geografía al generalísimo, apodado ahora “Paco el Rana”, practicando una de sus tareas favoritas, inaugurar pantanos, y ahora le tocaba a este río, el que nos dio la vida desde nuestra huida.

Recuerdo perfectamente el comienzo de nuestro viaje. El final de nuestra utopía, llegó la noche del 21 de diciembre de 1947 con el asalto al Campamento Escuela de Montes Universales. Ya sabíamos que había llegado a Teruel un despiadado General, convertido ahora en Gobernador Civil y mano derecha del dictador, que sin ninguna clase de miramientos ni compasión atemorizaba a la población civil ante cualquier mínima sospecha de apoyar o encubrir a la guerrilla. Con su sistema de contrapartidas, guardias civiles disfrazados de maquis, estaba desmantelando toda la red de enlaces y puntos de apoyo, que en terribles interrogatorios con torturas y amenazas de muerte conseguían información privilegiada sobre los movimientos de los guerrilleros y la ubicación de sus partidas. Así, habían conseguido desmantelar entre marzo y agosto del 47 varios campamentos del Maestrazgo y hacía tan sólo dos días que había caído el del Monte Camarracho en Cabra de Mora, del cuál acababan de llegar algunos camaradas que consiguieron huir.
Nuestro campamento, al completo, estaba intranquilo, pero “Grande” nos había enseñado que ante una emboscada, no había que desperdiciar la calma ni la munición. Se trataba de actuar con cautela y picardía, disparando una ráfaga de naranjero al divisar a los asaltantes, entonces las fuerzas de la Guardia Civil se tendrían que comunicar para reorganizar el asalto y en ese momento teníamos que aprovechar la mejor oportunidad para escapar por el lugar de donde no venía el enemigo.
Lo teníamos muy bien calculado, pero yo nunca había tenido un enfrentamiento directo con la Guardia Civil y aunque estábamos alerta, el tardío amanecer de aquella fría mañana de diciembre nos sorprendió con agitación y desconcierto. Yo dormía en la tienda con mis tres compañeros actuales. Cuando oí la primera ráfaga abrí un ojo con el cuerpo acurrucado entre las mantas y se empezó a notar un revuelo intenso pero silencioso por todo el campamento. Mis tres camaradas también se habían despertado, nos miramos un instante y sin mediar palabra cogimos nuestros macutos y los fusiles y salimos deprisa. Había confusión. Todos miramos hacia la parte superior de las rocas que flanqueaban el campamento esperando una señal de los centinelas para saber por dónde debíamos huir, pero de repente una ráfaga de balas se estrelló contra el rodeno a dos metros escasos sobre nuestras cabezas y comenzamos a correr en dirección contraria. El campamento era un laberinto de pasillos y huecos entre rocas que comunicaban una parte con otra y la gente cruzaba de un lado a otro como buscando la mejor salida o a un grupo de compañeros al que unirse en estampida, pero al subir a La Península, que era una pequeña plaza abierta en la parte oriental más elevada, vimos a varios miembros del somatén que con gran alboroto comenzaron a gritar y a disparar contra nosotros y cada uno nos tiramos detrás de la piedra más grande que pudimos encontrar para iniciar un tiroteo que pudiera dispersarlos. Al parecer estábamos rodeados. El resto de los camaradas quedaron hacia el lado suroeste de La Península, que era el que daba paso a más vías de evacuación. Nosotros cuatro nos agazapamos en las rocas del lado norte, más cerca todavía de los asaltantes. A nuestro lado izquierdo una grieta descendente se abría camino entre la arenisca durante al menos veinte metros. Al cabo de un tiempo, cuanto cesó la intensidad de los disparos nos colamos por ella a la espera de poder contactar con el resto dando la vuelta al campamento. La grieta, llena de gayuberas cubiertas de acículas de pino, era muy empinada y nunca la habíamos probado como salida de emergencia. Me colé en ella de cabeza y puesto que era muy estrecha y resbaladiza empecé a deslizarme deprisa. Perdí el control y mientras caía solté el mauser, aterrizando de golpe en un montón de hoja seca. Encima de mí cayeron mis otros tres compañeros que habían seguido mis pasos a la desesperada. Ante el estrépito, los asaltantes dirigieron sus disparos contra nosotros y tuvimos que empezar a correr desaforadamente pinar abajo. Corrimos cinco o seis kilómetros sin descanso, hasta llegar a un paraje al borde de la Laguna de Bezas, donde caímos exhaustos al suelo en una espesa pinada.
Tras recuperar el resuello, tuvimos que elegir un rumbo y aunque nos alejábamos del resto de nuestros compañeros, lo hicimos en dirección contraria a los disparos.
Cruzaríamos, al caer la noche, la carretera de Valdecuenca y pusimos rumbo a Sierra Carbonera donde al amanecer paramos a descansar en las inmediaciones de una casa de resineros. Estábamos confusos y no podíamos permitirnos el lujo de esperar a contactar con los demás a riesgo de ser descubiertos por la Guardia Civil, el ejército o los miserables somatenistas. Entonces tomamos una determinación crucial que condicionaría, el resto de nuestra existencia. Decidimos enlazar con el valle del Jiloca, para intentar fugarnos. Ésta era una ruta que yo conocía muy bien, y aunque no era la más habitual ni la más aconsejable, era la más cercana, ahora que andábamos en las afueras de Gea de Albarracín con toda Sierra por detrás llena de enemigos franco-falangistas. Habíamos perdido el contacto y casi toda posibilidad de seguir hacia otros campamentos del Levante desde donde, con más facilidad, se podía llegar a la costa y tomar rumbo a Barcelona para intentar atravesar la Junquera, en caso recibir la orden de abandono de la lucha y la evacuación a Francia.
Cuando tuvimos claro que la mejor solución era huir a Francia, planeamos nuestras etapas sobre un mapa de carreteras que guardaba Fabrice y pensamos que en quince o veinte días estaríamos en la frontera. ¡Tardamos dos meses en llegar a Huesca! Cruzamos el amplio valle del Ebro demasiado lentos, en ocasiones permanecíamos días e incluso una semana en el mismo refugio. Una caseta de monte, una paridera de invierno o cualquier entrada de cueva nos servía de pensión eventual. Caminábamos sin un rumbo claramente fijo, casi siempre de noche, aunque sin bajar la guardia, evitando los contactos con personas que pudiesen denunciar nuestro avance y, en un territorio tan abierto y llano, fueran capaces de darnos caza fácilmente. Buscábamos fuentes, huertas cercanas y algún corral donde los pastores encerraran ovejas. Intentábamos requisar sólo lo imprescindible para nuestra supervivencia, dejando el mínimo rastro de nuestra presencia. Fructuoso conocía muy bien el campo, las plantas silvestres que se pueden y no se pueden comer, él siempre había sido pastor, sabía poner lazos en las conejeras, escoger las camarrojas y los husillos en los rastrojos, degollar y despellejar una oveja sin derramar una sola gota de sangre al suelo, no desperdiciaba nada más que los despojos, era capaz de encender un fuego sin que provocase prácticamente nada de humo. Con él estábamos bien camuflados.
En un principio pensamos avanzar paralelos al ferrocarril “Central de Aragón”, pero al llegar a Calamocha observamos que desde el amanecer había mucho movimiento de camiones militares, tanto en la carretera como en la estación, y dedujimos que todo aquello era parte del aparato que se había puesto en marcha para la operación de aniquilamiento contra el Maquis. Desde cierta distancia comprendimos que era demasiado arriesgado cruzar aquella carretera y seguir paralelos al ferrocarril que llevaba a Canfranc, por lo que decidimos cambiar de rumbo y continuar pegados a los sotos fluviales del Jiloca, pasando por las cercanías de Daroca para enlazar con el valle del Jalón cuando nos acercásemos a Calatayud.
A los cuarenta días de marcha el cansancio y la desesperanza empezaban a hacer mella en los cuatro miembros que formábamos esta partida de huidos, pero tres semanas más tarde al conseguir rebasar la ciudad de Huesca los ánimos empezaron a cambiar. Estábamos mucho más cerca de la frontera, nos quedaba algo menos de la cuarta parte de lo que habíamos recorrido, y aunque correspondía a las etapas más duras en cuanto desnivel y a las características agrestes del terreno, bien era cierto que se trataba de una de las zonas más despobladas y que mayor refugio visual nos ofrecía. Pero para entonces ocurrió un hecho extraordinario, algo no corriente en este tipo de huidas.

Una mañana soleada de febrero mientras nos disponíamos a descansar y reponer fuerzas después de una larga noche caminando sin descanso desde Cuarte y tras haber conseguido un delicioso pan recién hecho en el Horno de Santa Eulalia La Mayor, Fabrice, que adoptó el apodo de un camarada belga muerto en la batalla de Belchite, se disponía a tumbarse al sol bajo una carrasca cuando me dijo sin apartar la vista del suelo:
-Mira Nicolai, ya hay moscas y todavía estamos en febrero-
Me acerqué con sigilo para comprobar lo que decía y evitar que emprendieran vuelo aquellos insectos.
 -Son de color rojizo y más alargadas que las del verano- continuó –fíjate, hay por lo menos siete u ocho subidas en esas tres piedras y no se espantan-.
Fructuoso se acercó también muy despacio y al cabo del rato murmuró: -Son moscas truferas-.
Todos lo miramos con asombro por lo que se vio presionado a explicar lo que se sabía sobre el tema. Su padre había pasado toda la vida en el Maestrazgo turolense hasta que lo fusilaron unos falangistas allá por el verano del 1936 por haber sido alcalde cenetista de la república.
-Mi padre siempre contaba que en los días soleados de invierno las moscas volaban sobre la tierra pelada de los truferos cuando había una trufa madura debajo. Decía que tenían mejor olfato que los perros. Pero luego, en la batalla de Teruel, tuve ocasión de comprobarlo yo mismo cuando cavábamos las trincheras bajo unas carrascas del Puerto Escandón, pues encontramos algunas al comenzar la zanja, Pierre, un brigadista francés del sur me contó que esos hongos, las trufas o truffe como decía él,  en Francia se cotizaban muchísimo-.
- Fructuoso ¿Quieres decir que si yo ahora me pongo aquí a excavar voy a encontrar una de esas trufas?, dijo Fabrice con tono de escepticismo-.
Fructuoso se arrodilló frente a las moscas y comenzó a olisquear el suelo como si fuese un sabueso. Ante el gran asombro del resto, se detuvo y dijo -Aquí está- señalando con el dedo índice en un punto concreto de círculo quemado. -Déjame un machete o tu cuchara Fabrice, da igual una herramienta que otra-.
Fabrice sacó del bolsillo lateral de su macuto una cuchara sopera y se la entregó con recelo a Fructuoso, sin comprender muy bien en qué iba a consistir aquel extraño experimento.
Comenzó entonces a escarbar la tierra con la cuchara haciendo un pequeño pozo en el trufero, de tal forma, que de vez en cuando parte de la tierra que extraía la llevaba hasta su nariz, para seguir ahondando por el sitio donde más intenso era el olor. Al poco se detuvo, puesto que aparecieron otro tipo de insectos diminutos, pero también rojizos y con forma de escarabajo, entonces le dio la vuelta a la cuchara y empezó a rodear, con el extremo opuesto del mango, un bulto negruzco que estaba empezando a vislumbrarse en el fondo del pocillo. En efecto, sacó de la tierra un tubérculo muy aromático del tamaño de un huevo de gallina, cosa que todos atribuimos a un truco de magia y brujería. Desprendió parte de la tierra que  tenía adherida y nos la dio a oler a todos. 
–Esto es una trufa- .
Su olor era intenso y dulce, penetrante como la tierra húmeda.
Por la cara de satisfacción que puso, parecía que fuese la primera que encontraba en su vida. Por supuesto que ninguno nos conformamos con encontrar solamente aquella. Aquel solano estaba repleto de carrascas y en muchas de ellas había un círculo quemado bajo sus ramas. Al poco Fabrice dijo, -Aquí hay más moscas. ¡Pásame la cuchara!-
-Y aquí- gritó Bucardo.
Yo fui el más tardío en encontrarlas, pero aquella mañana se nos olvidó el sueño y la necesidad de descansar. Capturamos un saquillo de no menos de cinco kilos de aquellos preciados hongos.
A los cuatro días estábamos en Gavarnie. Elegimos la ruta del puerto de Bujaruelo porque Bucardo, altoaragonés de nacimiento, sabía que era uno de los valles menos transitados y vigilados del pirineo. Y lo cierto es que en las frías noches estrelladas de febrero no se veía ni un alma por aquel sendero nevado.
En la primera taberna que paramos preguntamos por alguien que comprase trufas, y el propio tabernero se interesó en verlas. No ofreció dos mil quinientos francos antiguos por kilo, y aunque probablemente era un precio mucho más bajo del de mercado, a nosotros nos pareció una fortuna, acostumbrados a la miseria franquista y a sus cartillas de racionamiento, tanto fue así que no nos atrevimos ni siquiera a regatear. La suma, recuerdo perfectamente, ascendió a trece mil setecientos cincuenta francos que al cambio hubieran correspondido a unas dos mil pesetas. Tanto el garçon como nosotros quedamos plenamente satisfechos. Nos tomamos una semana de descanso a todo lujo, pero al noveno día ya estábamos pensando el volver. A pesar del peligro que podía entrañar dicha aventura, no queríamos dejar escapar aquel tesoro y que cayera en manos de otros o que se desperdiciara.
Pensamos en cambiarnos nuestros nombres por miedo a que nuevos chivatazos pudiesen relacionarnos con nuestra pertenencia a la guerrilla o a que nuestros antiguos camaradas contactasen con nosotros y nos acusaran de desertores. Ya teníamos un comprador de trufas y una patrona en el primer pueblo al otro lado de la frontera y no iba a ser fácil estar utilizando dos identidades diferentes sin equivocarnos.
Así que a primeros de marzo de 1948 desandamos los pasos de nuestro exilio para introducirnos de nuevo en la provincia de Huesca. A partir de entonces, cada mes desde noviembre hasta junio hicimos un viaje de ida y vuelta a “nuestra” España cargados con sacos de trufas que vendíamos en el país vecino. Nocito por el cuello de Baíl, La Guarguera, Arruaba, Ceresola, Orús, Fanlillo, Bergua, Broto, Torla, el puente sobre la Garganta de los Navarros, San Nicolás de Bujaruelo y Garvarnie formaron parte de nuestro repetido recorrido. Al tercer viaje decidimos esconder las armas en un refugio que habíamos localizado al pie de un acantilado en los estrechos del río, aquel viaje la carga era tan pesada que el armamento solo nos iba a traer problemas. Los veranos los pasábamos generalmente en el lado francés trabajando en la madera, pero pronto nos dimos cuenta de que no era necesario tanto dinero para sobrevivir. Todos nos llamaban los truferos o truffière, tanto en Nocito, como en Gavarnie y se empezaban a disipar las dudas sobre nuestra condición de guerrilleros, pero aunque sólo tomamos ligero contacto con la población oscense no podíamos despistarnos, si la Guardia Civil hubiera sospechado de nosotros habríamos sucumbido ante las fauces del franquismo, los fusilamientos de guerrilleros o huidos capturados fueron inapelables hasta 1965, no querían dejar rastro sobre nosotros, por eso tuvimos siempre muy presente que nuestras entradas a España fueron en todo momento operaciones de alto riesgo.

Lo bueno era que ya no vivíamos asaltando corrales ni huertas. Bucardo bajaba a Santa Eulalia La Mayor a comprar el pan y la sal y en Nocito un amble pastor nos vendía huevos, carne y hortalizas.

Pero como siempre el dictador volvió a truncarnos las intenciones de llevar una vida tranquila, lo hizo aplastando nuestra república, expulsándonos del monte en la posguerra y ahora quería inundar nuestro pequeño paraíso.

-Quizá venga él mismo a inaugurarlo-.
-Quizá haga lo mismo que hace ocho años en Yesa. Sin estar terminada la instalación, pulsó el botón de apertura de compuertas del canal de Bardenas y para hacerle creer que todo funcionaba correctamente cuatro obreros tuvieron que abrirlas a mano.

La idea de que Franco pudiese venir en persona a inaugurar esta presa no paraba de rondarnos la cabeza. Todo se iba a llenar de guardias civiles meses antes de su llegada. Los asesinos acostumbran a no fiarse nunca porque conocen el refrán “el que a hierro mata a hierro termina” y el dictador montaba siempre una protección desmesurada en todos los lugares a los que viajaba, con un despliegue de fuerzas que multiplica por mil al del número de enemigos potenciales activos que tenía.
Se barajó la idea de volarlo con dinamita el día de la inauguración. ¡Ya lo creo que todos soñamos con hacerlo estallar en mil pedazos reventando la presa! Pero conseguir dinamita suficiente para eso era muy complicado, después de que hace años desmantelaran y apresarán en las minas de Teruel a todos nuestros enlaces.
Lo cierto era que las excusas las teníamos antes pensadas que cualquier idea de atentado. Le teníamos mucho miedo, nos había estado persiguiendo y masacrando durante demasiado tiempo. Pero teníamos una oportunidad única para cambiar el curso de la historia, para vengarnos de tanto sufrimiento causado, de tanto exilio, de tanta miseria provocada.

-Nicolai, tú fuiste francotirador durante la toma de París-
-No empieces por ahí Bucardo, no tengo el rifle, ni la mira, ni unas ruinas desde donde no me vean sus merodeadores-.
Pero en realidad esta parte de la sierra de Guara reunía unas condiciones inmejorables para esconderse sobre el estrecho donde iba proyectada la presa. La rodeaban altos peñones de roca con muchas panzas y oquedades, y aunque la fuga no fuese fácil conocíamos como nadie todas las chimeneas y pasillos ocultos que conducían a la cima de los mallos de Ligüerre y su conexión con el sendero de Nocito.
Puse muchas pegas al plan de Bucardo, pero aquella noche no pude dormir, maquinando como podría ser el golpe. Es cierto que Franco, por su avanzada edad ya tenía designados a sus sucesores. Tenía todo muy bien atado para que su régimen no muriera con él, pero si matábamos al perro, aunque la rabia no muriese por completo, se quedaría acorralada en su entorno y el resto pediría un cambio. Bucardo no hacía nada más que recordármelo.
-Te convertirás en un héroe Nicolai-.

La temporada de 1967 se terminó como casi todos los años con la de la trufa de verano. A finales de junio nos instalábamos en Francia, hasta el otoño siguiente, pero esta vez teníamos un mal presentimiento, cuando regresáramos las máquinas ya habrían empezado a construir las carreteras de acceso y nuestra libertad estaría condicionada por la posible vigilancia de la construcción. Bucardo, antes de marchar, pasaba dos o tres días en Huesca comprando provisiones para el viaje, todos sospechábamos que tenía algo con Isabel, la panadera de Santa Eulalia La Mayor.

El 2 de febrero de 1971 cerraban el túnel de desviación del río y a partir de aquel momento el Guatizalema dejaba de ser un curso libre y salvaje. Las aguas tardarían unos meses en volver a correr presa abajo hasta que se abriese por primera vez la compuerta. La retención del agua había comenzado y la inundación solo era cuestión de tiempo.
Nosotros seguíamos con nuestro negocio aunque hubiese obreros en la construcción de la enorme muralla que obstruía el curso fluvial. Salíamos al monte con más cautela que hasta entonces, pero no llegamos a tener ningún percance.
Bucardo se había encargado personalmente de conseguirme un Dragunov ruso de 1963 con mira telescópica PSO, una joya armamentística capaz de quitarle la gorra a un general a más de trescientos metros de distancia. Un moderno fusil que ya me hubiera gustado tener en aquel Paris de agosto del 44 contra los alemanes nazis.
Me lo trajo en su funda original, nunca me dijo como lo consiguió, pero estaba empeñado en que lo hiciese y convencido de que yo conservaba todavía el mismo pulso que en mi juventud.

Las primeras truferas se perdieron en cuestión de semanas, el agua en su lento ascender absorbía todo lo que encontraba a su paso, las copas de los árboles se despedían lentamente mientras nosotros mirábamos pasmados y entristecidos aquella catástrofe provocada por el hombre. Los mejores pozos de trucha habían sido engullidos por las fauces del abismo acuoso que crecía imparable.

El 25 de abril el agua llegó a nuestro campamento, ya teníamos todo evacuado pero nos dio mucha rabia ver con impotencia como desaparecía el que había sido nuestro hogar de invierno durante veintitrés años.

Lleno de irá juré que le mataría y a Bucardo le tornó la tristeza en una sonrisa de esperanza. Fabrice y Fructuoso también me apoyaron calurosamente.
En pocos días encontramos el lugar perfecto. Un pequeño abrigo colgado, cobijado entre arbustos a 60 metros sobre la barrera de hormigón que serviría de tribuna para que Franco repitiera con languidez –Queda inaugurado este pantano-.

El acceso era muy complicado. Varias repisas estrechas expuestas al vacío conducían a este apostadero desde la parte posterior de las, ya abandonadas, casas de los obreros.
Bucardo seguía bajando a Huesca y nosotros ya no cazábamos trufas puesto que el carrascal se había reducido a menos de un tercio y seguía menguando. Nos traía noticias de cuándo iba a ser la inauguración, pero en los periódicos no se decía la fecha concreta, sólo que las obras estaban terminadas y la puesta en marcha era inminente. El caudillo ocultaba sus movimientos a la prensa por miedo a los posibles atentados, aunque después hiciera amplió eco de sus intervenciones y no dejara de repetirlo en todos los cines españoles a través del NO-DO.
-Lo cazaremos aunque se esconda, ¡aquí no tiene escapatoria!- era la consigna que nos repetíamos constantemente.
Todo estuvo preparado para el día 15 de junio y estaba previsto que el miércoles 16 se realizase la puesta en marcha de la presa. Yo había estado practicando el tiro durante más de veinte amaneceres contra trozos de tela colocados en lo alto de las sabinas y contra latas vacías posadas encima de los peñascos. La verdad es que no vimos excesivo movimiento de fuerzas en los días anteriores, excepto varias parejas de Guardia Civil que venían a inspeccionar la zona. No podían verme, ya que la espesura de boj me camuflaba por completo. Varias veces los tuve a tiro, pero me reservaba para el dictador, toda mi ira era para él.
La tarde anterior al día de la inauguración hubo varios obreros revisando todos los dispositivos, realizando inspecciones y ajustes de última hora, no podían volver a fallar delante del caudillo.
Yo tenía mi rifle perfectamente calibrado. El trípode había sido amarrado a la roca con pernos de hierro y en los últimos veinticinco disparos no había fallado ni uno. El amanecer del fatídico día fue el más acelerado de toda mi vida, sobre mi pesaba una de las mayores responsabilidades de la Historia de España y poníamos en peligro todas nuestras vidas de nuevo. Si no conseguíamos fugarnos en un tiempo mínimo evitando  los numerosos controles policiales que iban a colocarse en los todos los pasos pirenaicos, jamás saldríamos con vida de allí.

Bucardo, Fabrice y Fructuoso partieron al despuntar el alba, era más fácil así. A punto de despedirme de ellos, apareció por la carretera de la presa una mujer de mediana edad, yo ya estaba apostado en mi nicho con todo lo necesario para no fallar. Observé por el visor del fusil su decidido caminar hacia la presa buscando con la mirada en las rocas de los mallos que le rodeaban. Yo la seguía, no para dispararle claro, si no para ver quién era y que quería encontrar en nuestro pantano. Se plantó en el centro de la presa. Era Isabel la panadera de Santa Eulalia. Bucardo asombrado se dio la vuelta en medio de la repisa,  pero Fabrice y Fructuoso le sujetaron del brazo indicándole que guardara silencio. Había venido a buscarle para que no se fuera, pero Bucardo tenía el destino encaminado a seguir huyendo.
Le ví mirar fíjamente a Isabel y por sus mejillas comenzaron a resbalar lágrimas de amor. Isabel se sentó con la espalda apoyada en una pared de la presa y puso su cabeza entre las rodillas para llorar en silencio. Estuvo así por espacio de media hora. Algo en el rostro de esa mujer presagiaba que todo nos iba a salir mal y que Bucardo acabaría muerto. Pero habíamos tomado una firme decisión.
Isabel se incorporó y con paso lento se fue por donde había venido, Bucardo cada veinte pasos se detenía a observarla desde las alturas y Fabrice le tiraba del brazo para que avanzara.

Los primeros coches llegaron a eso de las 9:30 minutos de la mañana, los escoltaban un Land Rover de la Guardia Civil y dos motos. Descendieron de ellos unos operarios con mono azul y de otro coche un hombre trajeado. Rápidamente enfoqué el visor hacia él para ver si lo reconocía. Era el comisario de aguas de la Confederación Hidrográfica del Ebro, que días atrás había salido en la portada del Nueva España anunciando la puesta en marcha del abastecimiento de agua potable de la ciudad de Huesca. En cualquier momento iba a llegar toda la comitiva de Franco para organizar el protocolo. Cuando llegase el coche presidencial, yo tenía que esperar todo lo relajado que pudiese, pues estaba casi temblando, no podía precipitarme, era preciso conseguir que el objetivo se colocase a tiro sin ningún escolta de por medio, a ser posible en el centro de la presa donde el dictador nunca culminaría el acto oficial sin un tiro en la frente.
Tardaban mucho y cambié de postura. Me senté con la espalda apoyada en el acantilado, sin dejar de observar al personal que se movía de un lado a otro abriendo puertas y bajando por las escaleras de caracol que conducían hacia las compuertas de la tubería de abastecimiento. A eso de las doce de mediodía todavía no había aparecido nadie más y los operarios ya estaban abriendo las compuertas. Salieron por las escaleras  y uno a uno fueron dando un fuerte apretón de manos al comisario de aguas, cerraron con llave todas las puertas y subiendo a sus coches se alejaron. Un tremendo silencio se hizo eco en todo el valle. Tan solo el suave bramar del agua río abajo llegaba hasta mí. Yo no cabía en mi asombro, el sol me daba de lleno y quise desmayarme. La presa estaba en marcha y únicamente había venido a inaugurarla un triste comisario de aguas, con un invitado especial que era yo, preparado como si fuese a matar al mismísimo diablo. Cuando caí en la cuenta de que Franco no iba a venir, mi cólera fue mayúscula, me levanté y grité con fuerza maldiciendo a su madre y a las de todos sus secuaces. Efectué tres disparos contra las nuevas farolas que recientemente habían plantado y me senté a llorar abatido.
Por enésima vez habíamos perdido la guerra, antes, durante y después de cada batalla.





De vez en cuando vuelvo a subir a la frontera, a asomarme a mirar a este país que nos robaron y que no sabemos si un día nos devolverán, nadie sabe lo que pasará ni lo que hubiera ocurrido si hubiésemos ganado, pero lo cierto es que no deja de asombrarme la capacidad humana para desear con tanta saña la muerte de otros y el ansia por perseguirlos hasta la extenuación. Quizá la solución estuvo en no odiar a los que nos odiaron y aún no hemos aprendido a tragar con esto. Mi mirada melancólica hacia el sur me trae sentimientos contrapuestos, nostalgia, rabia mezclada quizá, pero también un amor no correspondido a la que un día fue mi patria, a la que mató al maestro de mi escuela que también era mi padre.

Bucardo ha vuelto con Isabel a Santa Eulalia, de vez en cuando escribe, dice que están muy felices aunque tenga que permanecer oculto en la panadería.

Fabrice, Fructuoso y yo ya no hemos vuelto a esta extraña España a la que no sabemos si pertenecemos siquiera. Estamos ya, cansados de huir.





Puerto de Bujaruelo, 29 de mayo de 1972

LAS PRIMERAS NAVIDADES DE HASSAN

                                                     Luis Torrijo
                (Primer premio de cuentos de navidad El Comarcal del Jiloca 2000)

     Aquella mañana el camión que invadió nuestro carril a la salida de la autovía iba demasiado rápido para circular sobre un asfalto con hielo dentro de una curva. Mi tío tuvo que girar de forma muy violenta el volante y el coche en el que viajabamos, se salió inevitablemente de la calzada, cayendo de costado en la profunda cuneta después de recorrer, resbalando y dando numerosas vueltas, ciento cincuenta metros de arcén.

     La historia de mi vida comenzó al otro lado del estrecho, o por lo menos esto es lo primero que recuerdo de ella. Mi nombre es Mohamed Yasir. Mi primer hermano, Hassan, nació aquel mismo 13 de Junio pocas horas antes de que desembarcáramos en una apacible y dorada playa malagueña. Nació desnudo como todos, pero él, flotando sobre las tranquilas aguas de aquel Mar Mediterráneo. Mi padre bajó apresurado nada más tocar la costa, se arrodilló en la playa, y cogiendo sendos puñados de arena con las dos manos, los elevó hacia el cielo besándolos, glorificando el momento, como un pontífice a la llegada de un aeropuerto de la Tierra Prometida, de la tan ansiada y anhelada Europa. Mientras, mi madre, seguía embelesada con el recién nacido arrimado a su pecho, y yo sujetaba la balsa para que pudieran bajar despacio. Poco después nos pusimos en camino.
     Por aquel entonces todavía no tenía muy claro lo que significaba la palabra libertad, pero oía a mi padre hablar de ella con mucha alegría y esperanza en sus ojos.
     Trabajaron casi medio año en Almería, en los nuevos invernaderos de El Ejido. Yo cuidaba a mi hermano durante el día, dentro en el refugio que nuestro propio padre había levantado con chapas y láminas de plásticos, junto al de otros inmigrantes. No salíamos de allí hasta ver llegar a nuestros padres al mediodía y por la noche, que era cuando mi madre aprovechaba para amamantar a Hassan. Era aburrido, pero me decían que lo hiciera así por seguridad. Al menos no pasábamos demasiada hambre, siempre había frutas y hortalizas abundantes para comer: fresas, lechugas, tomates picados, ..... en fin todo lo que nuestros padres y otros hombres y mujeres que allí trabajaban podían traernos bajo sus ropas.
     Aquel mismo otoño hubo fuertes inspecciones policiales en la zona y varios conocidos fueron arrestados para llevarlos de nuevo a Marruecos.
     A mi padre no le gustaba la palabra repatriado, puesto que él no creía que aquella fuese su verdadera patria y por supuesto no estaba dispuesto a que le pagasen el billete de vuelta, había arriesgado mucho para venir a España con toda su familia. Gastó todo lo que tenía para poder salir de allí.
     Decidimos pues mudarnos y emprendimos rumbo hacia el norte, con un primo de mi madre, que poseía un Renault 12 color azul, cargado de alfombras. Decía, mi tío, que en Aragón las cosas eran diferentes, se pasaba algo más de frío en invierno, pero la policía era más transigente.
     Aquella fría mañana de diciembre, segundos después del accidente, mi padre intentó sacarnos rápido del coche para poder escapar, pero mi madre tenía un fuerte golpe en la cabeza y aunque permanecía consciente, estaba aturdida y perdía mucha sangre. Mi padre se echó las manos a la cabeza, pero no podía perder la serenidad tenía que solucionar la problemática situación.: -"¡Abduh!-, gritó mi padre dirigiéndose a mi tío -"coge a los niños y corre hacia la arboleda".
     Yo me quedé observando fijamente su mirada y también mi hermano al cual yo sostenía en brazos envuelto en un manta. Nunca olvidaré la expresión de su rostro en aquel momento, miedo, confusión, esperanza, ojos brillantes y labios temblorosos. Se arrodilló y nos abrazó fuertemente, y entre sollozos logró decir: -"Confiad en mí nos veremos pronto"- y salimos corriendo tras mi tío Abduh a escondernos lo más rápido posible.
     Desde la chopera vimos como la policía esposaba a mi padre y como montaban a mi madre en la camilla blanca de un coche que gritaba haciendo parpadear sus alarmantes ojos anaranjados.
     El invierno vino duro y temprano aquel año. La nieve se apoderó de nosotros y en la caseta que el tío Abduh eligió como refugio se nos había acabado la leña y, lo que era peor, la comida y la leche para Hassan.
     Mi tío nos bajo al pueblo, llamó en la primera casa de humeante chimenea y desapareció corriendo dejándonos ante aquel extraño y esperanzador portal. Paradójicamente aquel Poyo de un Cid, que siglos atrás expulsará a nuestros antepasados nos acogía hoy con mucha hospitalidad y cariño.
     Nunca olvidaré el calor maternal y acogedor de la tía Bernarda, sus sabrosas y calientes sopas vertidas sobre los cazuelos de barro a los que nos agarrábamos con las dos manos; su especial y sublime chocolate con tostadas, el crujir de las brasas entre las llamaradas azul-rojizas del fogón y sobre todo su grandiosa paz.
     Todavía recuerdo todo aquello con la ternura que ofrecen las escenas navideñas del nacimiento del rey de los judíos.
     La tía Bernarda fue para mí siempre una madre, una muy buena madre, y aunque en el pueblo todo el mundo lo sabía, nadie quiso ir contra su voluntad de hacer el bien.
     Hoy mi hermano y yo puede que seamos algo más o menos morenos que otros, pero nadie se atrevería a afirmar, entre los estudiantes de la facultad de derecho, que seamos descendientes de magrebíes si no fuera por nuestros nombres y apellidos. Apellidos que mi padre nos dejó en herencia junto a algo nada material pero sí muy valioso:  su fuerza, su valentía, ese afán de salir adelante,....., el ejemplo.
     A él que dio y arriesgó todo por nosotros le dedico esta historia. Al él, al increíble Ali-Ben-Yasir.